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Un mapa literario

Cuentos invisibles

PEDRO SORELA

Alfaguara, Madrid

208 págs.

13,50 €

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Cinco años después de Ladrón de árboles, su primer libro de cuentos, Pedro Sorela hace un receso en su obra novelística para publicar un segundo volumen que mantiene una estrecha relación con él. No podría ser de otro modo cuando el escritor se acoge a la tradición hispanoamericana y española que concibe el relato como la narración escueta de una anécdota a través de cuyo fogonazo argumental se intenta reflejar el desajuste entre la realidad y la apariencia o la fragilidad de la normalidad cotidiana que se fractura con la sorpresa o la casualidad. Unos cuentos que, en definitiva, pretenden encerrar en una historia mínima la totalidad de la experiencia.

Ambos libros, por otra parte, se distancian del estilo y la trama de sus novelas. Mientras éstas –recuérdense Fin del viento o Trampas para estrellas– suelen crear densas atmósferas y complejos mundos interiores en torno a los personajes, o avanzar por un discurso narrativo de ritmo lento y elocución barroca, los cuentos reducen su trama a una acción única, recurren a datos imprescindibles para situar las circunstancias de la acción y están escritos en un lenguaje casi directo.

Varias cosas, no obstante, distinguen a estos Cuentos invisibles de los anteriores. En primer lugar, el conjunto se aparta del marcado tono existencial de Ladrón de árboles y se configura como un viaje literario, tanto desde su perspectiva parcelada del entorno como desde su tratamiento estético, por ciudades y países de muy diferente talante físico y moral. De Bolivia a China, de Israel a Polonia, de Londres a Lisboa, Sevilla o Madrid, de Estambul a Helsinki, Buenos Aires o Berlín Este, la mencionada totalidad de la experiencia se convierte en una mirada a la idiosincrasia de los lugares y en una exploración de los personajes.

En segundo lugar, el tono de los cuentos, muchas veces centrados en pequeñas historias amorosas que transmiten las condiciones del azar y la liviandad de los sentimientos o en cuadros cercanos al costumbrismo donde campan a sus anchas la presunción y la banalidad de los personajes, se sustenta en una disposición de los elementos narrativos que persiguen como último sentido de su razón de ser el cierre final ingenioso o la crítica velada mediante el resorte de la ironía y la distensión benévola del humor.

En tercer lugar, Pedro Sorela apuesta en este libro, al menos en sus mejores textos –«El intérprete de La Paz», «Motín de blancos en el río Lí», «Puta en la tormenta» o «Azul para cenar»–, por la sugerencia y la insinuación en las relaciones de los personajes y en el ritmo y desarrollo de las historias, lo cual contrasta con la precisa definición de los lugares y los ambientes. El narrador recurre a la elusión de los detalles superfluos y a las medias palabras para que, por ejemplo, los encuentros amorosos se mantengan en esa imprevisibilidad que distingue a las situaciones abiertas e inconclusas.

Por último, aunque no abandona el autor su indagación en las formas del cuento, en los puntos de vista y las estructuras, pues alterna las personas narrativas y recurre a distintas modalidades del género –microrrelatos, cuentos con clímax final, narraciones de tipo ensayístico o cercanas a la crónica y el reportaje–, la lectura de este libro sigue siendo mucho más fácil que la de sus novelas. Y es ahí donde caben objeciones. Su escritura es explícita y transparente, tan cercana a veces al lenguaje cotidiano, que por un lado elimina el punto de encantamiento de la buena literatura y, por otro, frecuenta modismos evitables como «Si nota […] una como presión, un como calor», «un como zumbido» o «Miraban a una casi muchacha».

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Ficha técnica

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