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Ensayo contra la certeza

Cosmópolis. El transfondo de la modernidad

STEPHEN TOULMIN

Trad. de Bernardo Moreno Carrillo

Pres. José Enrique Ruiz-Domenech

Península, Barcelona, 313 págs.

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No le faltaban razones a Ruiz Domènech para incluir a Toulmin en su luminoso repertorio de veintiún historiadores. Ni tampoco a Península para traducir este ensayo finisecular de un intelectual de altos vuelos. Aparece en castellano tan sólo con una década de retraso, justo cuando Harvard acaba de publicar su Return to Reason. Pero ya está dicho: hasta las pirámides de Egipto se mueven (y esto incluye al mundo editorial español, en el que Península está haciendo bastante por andar y hacer camino). «El mundo es sólo un balancín permanente. En él todas las cosas se mueven sin cesar: la tierra, las rocas del Cáucaso, las pirámides de Egipto, tanto por el movimiento general como por el suyo propio», escribe Montaigne. Movimiento: Cosmópolis expresa el de su autor y el de buena parte del pensamiento anglosajón del siglo XX. Es decir, el suyo propio y el general, del que es trasunto, correlato o reflejo. Nacido en Londres (1922) y actualmente Henry R. Luce Professor en la University of Southern California, Toulmin ha recorrido la física, la ética, la filosofía de la ciencia, la retórica y, por supuesto, la historia. Llegó a Cambridge en los años cuarenta, donde recibió el magisterio del último Wittgenstein. Gracias a él, a su interés por su obra, Toulmin ha visitado y revisitado la Viena de entreguerras, lo que explica no sólo algunos de sus débitos y querencias (desde Musil a Feyerabend), o que su libro más conocido en España sea precisamente La Viena de Wittgenstein (1973), sino sobre todo el lugar recurrente que la vieja capital de los Habsburgo y su tradición intelectual desempeñan en su lectura del siglo XX para intentar comprender lo que nuestro tiempo nos ha dado (y lo que nos ha negado).

Porque Toulmin vive y ha escrito siempre comprometido con sus días. Y este es un rasgo que no define, pero sí discrimina entre intelectuales y eruditos. Explora el pasado mientras –como Jano– tiene su otro rostro mirando al futuro, a lo que nuestros días anuncian, a las heridas del presente. Toulmin se ha codeado con Berlin y Gombrich; ha leído con esmero a Rorty; ha filosofado sobre la noción del tiempo; y cuenta entre su dilatada obra con uno de los textos más ponderados por la crítica americana sobre la Retórica. The Usesof Argument (1958) sigue siendo un texto canónico en las aulas sajonas, donde los antilógicos lo celebraron como sólo se celebran las conversiones paulinas. Formado en la filosofía analítica, Toulmin empezó bien pronto a enemistarse con ella. Su obra, en efecto, recoge trazos visibles de la revuelta contra la filosofía moderna auspiciada desde diferentes frentes (Heidegger, los citados Wittgenstein y Rorty, entre otros muchos).

Cosmópolis pretende culminar un vasto programa intelectual iniciado en los años cincuenta, y es que, pese a las escaramuzas, los rodeos, las caídas del caballo, el acoso de Toulmin contra las verdades absolutas ha sido sostenido durante medio siglo. Y está emparentado con la caza de la modernidad inaugurada por Peter Drucker en Landmarks for Tomorrow (1957) e incluso se reconoce en las conferencias Gifford de John Dewey sobre La búsqueda de la certeza (1929). Mantiene Toulmin que la modernidad nació de la quiebra de la antigua Cosmópolis, de una descomposición del orden natural y humano clásico cuya armonía hubo que reemplazar. Distingue dos fases: el momento humanista/literario, encabezado por Rabelais, Erasmo y Montaigne, auténtico santón laico de todo el texto y estandarte de los valores a rescatar; y el momento científico/filosófico, representado por Galileo en física y Descartes en epistemología, un ciclo concluido por Newton como artífice de la síntesis matemático-experimental y por Hobbes en el terreno de la teoría política. El triunfo de la racionalidad, la adopción de los ideales fundados en la perfección geométrica y en la legalidad universal (cuyo correlato político sería el apogeo de la nación soberana), se extiende desde la guerra de los Treinta Años hasta la formada por las dos guerras mundiales de nuestro siglo XX (dudo mucho que ningún lector no lo considere aún suyo). Fue entonces cuando la nueva quiebra de la Cosmópolis moderna, el desandamiaje operado por Einstein, Freud, Max Planck y Heisenberg, auguró la posibilidad de una nueva recomposición, una vía aplazada por la propia conflagración y por el retorno al formalismo, una vía que regresa periódicamente al horizonte de expectativas (los años sesenta) pero que no logra abrirse camino.

