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Crónicas de trastiempo

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La palabra «trastiempo» no está en el diccionario. Se me ocurrió porque existe una expresión castellana que dice así: «BUSCAR PAN DE TRASTRIGO». «Tras» es un prefijo que se usa para señalar que algo se ha salido de su sitio y se ha vuelto inclasificable y quizá peligroso. Esa es la razón de que sea aventurado buscar pan de trastrigo: el pan de trastrigo no es exactamente pan, y si usted se lo come, vaya usted a saber lo que le acaba pasando. El motivo de esta sección es que nos ha caído en suerte vivir un tiempo oblicuo, irregular: una especie de trastiempo. Después de medio siglo largo de estabilidad –desde la posguerra europea a las postrimerías del XX–, las cosas han adquirido una verticidad extraña, como si se movieran impulsadas por lógicas incompletas o mutantes. Suele decirse, en estos casos, que la sociedad atraviesa una crisis, o, más solemnemente, que la historia ha entrado en crisis. Lo peculiar de las crisis es la desorientación. Al cambiar el mundo a mayor velocidad que nuestras categorías, categorías que fueron funcionales en el pasado, empezamos a razonar mal, como ve mal el sujeto cuya miopía ha ido a más o a menos pero que sigue con las gafas viejas montadas sobre el caballete de la nariz. Este miope aumentado o disminuido procesa su entorno a través de unas lentes inadecuadas, y se marea. François-René de Chateaubriand nos refiere un lance revelador en el primer capítulo de Memorias de ultratumba. Ni las primeras violencias revolucionarias, ni la quema de la Bastilla, impidieron que Jean-Baptiste, el mayor de los Chateaubriand, interrumpiera sus intentos por asegurar el ingreso de René en la Orden de Malta, con la prebenda aneja. Cinco años después, René se hallaba exilado en Londres y el otro, el primogénito, había perdido la cabeza en la guillotina. El noble bretón que trasegaba legajos y fatigaba pasillos y despachos procurando la instalación de su linaje en la estructura piramidal del Antiguo Régimen, el patriarca moralmente empatado con los pares de san Luis, no supo percibir que las genealogías se habían invertido y que Versalles y el rey eran solo una monería, recortada sobre un campo de azur.

Vivimos un tiempo que obedece a lógicas nuevas y no fáciles de entender

Pero esto es la historia writ large, que dicen los ingleses. Esto es grandioso y sublime, como lo eran los glaciares alpinos que se detenían a visitar los románticos hiperbóreos camino de Italia. La adaptación insuficiente a lo nuevo se manifiesta también en acontecimientos e infelicidades de índole diaria, doméstica, mínima. Consideren el desastre existencial en que se ha convertido la televisión en abierto para los españoles de, pongamos, más de cincuenta años. Hace treinta, no existían más que dos canales, y el espectador no escogía sino que tenía que aceptar lo que le daban. La doctrina dominante asevera que poder escoger es bueno, y que la televisión antañona, por tanto, era peor que la actual. Las doctrinas dominantes son bastante tontas, y ésta no es una excepción. Pero no quiero entrar en profundidades, así que me ceñiré a lo puramente descriptivo. Dado, como he dicho, que no se elegía, o no se elegía apenas, ver televisión en los años del franquismo o en los primeros de la democracia era un poco como ir a misa: tomaba uno asiento, y transigía con el menú completo. La televisión no constituía una forma de consumo sino una ceremonia: el quid estaba en congregarse en torno de un hecho público, y no exactamente, o no enteramente, en pasar un buen rato. Luego vinieron otros canales; a continuación, plataformas que dispersaban sus contenidos a través de decenas y decenas de canales. La forma obvia de afrontar esta plétora de información, es el mando a distancia. Cuando no nos gusta un programa, pulsamos una tecla y nos asomamos a otro. ¿Sencillo? Sí, y no. El mecanismo técnico, el automatismo, es sencillo. El uso, mucho menos. La golosina de un programa alternativo, o el abuso de las cuñas publicitarias, han inducido en el telespectador una conducta saltimbanqui. Más que ver televisión, ve fragmentos de televisión, que se penetran recíprocamente y dejan al personal aturdido, en un estado de zozobra y caos interior que sobrevive a la vigilia y altera la composición de los sueños. Se ha transitado, de la Eucaristía unánime, a la psicodelia sin química.

Naturalmente, este desenlace no es inevitable. Existen dos remedios: o revalidarse como experto en televisión, lo que exige leer las ofertas del día por Internet, apuntar la hora e ir al grano, o seguir las grandes series por ordenador, hazaña reservada por lo general a los adolescentes o muy jóvenes. Tanto lo uno como lo otro obliga a un cambio radical de actitud. Yo he visto muy poca televisión durante mis años mozos, pero la que he visto, la he visto siempre de la misma manera: me ponía frontero del aparato cuando no tenía nada mejor que hacer, y me metía entre pecho y espalda lo que hubiesen tenido a bien aviar en Prado del Rey. Desde hace no sé ya cuánto, no veo televisión en absoluto. Se me puede reprochar, con toda justicia, que no he sabido adaptarme. Es cierto, no he sabido adaptarme. Agrego que tengo derecho a no querer adaptarme, ya que mis inmersiones televisivas eran un hábito y no sé a santo de qué habría de alterar mis hábitos si no me da por ahí o si lo que me ofrecen como alternativa no se me antoja especialmente tentador. Sea como fuere, yo, espectador de trastiempo, propietario de categorías que han dejado de ser hábiles, he decidido dar un paso ulterior y situarme fuera del tiempo: NO veo televisión… y sigo tan campante. Otros de mi edad porfían en apretar el mando a distancia y navegar por un mundo onírico, poblado de cachos de señoritas, de cachos de películas, de cachos de furibundos opinantes políticos. Lo respeto, claro. Pero no estoy seguro de que esos argonautas a la deriva quieran realmente hacer lo que hacen. Malicio más bien que son víctimas de un atavismo del que no aciertan a curarse. Son como osos panda que se indigestan con adelfas inducidos por un afán alimentario cuyo destino ortodoxo es el bambú.

He decidido dar un paso ulterior y situarme fuera del tiempo: NO veo televisión, y sigo tan campante

