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Corriendo con los Hemingway

Correr con los toros. Mis años con los Hemingway

VALERIE HEMINGWAY

Taurus, Madrid, 392 págs.

Trad. de Miguel Martínez-Lago

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Mucho más peligroso que correr con los toros fue, para Valerie Danby-Smith, correr con los Hemingway… ¡Menudos miuras! A Valerie le tocó lidiar no sólo con el mítico Papá, sino que, muerto el Papá, se atrevió a casarse con uno de sus hijos, de manera que estuvo conviviendo con la familia Hemingway la friolera de treinta años, que se dice pronto… Cuando uno ya pensaba que se había escrito absolutamente todo lo que podía escribirse sobre el escritor americano, aparece este libro que añade una nueva dimensión a la figura de este hombre-mito, al analizar la compleja y contradictoria relación que sostuvo con sus hijos.

Valerie Danby-Smith era una jovencita irlandesa que había venido a Madrid a trabajar y aprender español allá por los años cincuenta cuando se topó con el escritor americano, que estaba realizando el que sería uno de sus últimos viajes a España. El encuentro se produjo, cómo no, en el Hotel Suecia de Madrid y Hemingway no dudó en ofrecerle el puesto de secretaria personal para que le acompañara por España en aquel verano que acabaría convirtiéndose en El verano peligroso.

Para entender la relación que surgió entre el viejo escritor americano y la jovencita irlandesa hay que remontarse a una relación anterior, la que sostuvo Hemingway con Adriana Yvancich en Venecia, a finales de los años cuarenta. Por aquel entonces, Hemingway ya estaba casado con Mary Walsh, su cuarta esposa, pero el escritor no dudó en establecer una relación sentimental (que no sexual) con la bella italiana, que se convertiría en la heroína de su novela A través del río y entre los árboles. Hemingway intimó no sólo con Adriana, sino también con su hermano Gianfranco y cuando concluyó la estancia de Hemingway en Venecia, ambos fueron invitados de honor en su «Finca Vigía» de Cuba, donde permanecieron varios meses.

Cuento este precedente para que pueda entenderse la relación que surge entre el escritor americano y la jovencita irlandesa diez años más tarde. Valerie entró a formar parte de ese entourage compuesto por unas diez o doce personas que viajaba con el maestro por España en aquel «verano peligroso» de 1958. No se trataba de personas que estuvieran «al servicio» de Hemingway, sino más bien de personas allegadas a él, como su esposa Mary, sus amigos Hotchner o Bill Davis, etc. En cualquier caso,Valerie entró a formar parte de este «clan» en calidad de secretaria del escritor, pero su verdadera función era la de ser su confidente, de manera que surgió una intimidad entre el escritor y la jovencísima Valerie que le hizo exclamar (y escribir) en diversas ocasiones ese «¡no puedo vivir sin ti!» a la que toda intimidad inevitablemente conduce.Tal como ocurrió con Adriana Yvancich en Italia,Valerie se había convertido en su «musa», es decir, en la persona capaz de inspirarle, de encender su pasión, aunque esa «pasión» sólo tuviera una expresión literaria.

La relación entre ambos continuó en «Finca Vigía» en Cuba y Valerie fue testigo directo de las presiones de la embajada americana para que abandonara el país, ya bajo régimen castrista, así como de los encuentros entre Hemingway y el propio Fidel. Cuenta Valerie, con mucha gracia, el respeto reverencial que sentía Fidel por el escritor y cómo había entrado en «Finca Vigía» con sus libros bajo el brazo para que se los firmara. Se agrandaba, si cabe, la figura del escritor, como si en Cuba fuera ya una persona más universalmente respetada y querida que la de aquel joven y recién llegado barbudo que acababa de tomar el poder.

Pero la más importante confidencia que le hizo Hemingway a su amiga irlandesa en aquellos primeros meses de 1960 fue que su vida estaba tocando ya a su fin. Hemingway se lo anunció con una frase escueta: «No funcionará». Se refería Hemingway a la relación entre ellos dos, pero también a su propia vida, a una vida que perdería ya todo estímulo una vez ella se marchara: «Mi presencia en Cuba –cuenta Valerie– lo había salvado durante un tiempo y me estaba agradecido, pero la vida es muy perra y él sabía lo que tenía que hacer […]. Era inevitable que así fuera.Ahora bien, no lo haría mientras yo siguiera a su lado. Debía marcharme».

Aquel fue el «secreto» que Hemingway y la joven irlandesa compartieron hasta que Hemingway se pegó un tiro en su casa de Ketchum un año después. Secreto a voces, se me dirá, ya que la decadencia física y mental de Hemingway en los últimos meses era más que visible y el suicidio de su propio padre hacían presagiar lo peor. El libro de Hotchner Papa Hemingway sigue siendo el mejor documento sobre el declive del escritor americano en los últimos años de su vida. Pero, en cualquier caso, esta despedida sentimental y emotiva de la que fue su última «musa» me parece el principio del fin, el momento en que Hemingway tomó una resolución de la que ya nada ni nadie conseguiría apartarle.

