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A vueltas con Darwin

260 pp.

25 €

Trad. de Elena Marengo

366 pp.

25 €

Trad. de Julieta Barba y Silvia Jawerbaum

286 pp.

21,50 €

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La conmemoración del doble aniversario de la publicación de El origen de las especies (1859) y del nacimiento de su autor (1809) ha generado un amplio surtido de publicaciones de calidad muy desigual. En primer lugar, traducciones al castellano de diversas obras de Darwin, algunas reimpresas, como las del Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundoJournal of Researches into the Natural History and Geology of the Countries Visited During the Voyage of H.M.S. Beagle Round the World (1845); Diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo, traducción de Juan Mateos, Madrid, Espasa-Calpe, 2008. y El origenOn the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life (1859); El origen de las especies: por medio de la selección natural, traducción de 1921 de Antonio de Zulueta (uno de los primeros genéticos españoles), prólogo de Francisco J. Ayala e introducción de Diego Núñez, Madrid, Alianza, 2009., y otras de nueva factura. Entre las últimas, dos textos cortos, La fecundación de las orquídeasThe Various Contrivances by which Orchids Are Fertilised by Insects (2.ª ed., 1877); La fecundación de las orquídeas, introducción de Martí Domínguez y traducción de Carmen Pastor, Pamplona, Laetoli, 2007. y Plantas carnívorasInsectivorous Plants (2.ª ed., 1888); Plantas carnívoras, introducción y traducción de Joandomènec Ros, Pamplona, Laetoli, 2008., y uno muy largo, La variación de los animales y las plantas bajo domesticaciónThe Variation of Animals and Plants under Domestication (1868); La variación de los animales y las plantas bajo domesticación, introducción y traducción de Armando García González, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2008.; todos ellos acompañados de una breve introducción, adecuada en los dos primeros casos y detestable en el último. El interés comercial de esta operación se me escapa, puesto que el especialista, bien sea en evolución o en historia y filosofía de la ciencia, preferirá sin duda su propia interpretación del texto original, y el resto de los lectores apreciará más una puesta al día de los temas mencionados que su exposición decimonónica, aunque venga de la pluma del mismísimo Darwin. En cualquier caso, toda la obra impresa de éste, junto con alguna manuscrita y gran parte de su correspondencia, puede consultarse gratuitamente en InternetObra impresa en «The Complete Work of Charles Darwin Online» (http://darwin-online.org.uk/contents.html#publishedms). Transcripción de los Cuadernos (1837-1839), Borrador (1842) y Ensayo (1844) en «Darwin Digital Library of Evolution» (http://darwinlibrary.amnh.org). Texto completo de unas cinco mil cartas en «Darwin Correspondence Project» (http://www.darwinproject.ac.uk/)..

Sólo el recurso a las antaño motejadas de «bajas pasiones» puede explicar una propaganda editorial que califica a la carencia de traducciones previas de «desatención escandalosa, fruto sin duda del tradicional recelo hispánico por las ciencias», y, para añadir más leña al fuego, se anuncia a bombo y platillo la oferta de la AutobiografíaIntroducción y traducción de José Luis Gil Aristu, Pamplona, Laetoli, 2008. de Darwin «sin censuras». Si bien es cierto –y, en mi opinión, comprensible– que Francis Darwin suprimió del escrito más personal de su padre aquellos párrafos que, en el momento (1887), aún pudieran herir susceptibilidades, también lo es que Nora Barlow dio a la imprenta el texto completo de su abuelo hace nada menos que cincuenta años (1958). Quisiera contrarrestar la reincidente apelación al morbo ibérico indicando que la traducción de los manuscritos preparatorios de El origen –el Borrador de 1842 y el Ensayo de 1844– y de las comunicaciones de Darwin y Wallace que fueron leídas en la famosa sesión de la Linnaean Society del 1 de julio de 1858 –considerada como la presentación en sociedad de la teoría de evolución por selección natural– se han publicado precedidas de un largo y excelente estudio de Fernando PardosLa teoría de la evolución de las especies; introducción de Fernando Pardos y traducción de Joan Lluís Riera, Barcelona, Crítica, 2006..