Sigo tocando la guitarra, aunque desplazándome ahora hacia las notas graves, las del extremo del mástil. Políticamente, también estamos instalados en un trastiempo. Es decir, estamos dando una mala aplicación a dos instituciones inseparables de la democracia: el Estado Benefactor, y los partidos. El Estado Benefactor viene de lejos. En la Atenas de Pericles existía un rudimento de Estado Benefactor; la Iglesia ha hecho las veces de Estado Benefactor; el Wohlfahrtsstaat de que disfrutan ahora los alemanes comenzó a dar sus primeros, tiernos balbuceos, en la mancha del Sacro Imperio Romano Germánico, al asumir los príncipes ciertas tareas de policía que, además de garantizar el orden social, prestigiaban a la administración y al propio príncipe y consolidaban a éste sobre los estamentos y poderes intermedios. Los partidos representan un fenómeno más reciente, y en cierto modo, más desconcertante. En puridad, nunca hemos terminado de comprender qué son los partidos. Todavía en la segunda mitad del siglo XVIII, en Inglaterra, que es donde funcionaba de verdad el Parlamento, el personal no lograba dar con su santo y seña. De alguna manera habían cobrado cuerpo, esto es, desempeñaban una función innegable, ciertas asociaciones o fratrías, pero esta función proponía una especie de enigma, de enojoso misterio. El rey Jorge III estimó que los partidos, en cuanto vehículo de intereses concretos, introducían el peligro de la disensión y el caos civil. Edmund Burke fue el primer pensador político inglés –bueno, irlandés– que intentó desmontar los prejuicios que identificaban a un partido con una secta, y a una secta con la defensa de causas que, por su propia naturaleza, no podían ser generales. En Francia los asuntos no se desenvolvieron tan a la llana. Es famosa, y ha generado una literatura interminable, la oposición entre los demócratas radicales –partidarios de la democracia directa–, y los campeones de la democracia representativa o indirecta. La fórmula que prevaleció conceptualmente antes de que Francia estallara por sus cuatro costados, fue la de Sieyès: se suponía que cada diputado representaba a toda la nación, y que la multiplicidad de mandatarios no era incompatible con una voz nacional única porque sus señorías lograrían siempre averiguar los intereses generales debatiendo racionalmente sobre las cuestiones hasta converger en un diagnóstico común. La receta sieyesiana es filosóficamente monstruosa: consiste en adosar, a la idea rousseauniana de volonté générale, la noción de que el pueblo debe delegar sus asuntos en quienes saben más que él. Tras las violencias revolucionarias, unas violencias a las que Sieyès sobrevivió de milagro, Francia entra en una etapa en que la democracia indirecta se convierte en el rebosadero y a la vez el refugio de una oligarquía profundamente corrupta. Tanto los contrarrevolucionarios, como los revolucionarios radicales, insisten en estimar que la democracia auténtica… es la directa. Los primeros, para satanizarla, los segundos, para exaltarla. La concurrencia de la extrema derecha con la extrema izquierda adquiere resalto en un panfleto que De Maistre publicó en 1797 (Considérations sur la France). Cita allí, aprobatoriamente, una deposición de Babeuf ante los jueces que lo condenaría al poco a la guillotina:

Considero al gobierno actual usurpador de la autoridad y violador de todos los derechos del pueblo, el cual ha sido reducido a la más deplorable de las esclavitudes. Sufrimos un espantoso sistema que un pequeño número de personas, fundándose en la opresión de las masas, han montado en beneficio propio. Hasta tal punto se encuentra amordazado el pueblo por este gobierno aristocrático, tanto le pesan las cadenas, que para romperlas habría de porfiar hoy mucho más que en cualquier tiempo pasado.

Con Babeuf, un jacobino tardío, se inicia en cierto modo lo que ahora denominamos «comunismo». El párrafo ayuda a comprender, con claridad impresionante, por qué, siglo y pico más adelante, las instituciones parlamentarias sufrirían el ataque simultáneo de comunistas, fascistas y, en parte, socialistas. En efecto, el cuerpo de mandatarios que Sieyès había postulado para representar a la nación en la Asamblea, constituía en realidad una aristocracia, por mucho que el abate evitase la palabra nefanda. Una aristocracia, por así llamarla, republicana. La estabilización de la democracia representativa se verificaría en el continente a trompicones, y más gracias a hallazgos y compromisos de tipo práctico, que a partir de una filosofía política organizada. La clave residió en la contracción progresiva de las prerrogativas reales y en la apertura de un túnel o pasillo entre el Gabinete de ministros y el parlamento. El jefe del Gobierno se hizo responsable frente al parlamento, o expresado lo mismo en términos instrumentales, vinculó su magistratura a un apoyo suficiente en la Cámara Baja. La mayoría parlamentaria que lo sostenía estaba integrada por un partido o una coalición de partidos. Subsistía, con todo, la pregunta inicial: ¿qué eran estos partidos? ¿Portavoces de los intereses generales… o partidas? Pues las dos cosas a la vez. La prohibición del mandato imperativo refleja la aspiración de los partidos a representar los intereses generales. Al tiempo, e irremediablemente, los partidos son partidas. Sus señorías han ganado su asiento no a las bravas sino insertos en estructuras burocráticas cuya principal destreza consiste en apañar el voto prometiendo cosas a quienes les votan. Las promesas se dirigen, por supuesto, no a la nación como un todo íntegro, sino a los electores de una circunscripción determinada. 

Las instituciones parlamentarias sufrirían el ataque simultáneo de comunistas, fascistas y, en parte, socialistas

Antes de que llegase la democracia, en la fase que los historiadores compendian bajo la categoría genérica de «Estado liberal», el voto, sobre reposar en porcentajes muy reducidos de la población, se compraba mediante concesiones administrativas y otra clase de favores. El Estado liberal fue, ¡ay!, intensamente oligárquico. Los doctrinarios, en Francia, se colocan en un curioso cruce de caminos. Royer-Collard, patriarca de la tribu doctrinaria, defiende la división de poderes y la igualdad ante la ley, pero reproduce el argumento de la derecha legitimista –y de la izquierda– contra el concepto de representación. O la representación incluye el mandato imperativo y entonces el diputado se reduce a operar como un mero cojinete entre la voluntad de sus mandantes y la Asamblea –alternativa que nos remite a la democracia directa y que Royer-Collard considera insensata–, o nadie representa en rigor a nadie. ¿Conclusión? Vale más olvidarse de la representación. Pero en tal caso, ¿qué diablos pinta, dentro del esquema de gobierno, la Cámara Baja, la cual es electiva? La respuesta de Royer-Collard es que la Cámara constituye un poder, no un órgano a través del cual se expresa el pueblo. La Cámara sirve para aclarar ciertas cuestiones y abordar los intereses comunes, no para interpretar la voluntad de una soberanía inexistente. Guizot afirmaría algo parecido pocos años después:

Lo que se llama representación no es otra cosa que un medio para llegar a este resultado [el gobierno esclarecido, o la ley autorizada por la razón: el inciso es mío]. No se trata de una máquina aritmética destinada a recoger y enumerar las voluntades individuales. Se trata de un procedimiento natural cuyo fin es extraer del seno de la sociedad la razón pública, la única con derecho a gobernar [cursivas mías].

El párrafo procede del capítulo 10, tomo 2, de Histoire des origines du gouvernement représentatif en Europe, un libro cuya versión definitiva data de 1851 y en la que se compilan y revisan una lecciones que Guizot había pronunciado en el Colegio de Francia en 1820. En esencia, Guizot decapita a Rousseau, retiene los mecanismos deliberativos sieyesianos, y rompe toda conexión entre lo que proclama la Asamblea, y la soberanía nacional. Uno de los poco liberales que advierten que es inútil abrirse a las libertades y simultáneamente recusar la democracia, es Tocqueville. En la introducción a La democracia en América I, escribe: «¿Puede pensarse seriamente que, después de haber derrotado al feudalismo y vencido a los reyes, retrocederá la democracia ante los burgueses y los ricos?». Deja también anotado en el borrador de La democracia en América, II: «Acaso pueda demostrar aquí que los males de la democracia solo admiten como cura más democracia». Conforme avanza el siglo, va ocupando el centro del escenario «la cuestión social», esa que interesa tanto al sereno asturiano en La verbena de la Paloma. La cuestión social comprendía en realidad dos cuestiones: un reparto más igualitario de los recursos, y la incorporación de las masas al autogobierno. La capacidad del aparato político liberal para responder a una y a otra variaría según los países. En muchos casos, la crecida democrática y la Gran Guerra tuvieron sobre las instituciones parlamentarias el mismo efecto que esos chorros de agua a presión con que se revienta la roca en las explotaciones mineras. Quiero decir con ello, que el sistema de representación heredado del XIX se derrumbó con estrépito allí donde las tradiciones liberales eran vulnerables. En 1922, un marginal con representación escasa en el parlamento (Mussolini), logró hacerse con la dirección del Gabinete tras la Marcha sobre Roma. El Estado liberal, como bien señaló Ortega, había alcanzado un grado de degeneración o desmoralización extremas y bastaba soplar un poco para que el tinglado se viniese abajo. En España, en los treinta, pasamos, en tiempo brevísimo, de las euforias republicanas al desorden radical, de ahí a una guerra civil, y de la guerra civil, a Franco. En Francia, la Tercera República llegó exhausta y rota a los apurones y compromisos de la Segunda Guerra Mundial. Alemania, después de unos años fascinantes pero políticamente inhábiles, alumbraría a un endriago, un charlatán y un asesino: Hitler.

