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Cómo piensan algunos jueces españoles

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«Los jueces estadounidenses […] no son formalistas o
legalistas […], pero, ¿qué son? ¿Podrían ser,
sencillamente, políticos con togas? Los estudiosos del
caso a caso han hallado que muchas decisiones
judiciales, y no sólo las de Tribunal Supremo, están
claramente influidas por las preferencias políticas de
los jueces o por otros factores extralegales […] que
pueden conformar sus inclinaciones políticas o inspirar
directamente su respuesta a un caso».

                   Richard A. PosnerHow Judges Think, Cambridge, Harvard University Press, 2008, pp. 7-8.

Los días 14 y 15 de junio de 2011, diversos grupos en la estela del 15-M convocaron una concentración ante el Parlamento de Cataluña para protestar, con motivo de la discusión y aprobación de los presupuestos de esa Comunidad, contra la reducción del gasto social. El lema de la convocatoria, comunicada previamente a las autoridades, era «Paremos al Parlamento, no permitiremos que aprueben recortes». La tarde del día 14, la policía autonómica impidió el acceso al parque de la Ciudadela –en cuyo interior se encuentra el Parlamento– a unas mil personas. A primeras horas de la mañana siguiente, aquella hubo de disolver concentraciones de manifestantes para abrir una puerta de la sede parlamentaria que, a partir de las ocho de la mañana, fue utilizada por los diputados, no sin que una buena parte de ellos tuviera problemas para conseguirlo debido al acoso de diversos grupos –cifrados en seiscientas personas– que intentó impedirlo mediante amenazas, acciones violentas e intimidatorias. Buena parte de todo ello fue recogido en imágenes, filmaciones y reportajes fotográficos que permitieron identificar a cuarenta y seis personas, de las cuales veinte fueron juzgadas por unos hecho calificados por el Ministerio Fiscal como constitutivos de un delito contra las instituciones del Estado, en concurso ideal con otro de atentado agravado y una falta de daños.

Las protestas distaron mucho de ser «pacíficas y simbólicas» –así las definió un testigo de la defensa y queda recogido en la sentencia–, tal y como demuestran hechos como que una diputada fuese agarrada por un brazo y obligada a enfrentarse a una cámara y que a otra se le pintase de negro la parte trasera de la prenda que vestía; un diputado invidente, que iba acompañado por su perro-guía, fue asimismo empujado, insultado y escupido al tiempo que el perro era agarrado por la correa; otros parlamentarios fueron escupidos, se les arrojaron botellas con agua y a uno se le arrebató un maletín que portaba, mientras que el coche en que viajaban el presidente de la Generalidad y la presidenta del Parlamento fue rodeado y golpeado después de que intentaran abrir sus puertas, de resultas de todo lo cual hubo de hacer una maniobra para eludir el acoso. En resumen, cincuenta y cinco parlamentarios debieron ser ayudados para llegar al Parlamento, y treinta de ellos lo hicieron en helicóptero.

Tres años después, entre el 31 de marzo y el 5 de mayo del corriente año, diecinueve de esos manifestantes (uno se había declarado en rebeldía y no fue juzgado) se sentaron en los bancos de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, acusados de un delito contra las instituciones del Estado del artículo 498 del Código Penal, en concurso con otro de atentado agravado de los artículos 550 y 551 del Código Penal y una falta de daños del artículo 625.1, castigados con penas de cinco años y seis meses de prisión y multa de diez meses, con cuota diaria de 25 euros, inhabilitación especial para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por el tiempo de la condena y el pago de las costas. Además, para uno de los acusados se solicitaba la pena de diez días de localización permanente e indemnización a la diputada cuya prenda había pintado por importe de 240 euros. Por su parte, las defensas solicitaron la absolución por falta de pruebas, ya que los reportajes fotográficos, las imágenes y las filmaciones, incluidos los informes periciales fisionómicos, se impugnaban por falta de rigor.