Cualquiera pensaría que con un Hemingway ya habría tenido bastante, pero el caso es que, cinco años después de la muerte del escritor americano, la todavía joven Valerie Danby-Smith se liaba la manta a la cabeza para casarse con Greg Hemingway, hijo del segundo matrimonio de Hemingway, con Pauline Pfeiffer.Valerie había vivido aquellos años en Nueva York y había mantenido el contacto con la familia Hemingway, gracias a su amistad con Mary Walsh, la última esposa del escritor. Durante años, trabajando en un pequeño despacho de la editora Scribner's, Valerie, bajo la supervisión de Mary, había clasificado y catalogado la ingente correspondencia que Hemingway había mantenido a lo largo de su vida. Esto le había permitido mantener la relación con todos los miembros de la familia y había propiciado la amistad con uno de los hijos del escritor.

Todo correcto, excepto que Greg Hemingway no era un Hemingway cualquiera: «En el coche de Greg –nos cuenta Valerie, al poco tiempo de casarse– había una barra de labios y otros cosméticos […] cuando vio que los miraba, comentó que eran objetos que había dejado allí su ex mujer […] luego, cuando estaba buscando un guante perdido, encontré más cosméticos y medias de nailon ocultas bajo el asiento». Cuesta creer en la inocencia de Valerie al contarnos ese hallazgo en el coche del que era ya su marido. Su intimidad con el escritor fallecido nos hace pensar que conocía perfectamente bien las «debilidades» de aquel hijo que el propio escritor había retratado en su novela Islas a la deriva: «Era un muchacho nacido para ser muy malo y que era muy bueno, y llevaba su maldad por la vida transmutada en una suerte de alegría dada a las bromas […]. Pero era un chico malo, los demás lo sabían y él lo sabía. Se limitaba a ser bueno mientras su maldad crecía en su interior».

La «maldad» de Greg Hemingway no tenía nada que ver con la rebeldía de su padre, que había desafiado a su familia marchándose a la guerra europea cuando todavía era un niño o llevando, años después, una vida licenciosa en París. Su «maldad» consistía justamente en invertir la imagen de su padre, de manera que si éste había ido de macho por la vida,él se proponía ir de travestido, y su máximo placer consistía en calarse medias de mujer. Greg llevaba así una doble vida: había estudiado medicina y había alcanzado cierto prestigio como médico, se había casado en dos ocasiones (como mandan los cánones), era apuesto, tenía una personalidad extravertida y parecía feliz. Pero difícilmente podía ocultarle a su nueva mujer su «otra» existencia, que poco a poco iría adueñándose de él hasta llevarle a la operación de cambio de sexo para convertirse en un transexual.

La existencia de la propia Valerie tampoco había sido un lecho de rosas. En Nueva York había vuelto a encontrarse con Brendan Behan, el dramaturgo irlandés que alcanzaba en aquellos años el apogeo de su fama con el estreno de su obra El rehén. Valerie tuvo una relación con Behan y de ella nació un hijo que el escritor irlandés apenas conoció, ya que murió alcoholizado pocos años después. En esa difícil situación de «madre soltera» fue cuando Valerie decidió casarse con Greg Hemingway, con el que llegó a tener dos hijos, en un intento desesperado, me imagino, por estabilizar su vida familiar. ¿Sabía que estaba agarrándose a un clavo ardiendo? Me imagino que sí, pero quizá la magia de ese apellido pudo más que cualquier otra consideración.

Greg Hemingway murió hace poco tiempo en una cárcel para mujeres, después de ser detenido por causar escándalo en la vía pública. Parece ser que murió desangrado porque las suturas de su operación transexual no habían llegado a cicatrizarse. En la vida heroica del padre y en la trágica muerte de su hijo se encierra toda la cultura y la literatura de nuestro tiempo. Si el padre fue el epígono de la modernidad literaria, si el padre nos retrató al héroe moderno, al personaje que traza su propia trayectoria heroica según su propio código, el hijo fue la encarnación viva de la era posmoderna en que ahora vivimos, la búsqueda a toda costa de nuestra propia identidad sexual, aunque esta búsqueda nos precipite hacia la desgracia y la propia muerte. La vida (y la muerte) de Greg Hemingway son el colofón de la vida de su propio padre, el reverso de aquella imagen que el propio Hemingway se forjó de sí mismo, de aquella vida que fue sin duda alguna su mejor novela, tan real y auténtica como lo es ahora la vida de ese hijo travestido cuyo final acaba de firmar con su propia sangre.

Gracias,Valerie, por haber tenido la valentía de correr con los Hemingway y, sobre todo, por tener ahora la valentía de contarnos cómo fue ese encierro.

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Ficha técnica

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