Nunca hemos terminado de comprender qué son los partidos

Uno de los mejores análisis que se han hecho de la política, tal como fue practicada en la República de Weimar, es el que desarrolla Schumpeter en Capitalismo, socialismo y democracia. Schumpeter no fue solo un economista importante. Fue también un hombre que vivió la política desde dentro. De hecho, llegó a ocupar la cartera de Hacienda, en Austria, en 1919. Capitalismo, socialismo y democracia está escrito en un tono distante, casi reticente. En algún momento Schumpeter declara que su propósito es estudiar la democracia de partidos con la misma asepsia y ausencia de emociones que un químico aplicaría al examen de un quitamanchas. Y hace tres afirmaciones tremendas. Una, que el objetivo principal de un político es mantener o mejorar su posición dentro del partido al que pertenece. Dos, que los partidos se afanan, por encima de cualquier otra consideración, en ganar las elecciones. Tres, que el gobierno, o lo que ahora circula por ahí con el nombre de «gobernanza», es una consecuencia lateral, o una economía externa, de la lucha por el poder. Expresado de forma alternativa: los partidos eligen las políticas que más les convienen para permanecer en el machito, sean éstas favorables o no a los intereses generales. También: el político individual subordina el interés general a las tácticas de que ha menester para que otros políticos no lo saquen de la lona a puñetazos. La tesis schumpeteriana, leída en clave darwinista, sugiere que la «selección natural», en una democracia de partidos, opera a dos niveles, de los cuales uno es infinitamente más determinante que el otro. Nivel determinante: sobreviven los políticos que se las arreglan para manejarse en la política, bien porque son diestros en el arte de la intriga intrapartidaria, bien porque se dan buena mano para seducir al electorado. Segundo nivel: tendrán más probabilidades de salir adelante los políticos que, además de ser hábiles como políticos, resulten ser buenos gobernantes. Pero el segundo nivel es eso, un segundo nivel. Sobre el buen gobernante tenderá a prevalecer el que, aunque gobierne mal, usa la demagogia con astucia y madruga a sus rivales en el arte de mover los hilos por detrás de las bambalinas.

Schumpeter fue demasiado pesimista. Redactó su libro en plena guerra mundial, a la vez más o menos que Popper La sociedad abierta y sus enemigos, o Hayek Camino de servidumbre –los tres autores, por cierto, eran austriacos–. Popper y Hayek lanzan apasionadas defensas de la libertad en una coyuntura crítica; Schumpeter, como he señalado hace un instante, adopta un tono frío y casi cínico, un tono que evoca al de Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso. Tucídides fue un ateniense que relató un conflicto del que su patria había salido malparada y rota: de ahí que abrazase acaso la ataraxia como remedio o cura contra la desesperación. Es posible que a Schumpeter le haya sucedido otro tanto: tenía para sí que el orden liberal y capitalista, que era aquél al que se sentía cordialmente próximo, se hallaba doomed, condenado. Se equivocó, al menos si hemos de medir la duración de las cosas por lo que da de sí medio siglo largo. Esto dicho, recomiendo al lector con tiempo por delante que eche un vistazo a Capitalismo, socialismo y democracia. Experimentará una sensación rara de déjà-vu. Lo que cuenta Schumpeter le sonará familiar, como si estuviese leyendo, con las fechas traslocadas, los acontecimientos políticos del día. En más de un sentido el análisis schumpeteriano resulta aplicable a lo que ocurre ahora en España, Italia o Francia.

¿Cómo es posible que el régimen de partidos, cortoplacista, intrigante y falaz, haya prosperado durante la segunda mitad del siglo XX? Existen algunas razones obvias. La más obvia, es que, en Occidente, fueron las democracias las que terminaron ganando la guerra (en esencia, fueron los Estados Unidos los que al cabo ganaron la guerra). Una segunda razón, es que la guerra fría disciplinó de alguna manera a la política. Esto es especialmente claro en el caso de Italia y Alemania. Más a más: la guerra espantosa templó a la población, esto es, infundió en ella un sentido de la medida y un estoicismo que durarían por lo menos veinticinco años. Otra razón muy importante es que el Estado Benefactor, una vez despejadas las ruinas que sepultaban a Europa, empezó funcionando bastante bien. Había cosas evidentes que hacer y tanto la pirámide poblacional, con pocos viejos y muchos jóvenes, como tasas de crecimiento muy altas a lo largo de los cincuenta y los sesenta, hicieron sostenible la expansión del gasto social. La existencia de tareas objetivamente improrrogables impulsó hacia arriba la política e impidió que la oferta pública se pervirtiera o descendiese a cuestiones que no son de su incumbencia. Aparte de esto, lo repito, a Schumpeter se le fue la mano. Los partidos no son solo partidas, sino, en proporciones variables, aparatos animados por instintos o fines virtuosos. Por desgracia, la proporción se ha alterado, a peor, durante los últimos años, y las encuestas reflejan una deslegitimación creciente de la política entre los ciudadanos. Antes de seguir adelante, permítanme que haga un balance de mi breve incursión por los partidos y su misterio intrínseco:

1) No sabemos qué son los partidos. O mejor, lo sabemos en la práctica, aunque no en teoría. En teoría, los partidos representan el interés general. Pero esto no es verdad, o no lo es necesariamente, o, cuando lo es, lo es solo en medida muy atenuada.

2) Los partidos han entrado en crisis. Desde luego, no es la primera vez que esto ocurre, ni será tampoco la última –a menos que desaparezcan y no quede sujeto susceptible de entrar en crisis o salir de ella–.

3) Los partidos son lo menos malo que le ha ocurrido a la política desde que se ha establecido la democracia. Esto no lo he dicho antes, pero lo digo ahora. Hitler, Mussolini (hablo solo del Occidente europeo), fueron mucho más peligrosos para la civilización que los partidos extenuados a los que lograron exterminar. Los ineptos partidos republicanos españoles estaban más cerca de la civilización, que los fascistas o los comunistas. Es incluso probable que la democracia de partidos (extremo secundario con relación al anterior) sea más eficiente, en la longue durée, que los regímenes totalitarios que el continente abrazó entre 1920 y los años treinta. Los éxitos económicos de Hitler son impensables fuera de una economía de guerra. Es igualmente inimaginable que el capitalismo, tan poco activo por otro lado contra Hitler, hubiese sobrevivido largamente a un triunfo prolongado de éste. And so on.