En su sentencia del día 7 de julio, y por mayoría de dos de los tres miembros del tribunal (el ponente y la vocal), pues el presidente emitió un voto particular en sentido condenatorio, todos los acusados fueron absueltos de los delitos contra las instituciones del Estado y de asociación ilícita (una petición de la acusación popular), condenando al acusado que pintó la chaqueta de una diputada por una falta de daños a la pena de cuatro días de localización permanente –descontándole el que ya había estado privado de libertad– por un acto calificado versallescamente en la sentencia como «descortés y gratuito» (p. 66).

El presidente de la sala emitió un voto particular en forma de sentencia alternativa, disintiendo en cincuenta y cuatro páginas (pp. 72-126) del parecer mayoritario, pues no compartía –nos dice– ni la estructura de la sentencia, «tanto fáctica como jurídica», pero sí «parte de la conformación de la sentencia» (p. 72); desgraciadamente, no concreta cuál. En efecto, reconstruyendo un relato de los hechos probados diferente del incorporado a la sentencia, y tras defender la validez y regularidad de la utilización de las pruebas aportadas, el magistrado señala que las «dudas» planteadas por las defensas pretendían crear en el tribunal una duda razonable sobre la validez de las imágenes en ellas recogidas, pero sin aportar datos concretos que avalasen tal pretensión. Después de un análisis pormenorizado de la doctrina y la jurisprudencia aplicable, el parecer del magistrado disidente es que esas pruebas no vulneraban derecho fundamental alguno y se aportaron al proceso conforme a la legalidad, debiendo, por ende, ser valoradas por el tribunal como tales; justamente lo contrario de lo que se hace en la sentencia. En consecuencia, lo sucedido confirma, nos dice, que la finalidad perseguida por los integrantes de los pequeños grupos violentos de los cuales formaban parte los acusados era alterar el funcionamiento y la dignidad del Parlamento, causando «[en los diputados] una concreta inquietud a la hora de formalizar su posición en los debates parlamentarios que habían de tener lugar ese día» (p. 110). Por todo ello, el magistrado discrepante solicita para diez de los acusados, como autores de un delito contra las instituciones del Estado, tres años de prisión e inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo durante el tiempo de la condena, al tiempo que un indulto parcial que permitiera el no ingreso en prisión de los que no contaran con antecedentes penales; para los ocho restantes se pedía la absoluciónMás recientemente se ha conocido la sentencia de un juzgado de lo penal en Granada, ratificada por la Audiencia de esa ciudad, en la cual se condena a dos activistas del 15-M por su actuación como piquetes informativos en la huelga general del 29 de marzo de 2012 cuando entraron en un local comercial que estaba abierto con varios clientes en su interior. Los acusados profirieron amenazas y expresiones vejatorias, realizaron pintadas y pegaron pegatinas, y han sido condenados a tres años y un día de prisión, más una multa de 3.655 euros, con la obligación añadida para uno de ellos de pagar una indemnización de 767 euros a los propietarios del local. Este último ya ha ingresado en prisión, mientras que la otra condenada ha retrasado por el momento su ingreso..

Volvamos al cuerpo central de la sentencia. De sus ciento veintiséis páginas, cinco de ellas (pp. 6-11) detallan hechos probados y cuarenta y tres (pp. 11-54) examinan la legalidad de las pruebas. En ambos casos, como se pondrá de relieve a continuación, tan minuciosa atención no es en absoluto inocente. Comenzando por los hechos, llama la atención la afirmación, repetida en más de una ocasión, según la cual «la autoridad gubernativa no adoptó medida alguna para regular la manifestación» (p. 7), algo que la lectura atenta de la sentencia no parece confirmar. ¡Otra cosa es que su actuación no fuese lo eficaz que debiera haber sido! Sí se destaca que, por mencionar algunos ejemplos, los «encuentros» entre autoridades y manifestantes duraron escasos segundos, que se tradujeron en muchos casos simplemente en levantar los brazos, sin constar que se increpara, se interpusieran en el camino o se empujase a los diputados. Se subraya, en cambio, que el acoso se limitó a alzar las manos y gritar consignas, sin que conste entre los hechos probados, por ejemplo, que a un diputado, Alfons López i Tena, le metieran la mano en un bolsillo de su chaqueta y le quitasen un paquete de tabaco y un mechero, y así repetidamente. Que esos relatos no son «inocentes» lo confirma la lectura de las cuarenta y tres páginas en que se discute la legalidad de las pruebas.