En segundo lugar, aprovechando el tirón de la «industria Darwin», científicos, filósofos, historiadores y otros personajes de más difícil clasificación, han echado también su cuarto a espadas con mayor o menor acierto. Comenzaré esta reseña examinando tres publicaciones recientes, dos de ellas traducidas del inglés, las de Niles Eldredge y Michael Ruse, y otra escrita directamente en castellano, la de José María López Piñero. Todas ellas tienen en común una parte, del orden de un quinto de la longitud total del correspondiente texto, donde se incluye una biografía del homenajeado junto con la descripción de su teoría, redactadas ambas en términos convencionales. Para terminar, añadiré unos comentarios a la obra de Steve Jones, aún no traducida, donde se ponen al día con encomiable desenvoltura múltiples aspectos del pensamiento darwinista original.

Niles Eldredge, conservador del Museo de Historia Natural de Nueva York, es un conocido evolucionista que propuso en 1972, junto con Stephen Jay Gould, la teoría denominada «de los equilibrios interrumpidos», a la que, en aras de la brevedad, aludiré como «interrupcionismo» y consistente en una interpretación de los fenómenos macroevolutivos basada en la particular lectura de determinadas características del registro fósil que comentaré más adelante. El libro reseñado (Darwin. El descubrimiento del árbol de la vida) fue compuesto para acompañar la exposición sobre la vida y obra de su protagonista, de la que Eldredge fue comisario científico, inaugurada a finales de 2005 en Nueva York para, después de una gira por Estados Unidos y Canadá, ser exhibida recientemente en Londres. La parte más voluminosa e interesante del texto de Eldredge es el análisis de la evolución de las ideas de Darwin, durante el largo intervalo transcurrido desde la vuelta de su viaje alrededor del mundo en el bergantín Beagle (1836) hasta la publicación de El origen de las especies (1859), a la luz de sus propios manuscritos: los ocho Cuadernos (Notebooks) redactados entre 1837 y 1839, de los que derivó el Borrador (Sketch) de 1842 y, de éste, el Ensayo (Essay) de 1844. Estos escritos preparatorios fueron elaborados durante un prolongado período de flujo y reflujo de ideas, algunas definitivamente abandonadas, otras descartadas en un principio para ser posteriormente recuperadas y, por último, las que proporcionaron los principales puntos de anclaje de la teoría de evolución por selección natural, adoptadas definitivamente a partir del momento en que, a finales de 1838, se hizo la luz. Esta disección retrospectiva del pensamiento darwinista hace muy recomendable la lectura de la obra reseñada.

Eldredge, comprensiblemente, arrima el ascua a su sardina al hacer especial hincapié en ciertas opiniones, inicialmente favorecidas por Darwin, pero más tarde dejadas a un lado en la composición de la versión canónica de la teoría expuesta en El origen; en particular, la supuesta imperfección que allí se atribuye al registro fósil como fuente de información sobre el modo –continuo o discontinuo– de los procesos de especiación. En palabras del autor: «Subyugado por la idea de la continuidad […] Darwin da la espalda a los datos del registro fósil que en un principio lo llevaron a formular la idea de evolución» (p. 186), apuntando que: «He dedicado gran parte de mi labor profesional a tratar de reconciliar la existencia de los tipos de patrones de cambio abrupto […] con la visión posterior de Darwin» (pp. 112-113). Dicho de otra forma: «Darwin bloqueó de alguna manera el avance de la biología evolutiva mediante una influencia que, en algunos círculos, aún sigue vigente» (p. 11). Estos círculos, también tachados de «reductos del quehacer biológico» (p. 210), no son otros que los neodarwinistas, aunque, en mi interesada manera de ver las cosas, la aceptación del interrupcionismo sigue estando circunscrita a ámbitos muy específicos del evolucionismo: ciertos sectores de la paleontología o de la biología del desarrollo.