Las crisis históricas son fenómenos muy complejos, y solo los simples se atreven a indagar, detrás de esta complejidad, procesos lineales, con sus causas e inevitables efectos. Esto dicho, hay aspectos que, en lo referente a los partidos, llaman poderosamente la atención. Aunque no causa única, sí ha sido un factor considerable en la decadencia de la democracia el modo como ha ido ganando tamaño y presencia el Estado de Bienestar. Nada impide, cierto, que adquiera hechuras elefantiásicas el gasto público bajo una dictadura. Y, viceversa, nada fuerza, en un sistema de partidos, a gastar sin tasa. El Estado liberal se sostenía sobre los partidos, y era poco dispendioso. Pero en el caso europeo, han entrado en interferencia constructiva –tomo la expresión de los físicos– dos procesos profundos:

1) Los partidos han seguido disputándose el poder por todos los medios a su alcance, en la línea descrita por Schumpeter.

2) Las políticas socialdemócratas, ejercidas no solo por las izquierdas, sino también por las derechas, han inflado los presupuestos y favorecido que los partidos penetrasen íntegramente el tejido social. Afirmar que el Estado ha crecido a costa del individuo, no es lo bastante preciso. Los que han crecido a costa del individuo son los partidos, cuyo nutriente es el dinero recaudado a través de los impuestos o la deuda pública. Lo que ha ganado tamaño, en fin, es la partitocracia, término antipático por cuanto no se les caía de los labios a los fascistas y sus predecesores inmediatos. Pero sí, ha adquirido proporciones alarmantes, se ha desmesurado, la partitocracia.

¿Han tenido los partidos que reducir a los individuos tras librar con éstos una batalla feroz? ¡Quiá, en absoluto! Quitando a una minoría, muy menguada de añadidura, los votantes han apoyado el gasto bajo el efecto de un espejismo: el de que los servicios al alza no los pagaban ellos, sino otros. El cómputo extraño, o el no-cómputo, ha obedecido a varias causas. En el caso de los contribuyentes cuyos ingresos están por debajo de la media, ha operado la idea, no irracional, de que los fondos provenían del vecino más pudiente. En las clases medias, se han hecho las cuentas estableciendo una solución de continuidad entre los flujos de entrada, y los de salida: esto que me ponen a huevo, lo tengo ya y a ver quién es el guapo que viene a quitármelo. En cuanto al cómo se paga… ¡qué pereza pensarlo! Esta pereza ha favorecido, obviamente, el aumento de la deuda pública, con sus altas y bajas, de acuerdo, pero con tendencia media a subir. De hecho, es grande la tentación de trasladar los costes a un tercero tan pronto como éste no resulta aprehensible de modo tangible, inmediato. En lo referente a la deuda, ello a incluye a los que no han nacido todavía o bien son jóvenes y de aquí a que cobren o no las pensiones… échele usted un galgo. Así que se abusa, sin grandes cargos de conciencia. Cuando suene la trompeta, y resucitemos en el valle de Josafat, a lo mejor viene alguien y nos lee la cartilla. Pero esto es teológico, conjetural, y ni siquiera está avalado por la Iglesia, propensa a refugiarse en el lema evangélico de que, llegado el momento, Dios proveerá.

La explotación de unos por otros a través de la redistribución competitiva degrada a la democracia

Lo dicho, en lo que toca a la demanda. En lo que hace a la oferta, nos encontramos con que la mayor parte de los políticos no se estira más allá del corto plazo. Si fueran cineastas, rodarían películas formadas solo por primeros planos. ¿Cómo arriesgar una cita electoral inminente por escrúpulos inspirados en sucesos distantes? ¡Eso sería un disparate! ¡Eso se les ocurre nada más que a los profesores de Economía y a los orates! La competencia política induce a extender las redes clientelares del partido y a no quedarse atrás ofreciendo menos que el rival. La resulta es una propensión crónica al sobregasto: aumenta el último a la par que el número de políticos en ejercicio, quienes, estén o no en la nómina del partido, cuestan dinero, menos por el que se embolsan bajo cuerda, que por el hecho de que los cargos generan funciones, y las funciones, actividad, actividad que no queda más remedio que financiar de alguna manera. En resumen, todos sobornan a todos, los votantes a los políticos, y éstos a aquéllos. La gente que protesta y pone como digan dueñas a los políticos, ha sido parte activa en la conversión de los últimos en lo que son. Añado un párrafo más a los dos anteriores:

3) A partir de cierto momento, en un régimen de partidos de coloración socialdemócrata, la política asume la figura de una subasta. Lo que se subasta, es el poder. Las posturas se hacen con dinero que nadie se ocupa en averiguar de dónde viene. Y los beneficiarios son dos: de un lado los pujadores triunfantes, esto es, los políticos que ganan el poder, y del otro los ciudadanos que devuelven votos por prestaciones, necesarias a veces, y a veces absurdas o supererogatorias. El feedback recíproco entre políticos y votantes propulsa al sistema hacia la desorbitación. El riesgo que ésta entraña, o los costes no cuantificados que entre tanto se van verificando, nos alertan sobre el carácter fantasmagórico del beneficio habido. Ni es bueno para el político y el ciudadano que el sistema se deteriore, ni el votante obtiene o ha obtenido lo que cree. En efecto, es probable que el votante, en promedio, hubiese obtenido más si le hubieran dado menos cosas… a cambio de extraerle menos recursos. El daño mayor, con todo, es intangible e incuantificable. La explotación de unos por otros a través de la redistribución competitiva degrada a los ciudadanos y aleja a la democracia de los estándares morales en que ha de sustentarse el autogobierno.

¿Conclusión? Estamos utilizando mal la herramienta de los partidos, estamos utilizando mal el Estado Benefactor y, sobre todo, estamos utilizando mal lo que resulta de acoplar la primera herramienta en la segunda. Se trata de un caso claro de trascategorización, la cual, como sabe el lector, consiste en la aplicación de categorías que fueron útiles en su tiempo, pero que la caducidad de las situaciones obliga, no a descartar, pero sí a recomponer y enmendar. Hacia 1960, no se había desterrado del todo el analfabetismo en los países del sur de Europa, y seguía habiendo niños, por allí y no solo por allí, a los que no se corregía la bizquera o que presentaban signos de desnutrición. El sueño socialista conservaba su fulgor, y muchos políticos, y muchos ciudadanos, se pintaban el futuro prolongando idealmente la curva con gradiente positivo que la acción pública venía dibujando desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Lo que vale para la izquierda, vale para las democracias cristianas, quitando lo del sueño y lo del fulgor. Ahora hemos entrado en otra fase, de pronóstico incierto y, sobre el papel, no muy tranquilizador. No advertirlo o refugiarse, como Tony Judt a lo último de su vida, en la nostalgia y reivindicación de los buenos tiempos pasados, no sirve para nada. También el rey Canuto conminó al mar para que se retrajera de la costa. Y el mar no se dio por aludido.