En los apartados de detención y asistencia letrada a los detenidos, reportaje fisionómico para identificación y autenticidad, y aportación integra de las grabaciones y control judicial de las mismas, la sentencia pone una tras otra tachas a lo realizado incluso por otras autoridades judiciales, y únicamente a regañadientes acepta que, bajo alambicadas consideraciones, puedan ser consideradas aptas como tales pruebas. Y así se llega al punto crucial: el del Derecho aplicable, que ocupa diecisiete páginas (pp. 54-71), lo cual indica un esfuerzo de concisión que es de agradecer.

Los magistrados integrantes de la mayoría se enfrentaban a una tarea delicada: exponer convincentemente los argumentos jurídicos según los cuales los acusados no pretendían paralizar la actividad parlamentaria, pero sí impedir pacíficamente la aprobación de unos presupuestos considerados por ellos antisociales. O, dicho más formalmente, que su actuación estuvo amparada en el ejercicio de un derecho –el de reunión y manifestación– protegido constitucionalmente y, en contra de lo que pudiera parecer, no incurrieron en un atentado a la inmunidad de los parlamentarios. Para ello se recurre a diversas sentencias del Tribunal Constitucional asentadas en el principio según el cual la utilización de un derecho constitucionalmente protegido no puede ser nunca objeto de sanción y debe impedirse todo tipo de acciones que disuadan o desalienten la exposición o intercambio de ideas y oportunidades llevadas a cabo pacíficamente y sin armas. Y es que no en balde, se añade, para muchos grupos sociales, la democracia se sustenta en un «debate público auténtico» (p. 56; ¡podemos recordar a qué nos suena semejante afirmación!) y en que la práctica el derecho de manifestación es uno de los pocos medios de que disponen para exponer públicamente sus ideas y reivindicaciones. En su labor de exégesis, los magistrados nos aclaran que en «un orden constitucional democrático –donde los derechos limitan a los poderes– […] la posibilidad de las personas para hacerse oír, del acceso ciudadano al espacio público –delimitado y controlado por medios de comunicación, en manos privadas, o, pocos, de titularidad estatal pero gestionado con criterios partidistas– y de la sistemática marginación de las voces críticas de minorías o sectores débiles» (pp. 56-57) debe ser objeto de especial protección.

En consecuencia, en una democracia que promueve los derechos reales y efectivos de estas «voces silenciadas» (p. 57), es obligado admitirles ciertos excesos en el ejercicio de las libertades de expresión y manifestación. ¡Y eso es lo que sucedió aquel día en Barcelona, cuando los manifestantes y sus vanguardias –los piquetes– pretendieron manifestar a los diputados, a los medios de comunicación y a la sociedad su rechazo a los recortes del gasto social!

Alguien podría preguntase ingenuamente si esos diputados –elegidos pocos meses antes– no eran la representación de la voluntad popular y quienes podían legalmente arrogársela. Pues bien, parece que los elegidos en las urnas no lo eran, ya que, según apuntan los dos magistrados, el lema de la manifestación recogía dos mensajes precisos: se rechazaban las restricciones económicas de prestaciones y servicios públicos, y se expresaba que quienes adoptaban tales decisiones ya no eran representativos. Mensajes ambos «directamente relacionados con la Constitución Social […] y con la Constitución democrática […] y requerían a los representantes políticos, a los diputados, para que respondieran a los intereses generales […] y cuestionaban la legitimidad de ejercicio de su propia representación» (p. 59). Quien lea estas frases de la sentencia no puede por menos de pensar que sus redactores dudaron por un momento, acaso tras advertir que estaban usurpando una misión superior a sus competencias: en otras palabras, que estaban interpretando la Constitución. Y probablemente por ello desvían rápidamente su argumentación, reconociendo que aquélla no reconoce el mandato imperativo y prohíbe la presentación de peticiones colectivas por medio de manifestaciones –¡Edmund Burke estaría revolviéndose en su tumba!– para centrarse en la figura de los piquetes, después de recordar «los límites a la intervención penal ante conductas relacionadas con el ejercicio de un derecho fundamental» (p. 62), preguntándose si ciertas conductas que expresan un exceso o abuso del derecho no son consustanciales al ejercicio del derecho de manifestación en una sociedad abierta y compleja; a lo cual se añade que los «actos de confrontación con los parlamentarios [fueron] inevitables en el modo que la autoridad gubernativa había planteado el ejercicio del derecho» (p. 66).