Toulmin aboga por una recuperación de lo que se perdió en aquella «cirugía de los fanáticos y los perfeccionistas». La búsqueda de la certeza en el siglo XVII trajo consigo una marginación de lo particular por lo universal, de lo temporal por lo atemporal, de lo oral por lo escrito: de lo diverso y lo contingente en aras del método axiomático, el imperio de las ideas claras y distintas. Galileo, Bruno y Servet no fueron víctimas de la intolerancia medieval –afirma en esta suerte de Henriade deliberadamente provocadora–, sino de la intolerancia moderna. Es preciso rescatar la phronesis, la sabiduría necesaria para aplicar técnicas concretas a problemas concretos. Y de esta argumentación (que recuerda, por cierto, a un diálogo galileiano pero invertido) el lector avisado puede deducir sus otros flecos: contra Platón, Aristóteles; contra la razón, emociones; contra la física, ecología; contra Leviathan, Liliput. Sobra decir que una tesis así, que moviliza casi medio milenio y disciplinas que van desde la arquitectura hasta la física cuántica, está expuesta a la refutación. La tolerancia, por ejemplo, y por escoger una de sus piezas centrales, no parece patrimonio del siglo XVI, y bien podría argüirse su acepción kantiana, o que fue precisamente un moderno newtoniano, Locke, quien enunció uno de sus alegatos más sonados. Y puestos a debatir, incluso desde el moderado escepticismo que profesa Toulmin, no sería difícil demostrar la perenne filiación de la intolerancia a todos los siglos.

Al lector español, sin duda, y como afirmó Agapito Maestre en otra reseña sobre este mismo libro, le ofenderá su desconocimiento de la historia de España en general y del Siglo de Oro en particular. Ello muestra una vez más lo que ya sabemos: que por lo general los anglosajones no leen español, y que tampoco escribimos o nos traducen en demasía. Es una lástima. Hubiera encontrado artillería pesada para su argumento. El colmo de este desconocimiento llega cuando presenta a los comuneros como portavoces de una revuelta de mercaderes, cuyo aplastamiento sirvió para justificar la expulsión de musulmanes, judíos y protestantes (?). Pero esto no debe, no puede servir para desacreditar un libro como éste, porque la versatilidad de conocimientos de que hace gala Toulmin comporta este tipo de riesgos. Aspirar a la Prudencia (que también Jano simbolizaba) es una empresa titánica. Este hábito del entendimiento –decía Cicerón, recogieron Pinciano, Gracián– requiere saber de todas las disciplinas. Y el que ensaya se arriesga. Quien no yerra, sin duda, es quien no apuesta: dormirá, pacífico, el sueño de los justos sabiéndolo todo (y lo que es peor, contándonoslo todo) sobre el archivo parroquial de Villafranca de Arriba.

Ensayo: el género inaugurado precisamente por Montaigne recoge las claves desde las que debe leerse Cosmópolis y su alegato contra la agenda oculta de la modernidad. El de Toulmin contiene algunas maniobras muy consagradas y refrendadas ya por el grueso de la historiografía: el poderoso hechizo que las certezas absolutas de la filosofía y la ciencia modernas ejercieron sobre otras disciplinas como la ética o la teoría política; la correspondencia entre los discursos natural y social que permiten hablar de una monarquía cartesiana o de un constitucionalismo newtoniano; la vocación imperial que las formas de conocimiento y de organización social gestadas en la Europa del siglo XVII, e implantadas en el XVIII, manifestaron de ahí en adelante geográfica, temporal e intelectualmente.

Contiene, por lo demás, manipulaciones brillantes. La simetría entre el seiscientos y el novecientos está muy lograda. El asesinato de Enrique IV evoca el de Kennedy. Las observaciones lunares de Galileo tuvieron efectos tan desestabilizadores a la postre como la emergencia del inconsciente o la quiebra de la geometría euclidiana. La plegaria de John Donne resuena en la de Yeats (o en La tierra baldía de Eliot, podría añadirse).

Son largos estos funerales de la modernidad. Y más de uno nos preguntamos si merece la pena renunciar a semejante herencia, si debemos llorar o festejar el óbito, e incluso si verdaderamente hay cadáver. Puestos a especular, alguno como Latour ha llegado a la conclusión de que no sólo el féretro está vacío, sino que el vivo jamás lo estuvo. Debió de ser un casi-objeto, o un ultra-cuerpo. Sea como fuere, y aunque Toulmin se decante por un empate técnico entre Habermas y Lyotard, a veces da la impresión de que modernos y posmodernos hubieran asistido a dos ceremonias distintas.

Una cosa es segura: en el terreno de la historia no sólo se mueven los vivos. Como las rocas del Cáucaso o las pirámides de Egipto, la materia de la que está hecha el pasado es más orgánica y dinámica de lo que parece. Se mueve bajo nuestros pies y aun dentro de nuestra misma piel. Stephen Toulmin, cuya trayectoria recoge buena parte de los asaltos y las batallas que ha recibido la época de la razón, ofrece una lectura personal y generacional que merece ser leída y discutida. El filósofo en su otoño apunta a un Renacimiento aplazado y necesario. Lo ha hecho ensayando, no sistematizando, acogiéndose a un género tentativo, no exhaustivo. Las certezas absolutas, el dogmatismo de la razón (como el de la sinrazón), son fantasmas que recorren todos los siglos. Y por eso todos, se abran o se cierren, son buenos para leer a Montaigne. Siempre Montaigne.

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