Tampoco sabemos en qué consisten los museos

Mi tercera irrupción en el trastiempo –no se alarme el lector: ésta es la última– reviste índole cultural: nos lleva al museo de arte (en la acepción actual), una institución cuyo nacimiento se remonta a los tiempos de la Convención. Quiero decir, la francesa, la que se hace cargo de las cosas tras ser derribada la monarquía de los Capetos. Con los museos ocurre lo mismo que con los partidos políticos: nunca hemos acertado a saber en qué consisten propiamente. El museo se funda con el propósito de albergar los tesoros artísticos del pasado… justo en un momento en que los revolucionarios han creído abolir la Historia. Por ejemplo: en 1793 se decreta la entrada en vigor del calendario republicano, el cual desplaza al tradicional o gregoriano. Se redenominan los meses y se cambió el año cero: éste no será ya el del nacimiento de Cristo sino el 22 de septiembre de 1792, año de la proclamación de la República. Se planteó una cuestión: ¿cómo contar el tiempo pretérito, entiéndase, el anterior al advenimiento de la República? Después de una serie de debates, se decidió no extender el cómputo hacia atrás. Fabre d’Églantine, quien se había inspirado en el calendario agrícola para rebautizar los meses, cerró la discusión con una frase elocuente: «No podemos contar los años en que los reyes nos oprimían como un tiempo en el que hemos vivido».

Así las cosas, ¿por qué demonios levantar un recinto consagrado a la celebración de logros artísticos que en realidad no cabía considerar logros, puesto que el mundo comme il faut acababa de empezar? ¿Qué sentido albergaba la conservación de la pintura religiosa o de corte cuando todo lo pretérito, con la excepción de la Roma de los quirites o de la Grecia clásica, había sido degradado a la condición de bárbaro –o «gótico», como preferían decir los revolucionarios en sus panfletos–? El único asidero, desde el punto de vista ideológico, venía dado por la noción de que el pasado puede abrigar, quizá, un valor edificante, aunque solo sea como muestra o advertencia de lo que no conviene repetir. Pensemos en un jardín botánico: el cardo es infinitamente menos hermoso que la rosa, pero no está de más ilustrar a las buenas gentes dejándolo crecer junto a una ficha en que se explica que pertenece a la familia de las Asteraceae y al género Silybum. Recomiendo al lector que se asome al balance que Fernando Checa hace de esos años transicionales en un artículo comprendido en el archivo de la revista y que hemos reactualizado en este mes de enero («Crítica y final de una idea del museo»). En 1793, con el Louvre aún por abrir (se cortaría la cinta en el mes de agosto de ese mismo año), se produce una polémica interesante entre Jean-Baptiste-Pierre Le Brun, coleccionista y marchante, y Jean-Marie Roland, marido de la célebre Mme Roland y ministro del Interior. Roland había asistido impotente, desde su recién ocupada cartera, a las masacres de septiembre del 92. Los hechos se precipitaban en esa Francia inaugural, y antes de que se cerrase el 93, Roland, caído en desgracia, se suicidaría por el procedimiento más usual entre los mártires girondinos de la época: traspasarse el cuerpo con un objeto punzante. Pero esto es una digresión. El caso es que Roland y Le Brun no estaban de acuerdo sobre cómo organizar el Louvre.

Roland era partidario de que alojara solo estatuas y cuadros de mucho mérito. Le Brun recomendaba la ordenación de las obras en orden cronológico, sin excluir aquéllas correspondientes a las etapas de «decadencia». En la posición de Le Brun pesaron, sin duda, motivaciones de índole económica. A la vez, el concepto de museo como un muestrario de cosas diversas y en ocasiones monstruosas, no era del todo incompatible con el didactismo revolucionario. Desde su origen mismo, por tanto, el museo obedeció simultáneamente a dos proyectos distintos, y, en puridad, desavenidos. Pretendía –uno–constituir un resumen del genio humano en sus instantes plásticamente más felices; pero sin renunciar –dos– a que en él se reflejara lo que había producido la historia del arte, así en los momentos buenos, como malos. El museo quería ser un joyero colmo de perlas y piedras preciosas, y también un árbol de Linneo. O expresado lo mismo en un lenguaje anacrónico, por contemporáneo: en la idea del museo se combinaron la estética… y la sociología histórica.

Nos aturde ver las obras de arte extraídas de su contexto y puestas una al lado de la otra

Se cuenta que Saint-Juste había forrado las paredes su despacho con una tela negra, sobre la que destacaban, en blanco funéreo, los bustos de Catón, Marco Bruto y demás héroes de la mitología republicana. Esta obsesión con lo romano, que en realidad se remonta al reinado de Luis XVI –en el que ya recogió sus primeros laureles David, luego maestro de ceremonias de Robespierre y finalmente retratista de Napoleón– duró lo que duró, esto es, no mucho más que los fervores revolucionarios. Conforme se complicaba el gusto, se enriquecieron las colecciones. El apetito pantagruélico del Louvre dio buena cuenta de todo el arte conocido. A los fondos reales se añadirían: el botín de guerra cosechado por Napoleón en sus campañas europeas –y no devuelto después en su integridad–, los objetos traídos de Egipto durante el Directorio o adquisiciones de pintura no antigua –pongo caso, La balsa de la Medusa, de Géricault–. El resultado fue un gigantesco bric-à-brac, cuya desmesura absurda no se podía mitigar distribuyendo los cachivaches por salas o desplegándolos según periodos. El Manifiesto Futurista de 1909 fustiga con gracia la hinchazón fabulosa del museo: «Museos: ¡cementerios!… Idénticos en la siniestra promiscuidad de cuerpos que mutuamente se desconocen. […] Museos: ¡absurda carnicería de pintores y escultores que se acuchillan con ferocidad a golpe de líneas y de colores, a lo largo de las disputadas paredes!» Marinetti y su muchachada futurista eran revolucionarios: anhelaban liquidar el museo –además del claro de luna y las instituciones parlamentarias–. Catorce años después Paul Valéry, un señor muy estirado y en absoluto rompedor fuera de lo que es el oficio de poeta, repetiría las especies marinettianas desde una perspectiva con la que podrían identificarse muchos amateurs corrientes y molientes. Reproduzco aquí unas líneas de un artículo que publicó Le Gaulois, y que Fernando Checa trae también a colación en su ensayo:

No me gustan demasiado los museos […]. Las ideas de clasificación, de conservación y de utilidad pública, todas ellas precisas y claras, tienen poco que ver con el placer.

Al primer paso que doy en dirección de todas esas bellezas, una mano me arrebata el bastón, un letrero me prohíbe fumar.

Pasmado ya por el gesto autoritario y un sentimiento de íntima violencia, penetro en una sala de escultura donde reina una fría confusión. Se ve un busto deslumbrante entre las piernas de un atleta de bronce. La calma y la furia, las ridiculeces, las sonrisas, las contracturas, los equilibrios improbables me fatigan lo indecible. Me rodea una multitud de criaturas congeladas, en la que cada una reclama, sin conseguirlo, la inexistencia de todas las demás. Por no hablar del caos generado por todos estos bultos sin medida común, de esta mezcla inexplicable de enanos y gigantes […].

En efecto, ver las obras de arte, extraídas de su contexto original y superpuestas unas a otras, nos aturde, casi tanto como si por la oreja izquierda nos entrara una sonata de Beethoven, y por la derecha una fuga de Bach. Se precisa mucha, mucha práctica, para no salir turulato de un museo. Pese a todo, el Louvre, al igual que los restantes grandes museos europeos o americanos, sigue recibiendo un flujo ingente de visitantes. Esto exige una explicación. Propongo dos, de muy distinto género. La primera reviste índole sociocultural. La inmensa mayoría de la gente traspone las puertas el museo movida por el sentimiento del deber, o, lo que es lo mismo, porque siempre resulta reconfortante haber hecho una más de las cosas que se supone que hay que hacer en esta vida. A ello se suma un consumismo difuso, la pasión bulímica de quien engulle trofeos culturales con el denuedo que el monstruo zampagalletas pone en tragar galletas: primero el Louvre –va una–, después el museo d’Orsay –van dos–, y por fin cualquier cosa que exhiba el rótulo de «museo» o «galería de arte», y esté a tiro.