La teoría de los equilibrios interrumpidos se funda en dos supuestas regularidades del registro fósil: el estatismo o continuidad morfológica de los linajes durante largos períodos (varios millones de años) y la interrupción relativamente brusca (en unos cincuenta mil años) de esa constancia, atribuida a fenómenos de especiación. En principio, nada hay en contra de considerar que estatismo y discontinuidad son fenómenos reales más que subproductos de la imperfección del registro. Otro asunto, más discutible, es la interpretación de esas características a la hora de proponer mecanismos evolutivos responsables de los fenómenos aludidos. Llegados ahí, puede optarse entre los que operan en el campo microevolutivo, que cuentan con una amplia base empírica, aunque limitada a ese nivel de observación, o proponer otros distintos, exclusivos de la escala macroevolutiva. Con el ánimo de distinguirse de un neodarwinismo que tildan de démodé, los interrupcionistas, en particular el difunto Stephen Jay Gould, han consumido muchas horas extraordinarias en la búsqueda de alternativas a la selección natural, pero éstas han sido desechadas una tras otra. Por ejemplo, el estatismo se debería a rígidos condicionantes del desarrollo morfológico cuya existencia dista mucho de haber sido demostrada; la asociación entre interrupción y especiación obedecería a supuestas «revoluciones genéticas» que pudieran ocurrir como consecuencia de cambios aleatorios en poblaciones de censo reducido pero que son extremadamente improbables; y, por último, las tendencias filogenéticas direccionales se atribuyen a un hipotético proceso de selección entre especies, cuya eficacia es, por decir algo, muy reducida. Sin entrar en más detalles, puede decirse que la construcción de una nueva teoría evolutiva, basada exclusivamente en datos del registro fósil e ignorando lo que hoy sabemos de las especies vivas, no es una empresa fácil, y que las sucesivas propuestas interrupcionistas no han suscitado, por ahora, mayores entusiasmos fuera de los sectores antes aludidos.

Michael Ruse es un filósofo de la ciencia cuya carrera profesional, transcurrida íntegramente en la Universidad de Guelph (Canadá), se ha centrado en el análisis del darwinismo como teoría científica y en la valoración de sus implicaciones con respecto a la naturaleza humana. La obra reseñada, dividida en dos partes de longitud aproximadamente igual, es, en esencia, un compendio de sus escritos anteriores recompuesto para la oportunidad del aniversario, y poco o nada añade a éstos. La primera sección sigue un esquema expositivo de corte histórico conducente a una narración lineal de la evolución del darwinismo, desde su formulación original, elaborada en términos casi metafóricos, al actual neodarwinismo, que integra los distintos conocimientos biológicos en torno a un conjunto de modelos matemáticos cuyo propósito es dotar de un núcleo teórico predictivo a esa amplia base empírica. Debe admitirse que los evolucionistas, en el uso de nuestra peculiar jerga técnica, solemos adolecer de imprecisión y ligereza al utilizar conceptos implícitamente bien concebidos pero mal explicitados. La exposición de Ruse revela el esfuerzo invertido en establecer puentes entre las formas de pensar y de expresarse de los expertos y los legos en la materia (filósofos incluidos) que exigen, con toda razón, explicaciones comprensibles y aceptables. Con ello, cumple satisfactoriamente con su propósito de divulgación de las proposiciones básicas del evolucionismo actual, sin entrar en cuestiones más complejas o polémicas.

El autor es un decidido partidario de incluir variables evolutivas en el análisis de la naturaleza humana y, por ello, la segunda parte de su obra está dedicada a disecar, desde una perspectiva filosófica, las consecuencias de la integración de distintos elementos del neodarwinismo en las teorías del conocimiento humano, de la moral y de la religión. Dicho esto, debo insistir en que las posturas adoptadas por Ruse son generalmente cautas, por ser plenamente consciente de que, al proyectar el neodarwinismo sobre esos fenómenos, se está haciendo uso de unos mecanismos selectivos que se han aplicado con éxito en el estudio de la forma, la función y el comportamiento de organismos no humanos, pero a los que ahora se obliga a operar sobre el substrato genético de la conducta humana, en líneas generales desconocido. Por esta razón, las exposiciones del pro y el contra de las distintas tentativas evolucionistas que tratan de ligar a la biología evolutiva con la cultura suelen acabar en tablas, lo cual no quiere decir que estas actitudes sean menos válidas que las posturas tradicionales, hasta ahora predominantes, que ignoran cualquier condicionamiento biológico de la cultura humana excepto los más obvios. En definitiva, el evolucionismo ha cambiado nuestra concepción del mundo, pero, en lo que respecta a la naturaleza humana, el problema estriba en cómo tenerlo en cuenta, aunque, como apunta Ruse, «en última instancia, lo que importa es seguir adelante» (p. 241).