Inmersos ya en el terreno de la representación parlamentaria y de la espinosa cuestión de si un diputado debe aprender de sus electores los principios del derecho y el parlamentarismo, la sentencia nos advierte que si se sancionan conductas como las realizadas por los acusados podría enviar se «un mensaje de desincentivación de la participación democrática directa de los ciudadanos en las cosas comunes y del ejercicio directo de la crítica política» (p. 68). Los jueces se toman así la molestia de explicarnos la llamada «doctrina del efecto desaliento» (p. 63), un esfuerzo pedagógico muy de agradecer, pero que quizá suponga una nueva intrusión en terrenos ajenos a sus competencias, pues la nuestra no es –¿todavía?– una democracia directa, ni popular; es, sencillamente, representativa.

Y con el veredicto absolutorio antes citado y la preceptiva advertencia a las partes de su derecho a recurrir en casación ante el Tribunal Supremo concluye la sentencia, y el lector que esperara una interpretación rigurosa de la trascendencia jurídica de unos hechos caracterizados por su carácter intimidatorio respecto a uno de los poderes del Estado –el Parlamento catalán– queda desconcertado básicamente por dos razones de enorme trascendencia: en primer lugar, porque, envuelto en un recurso abrumador harto sospechoso a precedentes jurisprudenciales del Tribunal Constitucional, adivina un propósito evidente cual es, en segundo lugar, retorcer el enfoque de los hechos acaecidos esos dos días de junio de 2011 en Barcelona, olvidando deliberadamente todos aquellos que resulta difícil encajar en una interpretación según la cual las palabras significan algo diferente de lo que el ciudadano normal entiende. Esta técnica jurídica, consistente en desvirtuar los significados legales tiene, por desgracia, un ilustre precedente: nada más y nada menos que la sentencia 31/2010, del Tribunal Constitucional, sobre el Estatuto de Cataluña, en la cual se hizo un uso abusivo del recurso de la «interpretación conforme», de tal forma que la norma no se interpretaba, sino que se creaba «al margen del espíritu y de la letra de los preceptos examinados»Santiago Muñoz Machado, «Dentro de los Términos de la Presente Constitución», El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, núm. 15 (octubre de 2010), pp. 4-11; Germán José Fernández Farreres, «Las competencias de Cataluña tras la Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut», ibidem, pp. 38-49; y Roberto L. Blanco Valdés, «El Estatuto Catalán y la Sentencia de Nunca Acabar», Claves de Razón Práctica, núm. 205 (septiembre de 2010), pp. 4-18..

Haciendo juegos de interpretación constantes de algunas sentencias del Tribunal Constitucional, los redactores de la sentencia 31/2014 de la Sala de lo Penal, Sección Primera, de la Audiencia Nacional, han dejado de actuar como un tribunal ordinario, que es lo que son, y remedando al Alto Tribunal, han querido juzgar en cuanto un auténtico intérprete de la Constitución. Y, salvo que el Tribunal Supremo lo remedie –la sentencia de la Audiencia Nacional ha sido recurrida–, esta forma de pensar y, lo que es más grave, de impartir justicia puede originar auténticos desastres en su administración cotidiana.

Raimundo Ortega es economista.

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Ficha técnica

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