El formalismo domina el arte moderno desde los impresionistas a Rothko

La segunda explicación nos remite al núcleo duro, y muy pequeño, de los que van al museo regularmente y con el propósito único de ver pintura –núcleo que apenas ha crecido con el tiempo: véase de nuevo el ensayo de Fernando Checa–. Existe una manera de sistematizar las sensaciones que recibimos al enfrentarnos con obras de arte muy diversas por su intención o mensaje. Consiste en percibirlas como objetos, a saber, como presencias que nos afectan solo a través de la forma. La tendencia a reparar sobre todo en la forma, es tan vieja probablemente como el propio coleccionismo artístico. Pero adquirió una fuerza y pertinencia peculiares en el lapso que se abre entre finales del XIX, y el momento en que adquiere su hechura clásica el MoMA de Nueva York. Lo que alimentó la aproximación formalista fue la propia dinámica del arte moderno, entendiendo por tal el que elaboran los impresionistas tardíos y los postimpresionistas, redondean los cubistas, y llevan a sus consecuencias últimas –y a un cul-de-sac– pintores como Mondrian, Pollock, o Rothko. Esa dinámica apuntaba, teleológicamente, a una simplificación de los contenidos pictóricos. El Mondrian neoplasticista, de hecho, constituye una depuración del Mondrian cubista, y el cubismo, hasta cierto punto, una depuración de Cézanne. Fijar los ojos en un Cézanne, y luego en un lienzo cubista, y a continuación en un Mondrian, equivale a interponer una serie de filtros, filtros cuya suma deja pasar una sola cosa: la forma, según va esquematizándose y haciéndose poco a poco más plana. El que ha aprendido a viajar desde Cézanne a Mondrian, se halla igualmente en grado de averiguar el pasillo que comunica al Monet maduro, con el estilo casi abstracto de Kandinsky. O sabrá encontrar, en el primer De Chirico, los encantos del arte primitivo italiano. Observar el parentesco entre el último y el aduanero Rousseau, resulta todavía más sencillo. En el campo de la teoría pura, el gran teorizador del formalismo fue Wölfflin, un hombre, por cierto, de gustos conservadores. Estamos hablando, no obstante, de ideas, no de gustos. Wölfflin reconstruyó la historia del arte europeo como una sucesión –y alternación– de categorías que se referían al carácter cerrado o abierto de las siluetas, a la relación entre el primer y el segundo plano, a la subordinación de las partes al todo, y así sucesivamente. El sistema es maniático y reduccionista, pero depara una coartada para separar los cuadros o piezas escultóricas de su tema o asunto y realojarlos en un espacio virtual donde ya no es absurdo emparentar una escena burguesa con una representación sacra, o emparejar un edificio con una escultura o un cuadro. Autorizado por los lugares comunes de la época –hegelianismo, el kantismo de finales del XIX, la apelación a la empatía de la Einfühlungstheorie–, Wölfflin postuló que cada momento histórico, y la mentalidad concomitante, pueden expresarse o transfundirse en la forma y el estilo. El movimiento de éstos reproduce por tanto el movimiento del Zeitgeist, el cual se nos revela plásticamente según leyes determinables y más bien sencillas. La doctrina wölffliniana es susceptible de una simplificación ulterior, no imputable en rigor al finísimo crítico que fue Wölfflin: tocar las formas sería como tocar el espíritu, o, mejor, tocar las formas sería como tocar la oquedad que un cuerpo origina en una superficie blanda; partiendo de las concavidades de la oquedad, es posible reproducir las convexidades del cuerpo. La resulta es que el espectador, al recorrer el museo, no asiste solo a un concierto de episodios formales. Percibe, a la vez, un concierto de emociones. Por eso, precisamente por eso, el museo es un depósito de cultura, y no solo de objetos materiales peor o mejor construidos.

Para el espectador avisado, hacia 1955, las cosas discurrían, hubiera leído o no Wölfflin, según yo las he referido aquí. Por arriba, el amante del arte se las arreglaba para conciliar los rigores históricos y didácticos con la fruición estética. Por abajo, la tropa diligente y entusiasta atestiguaba su respeto y su adhesión a la historia y la cultura aburriéndose un rato en las salas variopintas. Continuaba vigente, en fin, el doble carácter del museo, tal como éste había sido concebido desde el principio. El Louvre en París, la National Gallery en Londres, el Prado en España, los Uffizi en Florencia, el MET en Nueva York, conciliaban la severidad con la opulencia, la instrucción con el lujo. Se ha afirmado, y no sin fundamento, que el museo moderno es a la democracia, lo que la catedral gótica a la sociedad medieval. Mientras se ofrecían las especies, los muros de la iglesia se irisaban con los rojos, los oros, los añiles y los verdes de los vitrales traspasados por el sol. La iglesia gótica fue el cristianismo envuelto en tela de lamé. El museo es pedagogía ilustrada: sobre sus paredes hacen sombras javanesas, y explican el pasado, César y el rey Leónidas, Judit y la hemorroísa del Evangelio, Epaminondas, la bella Helena, y toda la fauna de la mitología y el santoral.

Mirarle a los ojos a la Mona Lisa es más difícil que abatir un pato salvaje usando un tiragomas

Dos fenómenos recientes han alterado radicalmente la lógica recibida del museo. Uno deriva de la economía, o para ser exactos, de la industria, o precisando aún más, de la industria turística. Todo el que haya querido preparar un viaje a París en los ochenta o primera mitad de los noventa, cuando Internet no había expulsado aún del negocio a las agencias de turismo, ha padecido la misma experiencia. El tipo que atendía al otro lado del mostrador daba por descontado que el destino del posible cliente era Eurodisney. De allí cabía descolgarse por el Louvre, capítulo menor dentro de un programa cuyo punto fuerte eran Mickey Mouse y las montañas rusas de formato gigante. Esto era nuevo. Lo de menos, es que se subordinara el Louvre a un parque temático célebre por su parentesco con el de Orlando en Florida. Lo decisivo, es que se confundían los géneros. La confusión de géneros es mucho más insidiosa que el vandalismo. Cuando un ejército enemigo pone fuego a la estatua al soldado desconocido, no se verifica más que un acto de guerra. Cuando el ciudadano normal vacila entre rendir homenaje al soldado desconocido, o acudir a la feria para contemplar una ternera de dos cabezas, es lícito sospechar que se ha dejado de saber lo que significan los símbolos patrios. El empate, a la baja, entre Eurodisney y el Louvre, revelaba ya que el mercado había subvertido desde dentro el sistema de ideas que antes anidaban en el visitante medio de un museo. O, quizá, al revés: por haberse debilitado las ideas, el mercado averiguaba oportunidades que antes habrían resultado impensables. Además de cambiar la actitud de los visitantes, varió su número. A mediados de los sesenta, viajé a París con mi madre –en tren–, y pude estar delante de la Mona Lisa todo el tiempo que se me antojó. A principios de los ochenta, no se podía coger la visual de la Mona Lisa durante un periodo superior a los cinco segundos. Mirarle a los ojos a la Mona Lisa era más difícil que abatir un pato salvaje usando un tiragomas. Desde entonces, no he intentado presentarle mis respetos a la dama sonriente y enigmática. Me restrinjo a visitar las salas de arte francés del XIX, cuya fama no ha trascendido todavía a la aldea global.

