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Cuestión de géneros

Sombras nada más

SERGIO RAMÍREZ

Alfaguara, Madrid, 376 págs.

Catalina y Catalina

SERGIO RAMÍREZ

Alfaguara, Madrid, 296 págs.

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Sensaciones encontradas provocan los dos últimos libros del nicaragüense Sergio Ramírez, quien, antes de emprender su coherente y sabiamente pautada trayectoria literaria –fue Premio Alfaguara de Novela 1998 con Margarita, está linda lamar– anduvo inserto en el gobierno sandinista de su país. Y digo encontradas, pero no excluyentes, ya que los principales problemas de que adolece Catalina y Catalina (2001) encuentran satisfactoria resolución en Sombras nada más (2003), un relato de larga extensión, ámbito donde la prosa pausada y autorreflexiva de Ramírez alcanza mejor acomodo.

Y es que los once relatos que integran Catalina y Catalina son fieles exponentes de una tendencia, bastante extendida, según la cual el cuento se nutre de elementos y formas de narrar más propios de su hermana mayor, la novela. Así las cosas, los relatos del volumen insisten, de manera machacona, en una descripción, realista que pervierte la concisión no sólo deseable sino inherente al género que se está trabajando.

La «novelización» o, por mejor decir, el empeño en un cuento de carácter neocostumbrista lleva aparejado otro aspecto de similar repercusión en el conjunto. Ramírez no pretende innovar, esto es, buscar nuevos caminos de expresión para el relato breve, sino más bien apoyarse en la estructura clásica del género –con Cortázar como referente por antonomasia–, aquella según la cual un hecho cotidiano se convierte, sea por una mirada diferente desde la que enfocarlo, sea por un matiz peculiar en que nadie había reparado, en un acontecimiento extraordinario, ajeno por completo a las convenciones de verosimilitud tan afectas a la novela. Pues bien, la falta de concisión impide a Ramírez gestar la atmósfera propicia a la rendición del lector, de forma tal que prevemos, desde el principio, el desenlace del relato –así sucede, por ejemplo, en «El Pibe Cabriola», «La partida de caza» y «Aparición en la fábrica de ladrillos»– o, lo que es peor, somos conscientes de los resortes utilizados para la confección de dicha atmósfera, ingredientes estos que resultan superfluos, desde la coherencia interna del texto, e introducidos de rondón con el único objetivo de encaminarnos hacia un determinado fin. «Perdón y olvido» y «Gran hotel» pueden considerarse muestras de esta falta de pericia en la disposición de la materia narrativa.

Si a lo expuesto hasta aquí añadimos una evidente monotonía en la ambientación de los textos y una molesta insistencia en ciertos iconos contemporáneos –fútbol, béisbol, televisión…–, Catalina y Catalina acaba por ser un abanico de posibilidades truncadas. Posibilidades estas que, sin duda, alcanzan buen puerto en Sombras nada más, evidencia palmaria de que es en la novela donde Ramírez halla su modo de expresión natural, máxime cuando el texto se adentra en el asunto más caro a nuestro novelista: la historia reciente de Nicaragua y, en particular, las condiciones y las gentes que propiciaron la revolución sandinista y el derrocamiento del dictador Somoza.

Sombras nada más cabe ser definida, en su estructura más superficial, como la historia de Alirio Martinica, quien fuera secretario personal de Somoza y principal confidente de su amante Mesalina. En este sentido, Ramírez relata, con la parsimonia del buen amanuense, las contradicciones internas de un ser que, llevado por los vaivenes de una vida caprichosa, pasó del bando revolucionario a la servidumbre más adocenada a la sombra del gran dictador. La recreación en el detalle no es aquí en modo alguno, como sí en Catalina y Catalina, un lastre para el fluir de la narración, sino, por el contrario, el ingrediente necesario para perfilar la controvertida personalidad –a ratos digna de la mayor comprensión y, las más de las veces, inspiradora del mayor desprecio– del protagonista. Pero Sombras nada más es también, y ante todo, un relato veraz –en el sentido de su coherencia ficcional; poco importa su correspondencia o no con la historia– que analiza, desde una riquísima variedad de voces y perspectivas –se conjugan los documentos de época, la transcripción de grabaciones, las cartas, los testimonios directos–, los entresijos de un sueño, lleno de heroicidad, pero también de miseria; una sublevación popular, sí, hija privilegiada del ideal colectivo y, a la vez, bastarda alimentada de venganza irracional. Ramírez no se contenta, pues, con mostrarnos un canto épico trasnochado, sino que consigue hacernos partícipes del lado más oscuro, de las sombras, en definitiva, de la condición humana; sombras que acuden, llevándonos de la mano, al ajusticiamiento de Alirio Martinica, cabeza de turco de una revolución que, como la íntima de cada uno de nosotros, vive plagada de contradicciones.

Juez y parte en los hechos que narra, Ramírez logra forjar un cuadro impresionista, compuesto por una paleta cromática de plena diversidad, en el que no hay lugar para la implicación sensiblera del que escribe; un cuadro, en suma, que expone, de forma descarnada, la otra cara de todos los elementos que los personajes –y no sólo ellos– consideran ingredientes primordiales de sus vidas: amistad, amor, idealismo…, para llegar, finalmente, a la conclusión –contraria a la atmósfera de lucha que rodea al texto– de su absoluta inexistencia.

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