Esas ambigüedades afloran, por ejemplo, cuando se dice que «nadie pondrá en duda que la selección natural genera y alimenta un sentimiento general de benevolencia», para añadir inmediatamente que «todavía se discute de qué manera ocurre ese proceso» (p. 261). O al calificar al modelo del «gen egoísta» como la «metáfora más difundida y fructífera de la biología moderna» (p. 129), cuando poco antes se expresaba, quizás inconscientemente, que dicha propuesta podría ser un mero subproducto de que «la contabilidad se lleva en términos de genes y no de individuos» (p. 105), como prefiere pensar el que suscribe. Por último, los modelos de selección denominados r y K, referentes al crecimiento demográfico poblacional, se han utilizado con cierta exageración, tanto en la opinión de Ruse como en la mía, en el análisis evolutivo de la moral (p. 265) y la religión (p. 307).

Al lector puede extrañarle el uso continuado de dos anglicismos en los libros que acabo de reseñar. Uno de ellos, «consiliencia», procede de consilience, término acuñado en 1840 por el filósofo inglés William Whewell para aludir a la coherencia interdisciplinar que facilita la elaboración de explicaciones comunes, y recuperado en 1999 por Edward O. WilsonEdward O. Wilson. Consilience. The Unity of Knowledge, Nueva York, Vintage Books, 1999 (La unidad del conocimiento, traducción de Joandomènec Ros, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 1999), reseñada en Revista de Libros, núm. 34 (octubre de 1999), pp. 18-20.. Puesto que es preciso explicar lo que se quiere decir, creo que sería más cómodo quedarnos con coherencia que acuñar un nuevo tecnicismo, al menos en castellano. Sin embargo, a Ruse debe agradarle mucho la palabreja, puesto que la utiliza en el título de dos capítulos. El otro vocablo, «inosculación», corresponde a la voz inosculation, referente al patrón discontinuo de sustitución de unas especies por otras. Eldredge resucita este término que, aunque fue empleado por el propio Darwin, había desaparecido del vocabulario evolucionista desde entonces hasta la fecha.

José María López Piñero, catedrático de la Universidad de Valencia, es un conocido especialista en la historia de la ciencia española. Su obra Charles R. Darwin se divide en tres partes. La primera, que abarca casi la mitad del texto, es un relato lineal de la evolución del conocimiento biológico presentado a manera de sucesión cronológica de fichas que describen la vida y obra de distintos científicos, desde la Antigüedad griega clásica hasta el segundo tercio del siglo XIX. Esta exposición no parece haber sido concebida con el propósito de servir de introducción al evolucionismo darwinista y explicar la ruptura que éste supuso con respecto al pensamiento biológico tradicional, puesto que las alusiones a los dos científicos franceses que propusieron hipótesis transformistas con anterioridad a la formulación de Darwin –Geoffroy Saint-Hilaire y Jean-Baptiste Lamarck– ocupan una sola página de las noventa y dos que componen este capítulo. Algo más extensas son las noticias sobre científicos españoles, en especial las relacionadas con Félix de Azara, repetidamente citado en la obra de Darwin, y Juan Bautista Bru de Ramón, que montó en 1789 y dibujó más tarde el famoso megaterio fósil que también menciona Darwin y aún se conserva en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid.