Los directores de los museos han contribuido a aumentar considerablemente la confusión. Aquí opera, de nuevo, un factor económico. El mantenimiento de los museos es cada vez más caro, en buena medida, porque se han hecho más exigentes y costosas las técnicas de protección y conservación de las obras. En consecuencia, el museo, incluso el museo público, necesita incrementar la recaudación, bien montando exposiciones efímeras que no guardan relación con la colección permanente, bien inventando números circenses, bien intercambiando, durante unos meses, algunos cuadros famosos con cuadros famosos de otros museos. El aficionado que entra en el templo para contemplar por enésima vez un gran Ticiano o un gran Velázquez, corre el riesgo serio de encontrarse con un lienzo limpio de pared y un cartel que le advierte de que se ha desplazado en vano. Todo esto resulta profundamente disuasorio para el amante del arte. Lo que hay debajo, sin embargo, es más grave que lo que se aprecia en la superficie. Cabría resignarse a la desvirtuación del museo clásico, si la causa principal residiera en las apreturas económicas. Cuando flojea el numerario, se come pan de borona en vez de pan blanco, y aquí paz, y después gloria. Hay motivos, sin embargo, para sospechar que las propias autoridades museales se han aculturado, esto es, que no se sienten a gusto desempeñando su papel antañón. Si a la pregunta «¿Para qué sirve el museo?» se contestaba antes con la ambigüedad que he ido explicando más arriba, lo que pasa ahora… es que no hay respuesta. «Para que vaya mucha gente» no es una respuesta, o, por lo menos, es una respuesta que solo resulta pertinente si se equipara al museo con un programa televisivo en una franja horaria de audiencia máxima. Que es deseable que mucha gente visite el museo, porque el museo enaltece el espíritu, aclara un poco más las cosas. Se entiende que nuestra democracia, además de universalizar la atención sanitaria, debe hacer lo que esté en su mano por agenciar al personal medicinas que son buenas para el alma, y no únicamente para el cuerpo. El precio de la entrada sería el plus que hay que pagar por la oportunidad de dar pasto a nuestras necesidades superiores. Por desgracia, esta reflexión no tiene mucho que ver con lo que en realidad está ocurriendo. El director que se dedica a maximizar el tráfico, se dedica, sobre todo, a eso, a maximizar el tráfico. En ocasiones, no es tan siquiera historiador de arte, o, si lo es, lo es por los pelos, o ha olvidado lo que aprendió cuando estudiaba arte. Lo que es, es un manager: un experto en engordar los flujos de entrada. La conversión del director en manager, es coherente con otras novedades sobrevenidas al madurar la democracia. El talante imperante en Europa cuando el régimen liberal empezaba a mudarse en democrático, estaba informado aún por un sentimiento de la jerarquía, una jerarquía definida, no por la subordinación personal o el privilegio, sino por la idea de que ciertos valores máximos y al alcance de pocos, debían hacerse asequibles a todo el mundo. Con la democracia madura, parece haberse impuesto lo que es más parecido a la democracia directa… en un régimen de libertad: a saber, el sufragio del mercado. Puesto que el consumidor decide, la exautoridad cultural asume las funciones del que tiene por oficio satisfacer al consumidor. Aparece, esto es, el manager. Simultáneamente, la fortaleza del museo continúa residiendo en el aura residualmente sagrada que aún retiene la institución. Es como si el museo se valiera de su aura para perseguir los objetivos en que se afanan los grandes almacenes cuando preparan la promoción de primavera/verano. Lo único que está claro es que ha entrado en crisis el museo antiguo, por no hablar del museo de arte contemporáneo, cuyos regidores han alumbrado una figura verdaderamente extraordinaria: la del museo vacío. Se ha teorizado mucho, durante los últimos quince años, sobre el museo vacío. Acaso sea más eficaz, con todo, un experimento práctico. Muchísima gente sabe que en Bilbao existe el Museo Guggenheim. Un porcentaje estimable de los que saben que un museo Guggenheim existe en Bilbao, conoce igualmente que aquél ha contribuido a revitalizar urbanísticamente la ciudad, y es común, por tanto, la opinión de que el Museo Guggenheim es de lo mejor que de un tiempo a esta parte ha tenido lugar en el mundo de la cultura. Ahora bien, ¿qué porcentaje de españoles, incluidos lo bilbaínos, podría enhebrar tres palabras seguidas sobre lo que dentro del museo se expone? El porcentaje es mínimo. Podría afirmarse que es evanescente. Desde luego, muy inferior al de los que han oído decir que en el museo se come opíparamente.

El director de museo se ha convertido en un manager: un experto en engordar los flujos de entrada

¿Hemos terminado? No. Esta «Carta» se ha extendido más de la cuenta, y seré breve. Pero me queda por mencionar otra anomalía, pepla o desarreglo que afecta al museo. El desajuste no proviene ahora de la economía, o mejor, de la economía cum democracia, sino de las entrañas mismas del arte. En 1914, cuando el cubismo estaba en su momento más dulce, Duchamp intentó exponer en la Armory Show una taza de orinal. Se trataba de una taza de orinal corriente, de las hechas en serie. La pieza fue rechazada. Duchamp era un tipo interesante, y no muy trabajador. Empezó siendo pintor más o menos cubista, pero ni la pintura de caballete, ni ninguna otra cosa, con excepción del ajedrez, le atraía de veras, y se retiró del oficio antes de dominarlo por entero. Anduvo trampeando una buena partida de años –se casó con una mujer rica, gorda y fea, de la que se divorció al poco; asesoró a Peggy Guggenheim; sedujo a algunos coleccionistas–, hasta que, hacia los sesenta, consiguió el reconocimiento y una gloria repentina. Murió en 1968, dos años después que Breton. Visto a trasmano y con la perspectiva suficiente, Duchamp se perfila como un émulo tardío del malditismo francés. Era esquivo, extravagante y, en cierto modo, un dandy. Trató mucho a los surrealistas, con los que compartió donaires y posturas. Pero, en el fondo, no tenía mucho que ver con ellos. Los surrealistas fueron, ante todo, poetas que aspiraban a crear un idioma perfecto surgido en derechura de los hondones del espíritu. En esto de la perfección –una perfección teóricamente opuesta a perfección del estilo acabado–, entroncan con los simbolistas. La filogenia de Duchamp es distinta: la hostilidad genuina a toda forma de expresión organizada emparenta a Duchamp, más que nada, con los dadá y los futuristas, debilitados a posteriori por su conexión con el fascismo pero que anticipan, en mucha mayor medida que las vanguardias subsiguientes, el ethos artístico contemporáneo. Probablemente, no habríamos oído hablar mucho de Duchamp –un francotirador por los años veinte y treinta, y una presencia casi desvanecida durante las décadas subsiguientes– si el pop norteamericano no hubiese recuperado ciertos motivos duchampianos. En puridad, no hay nada más opuesto a Duchamp que Warhol, el héroe pop por antonomasia. Warhol, un pompier irredimible desde el punto de vista técnico, adoraba la democracia en su versión más multitudinaria y consumista. En este sentido, representa la quintaesencia del conformismo social. A la vez, rechazó el concepto de oficio, de la pieza única, de la tradición, y de la relevancia de la cultura. Este sistema de aversiones comunica al pop con Duchamp. El pop triunfó, y triunfó Duchamp, y ambos fueron entronizados en el museo. El museo absorbió a quienes lo negaban. En cierta medida, el museo pudo con Duchamp y el pop. En cierta medida, igualmente, Duchamp y el pop liquidaron el museo. He dicho antes que, hasta mediados del siglo pasado, se sabía cómo atravesar con la mirada –y la mente– un cúmulo de objetos extraordinariamente dispares. La herramienta desencriptadora era un ojo informado por una concepción del arte de inspiración formalista. Ahora, esta coartada es imposible. No se puede dotar de sentido a una cosa o quisicosa que abraza a Piero della Francesca y a Cézanne, y, además, a Warhol. El intento es insensato, desesperado, salvo que se suprima el lado estético del museo y se reinterprete éste desde premisas escuetamente sociológicas: aquí un señor que se ejercitaba hasta la extenuación procurando pintar bien, y aquí otro que apila cajas de cartón o expone fotografías retocadas de Marilyn Monroe. Alternativamente: aquí una época en que existía el arte, y aquí otra que lo impugna, y las dos empatadas dentro del recinto museal. ¿En qué se convierte un museo que, siendo predominantemente de arte, también lo es de anti-arte? Pues en una suerte de museo de ciencia natural, un ámbito donde, en lugar de bichos, se muestran artefactos deliberadamente construidos por el hombre… con propósitos no siempre discernibles. Repárese en el itinerario curioso que ha descrito el museo desde su momento fundacional a finales del XVIII. Le Brun defendía un museo cronológico en el que incluso estuviese expuesto el arte en sus fases de decadencia. Esto equivale a representarse el museo como un muestrario. Un muestrario, ¡cuidado!, de arte, y de los movimientos del espíritu que lo han generado. El museo actual, el que arranca del arte antiguo y llega hasta el contemporáneo, es también un muestrario, pero ya no es, no puede ser, un muestrario de arte. Es un muestrario de no se adivina qué. Es algo cuyo denominador común solo puede enunciarse en términos antropológicos, o como he dicho antes, sociológicos. A la vez, resultaría inhacedero atraer visitantes a esto que no se comprende qué es, si al museo de arte se le quitara la palabra «arte». Se trata de un caso perfecto de trastiempo. Conceptuamos el ente o ex-ente «museo» invocando categorías que el objeto concebido recusa. Quizá me haya pasado de la raya hablando sobre los museos. Estos transmiten con todo una noticia tan ejemplar, tan acabada, del caos imperante, que no he resistido la tentación de remansarme en el asunto un rato largo.