La parte dedicada a Darwin y el darwinismo internacional sólo cubre un tercio del total del libro, y se limita a una narración biográfica, seguida de breves referencias a la teoría de la evolución por selección natural y a su influencia en la biología alemana del último tercio del siglo XIX, momento en que esta escuela ya había sustituido a la francesa a la cabeza de la escala de prestigio internacional. El moderno neodarwinismo sólo ha merecido la mención siguiente, que excuso comentar: «De la oposición entre la teoría de los genes y la doctrina darwinista se ha pasado después a un intento de síntesis que habitualmente se denomina “neodarwinismo”. Esta teoría sintética ha sido defendida por personalidades de gran prestigio, pertenecientes sobre todo al mundo de habla inglesa. Ello no debe ocultar que dista mucho de estar aceptada de modo unánime por la comunidad científica». La tercera y última parte del libro está destinada a documentar la introducción del darwinismo en Valencia, tema desarrollado previamente por López Piñero en varios artículos. Se ilustra aquí la triste desintegración de la ciencia española tras la Guerra de la Independencia, así como su modesto resurgir a finales del siglo XIX. Nada se dice de la desoladora repetición de este suceso tras el final de nuestra última guerra civil.
Steve Jones, profesor de genética en el University College de Londres y reconocido divulgador del evolucionismoVéanse las reseñas de sus obras en Revista de Libros, núms. 25 (enero de 1999), pp. 17-18; 45 (septiembre de 2000), pp. 18-19, y 95 (noviembre de 2004), p. 17., también ha concurrido a la celebración del doble centenario con una obra, Darwin’s Island, que se aparta deliberadamente de los caminos más o menos trillados recorridos por los autores anteriores, para seguir otras vías más atractivas y novedosas, desbrozando con la ayuda de los conocimientos actuales los diversos temas desarrollados en los tratados que Darwin dio a la imprenta entre 1851 y 1881, con el propósito general de explorar, ampliar o justificar más detalladamente los argumentos expuestos en El origen.

Estas variadas tácticas que persiguen una estrategia común corresponden, en parte, al reino vegetal, y Jones se ha servido de dos de ellas, las referentes a las plantas insectívoras (Insectivorous plants, 1875) y trepadoras (The Movement and Habits of Climbing Plants, 1875; The Power of Movement in Plants, 1880), para ilustrar la capacidad de reacción de los seres vivos frente a determinados desafíos ambientales, mediante la adquisición evolutiva de adaptaciones muy distintas que proporcionan diferentes soluciones a un mismo problema. Más concretamente, se examinan los múltiples mecanismos que permiten capturar y digerir insectos, para suplementar el aporte de nitrógeno en aquellos suelos con una insuficiente concentración de este elemento imprescindible, o los variados dispositivos que proporcionan acceso a la luz, indispensable para la supervivencia y el crecimiento, que surgieron independientemente, mediante procesos de evolución convergente en distintos linajes que hoy abarcan unas seiscientas especies de plantas insectívoras y ciento treinta y cinco familias de plantas trepadoras. Por otra parte, el recurso al texto correspondiente a las orquídeas (On the Various Contrivances by which British and Foreign Orchids are Fertilised by Insects, and on the Good Effects of Intercrossing, 1862) da pie a la descripción de la larga serie de medidas y contramedidas que resultan de la relación inversa entre los respectivos intereses evolutivos de los machos y hembras de una misma especie. Este continuo proceso de coevolución es responsable en buena medida de la diversidad de estructuras, funciones y comportamientos sexuales en los distintos grupos animales y vegetales.

Otra parte de la producción científica de Darwin corresponde a aquellos animales que, en su tiempo, se denominaban inferiores, como los percebes o las lombrices de tierra. En el primer caso, los cuatro volúmenes de la CirripediaA Monograph of the Sub-class Cirripedia, With Figures of All the Species (1851-1854)., premiados con la medalla de oro de la Royal Society de Londres, fueron el pasaporte que permitió el acceso de su autor a la comunidad científica británica. Aunque esta exhaustiva descripción taxonómica sigue siendo una obra de referencia en la materia, encaja en el texto reseñado por ser la primera ocasión en que se documentó pormenorizadamente la relación filogenética entre unas mil doscientas especies, cuyas formas adultas manifiestan una extraordinaria diversidad pero cuyos estados juveniles son muy semejantes. Aunque para los primeros darwinistas, en especial los de la escuela germánica, la ontogenia recapitulaba la filogenia, lo que en realidad ocurre es que los genes responsables del plan básico del desarrollo son comunes a todos los animales, y la enorme complejidad morfológica de éstos es el resultado de un prolongado proceso selectivo que ha actuado fundamentalmente sobre alteraciones del programa genético original que determina la diferenciación celular de tejidos y órganos. Por otra parte, Jones relaciona la última obra de Darwin (The Formation of Vegetable Mould, Through the Action of Worms, 1881) con su noción de cambio evolutivo lento y gradual, conducente a una gran diversificación temporal mediante la prolongada acumulación de pequeñas modificaciones, paralela al pausado proceso de formación del suelo, como consecuencia de las alteraciones químicas y físicas de la materia orgánica inducidas por la acción excavadora y digestiva de los gusanos, que Darwin cuantificó mediante un artilugio de su invención colocado en el jardín de su casa.

La teoría de evolución por selección natural precisa de la existencia de diferencias genéticas entre los individuos que componen una misma población, aunque el desconocimiento de los mecanismos de la herencia biológica impuso a la formulación original del darwinismo una ambigüedad excesiva. Consciente de esa carencia, Darwin recurrió a documentar exhaustivamente la variabilidad hereditaria que presentan los caracteres morfológicos de las plantas cultivadas y los animales domésticos, utilizada de antiguo por los mejoradores mediante selección artificial (The Variation of Animals and Plants under Domestication, 1868), y también a describir pormenorizadamente el deterioro de esos atributos y, más concretamente, el de la calidad biológica global del individuo, en la progenie de apareamientos consanguíneos, otro asunto de general interés en la práctica agronómica (The Effects of Cross and Self-fertilization in the Vegetable Kingdom, 1876). El pretendido paralelismo entre las fuerzas de selección natural y artificial no pasa de ser una analogía superficial, aunque los logros de la segunda constituyeran la principal base empírica de la inspiración de Darwin. Por otra parte, el tema de la depresión consanguínea obsesionaba al padre del evolucionismo que, al fin y al cabo, estaba casado con una prima con la que tuvo diez hijos, cuatro de los cuales siguieron la inclinación paterna en la búsqueda de pareja. Jones aprovecha la ocasión para tratar ambos temas, en especial para sondear la carga mítica añadida a la legislación pertinente sobre la última materia. Por ejemplo, a la luz de la genética, es insostenible que el matrimonio entre tío y sobrina sea plenamente legal, al menos en Europa, mientras que el de medios hermanos no lo sea, excepto en Suecia, aunque las previsibles consecuencias perjudiciales de ambos sean idénticas.

El origen común del hombre y los primates fue tratado por Darwin en dos obras publicadas con posterioridad a El origen (The Expression of the Emotions in Man and Other Animals, 1872; The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, 1871). Hoy sabemos que las diferencias genómicas entre uno y otros son muy pequeñas, aunque el significado de esta observación se nos escapa, puesto que esa notable semejanza produce resultados palpablemente muy distintos a los niveles que en realidad nos importan. Es sugerente que la huella de la selección natural más reciente sea bastante más acusada en los chimpancés que en los seres humanos, quizás indicativo del debilitamiento de la acción de ese agente evolutivo en la especie que posee una mayor capacidad de modificar el medio.

Apartándose deliberadamente de las extrapolaciones a la moda, Jones rechaza «cualquier discusión sobre la influencia del darwinismo en la condición humana […] y los argumentos hueros referentes a sus interacciones con la religión» (p. 7). En este sentido, debe decirse que las disciplinas que pretenden prolongar la acción de los mecanismos evolutivos más allá del campo para el que han sido concebidos y donde pueden ser verificados, suelen aceptar, sin mayores precauciones, una influencia hereditaria universal para explicar determinados comportamientos sociales a la luz de un darwinismo metafórico. Sin embargo, puede afirmarse que carecemos de pruebas convincentes que demuestren la existencia de variabilidad genética con respecto a distintas facetas del comportamiento humano, lo cual, dicho sea de paso, no la niega en manera alguna.
 

Darwin’s Island es una obra escrita con claridad y buen estilo, que relaciona multitud de observaciones científicas de todo tipo para ilustrar convincentemente la permanencia y el alcance del pensamiento del príncipe de los biólogos.

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