El pop triunfó, y triunfó Duchamp, y ambos fueron entronizados en el museo. El museo absorbió a quienes lo negaban

Queda por ver cuál es el espesor, la profundidad relativa, de nuestro trastiempo. Trastiempos los ha habido siempre, ya que las cosas son más ágiles que las ideas y tienen por costumbre dejar a éstas fuera de juego. Los hombres se suelen dividir en dos especies: la teatral, y la impávida. Los hombres teatrales interpretan el cambio inevitable, y en ocasiones menor, como un fin de los tiempos. Los impávidos rechazan los aspavientos de los primeros con el argumento de que siempre se ha afirmado, poniendo los ojos en blanco, que esto es el acabóse. La estadística da la razón a los impávidos. La impavidez sistemática, sin embargo, es estúpida. Hay instantes de inflexión histórica. No fue una pamema la decrepitud de Roma. No fue una pamema la Reforma. Ni el derribo del Antiguo Régimen, o la cristalización del socialismo revolucionario en la fórmula soviética. Desde luego, nos asiste la más absoluta obscuridad sobre la forma que habrán adoptado nuestras sociedades de aquí a treinta años. A lo mejor, no sucede nada dramático: el sistema de partidos se regenera, el Estado Benefactor se adapta, la cultura (degradada ahora a una casilla de que la Administración ha menester para justificar la partida de gastos sobre la cual figura eso, el rótulo «cultura») recupera el aliento o desaparece para dar lugar a una vivencia social nueva y más convincente. Pero es también posible que hayamos empezado a asistir a mudanzas que sí son dramáticas. No sabemos. Como no sabemos, nos conformamos con sentir, que es una manera de saber, o de querer saber, todavía confusa y como en esbozo. Hay una cosa, no obstante, que sí cabe afirmar con contundencia. A lo largo de la historia moderna, nunca se ha mostrado Occidente tan incapaz de proponer modelos, más aún, de alimentar ensoñaciones, alternativos a los vigentes. Para comprobarlo, basta echar la vista atrás. Conforme iba de vencida el siglo de las luces, se teorizaron fantasmagorías republicanas, democráticas o igualitarias. Entre las ilusiones literarias de Rousseau o Mably, y lo que más tarde concluiría por suceder, existe una distancia enorme. Pero había un guión, unos renglones ideales a lo largo de los cuales alinear las notas de una melodía, por especulativa que fuese. Es lícito decir lo mismo a propósito de las utopías socialistas del XIX. Ahora el futuro es un abismo: el que se asoma al borde, no distingue nada. Esta nesciencia sin precedentes autoriza dos lecturas contradictorias. Uno: dado que no acertamos a representarnos nada distinto, a lo mejor no ocurre nada que sea distinto. Dos: dado que no conseguimos representarnos nada distinto, quizá termine por suceder cualquier cosa, acaso inaudita. Es la lección que cabe extraer de la Europa de los años veinte y treinta. El pensamiento fascista es aburrido, retórico, reiterativo, inflado y vagaroso. Su indefinición llega al punto de que los historiadores no aciertan a ponerse todavía de acuerdo sobre aquello en que realmente creía Mussolini. Como confió Hitler a uno de sus colaboradores en enero de 1942: «El Duce mismo me ha dicho que en el momento en que inició su lucha contra el bolchevismo, no sabía exactamente dónde quería ir». No, no lo sabía. No lo habían sabido los futuristas. No lo había sabido D’Annunzio. Y aun así, cambiaron el mundo.

Es verdad que a todas estas figuras asistía un conato violento, un afán difuso de hacer –o deshacer–, y que no se aprecia nada semejante en los tiempos corrientes. No sería inteligente, con todo, sacar de aquí demasiadas conclusiones. Al revés que D’Annunzio, toda una celebridad, ni los futuristas en 1909, ni Mussolini diez años más tarde, pintaban nada en el escenario público. Fue el derrumbe casi espontáneo del orden heredado –recuerden el diagnóstico de Ortega– lo que terminaría elevando a Mussolini –y luego a Hitler– al poder. En el caso de Italia, un observador estándar habría hecho, al final de la Belle Époque, un diagnóstico optimista: la economía crece, disminuye el analfabetismo, y se van muriendo menos personas en las zonas palúdicas del litoral. ¿La política? Pues una merienda de negros, como siempre. En 1925, Italia era otro país, y en 1938, ni les cuento. La languidez de las instituciones se había sustanciado en realidades horrendas. Es deber del observador prudente afinar la mirada y no lanzarse a voltear las campanas, ni para tocar a fuego, ni para echarlas al vuelo. La premura inspira titulares de prensa sabrosos, aunque no pensamientos duraderos. Lo digo dirigiéndome a los hombres que no son de acción. Los de acción, accionan, que es lo suyo. Unas veces meten la llave en la cerradura, y otras dan con la puerta en el suelo.

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