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Cuando muere una sociedad

Colapso

Jared Diamond

Debate, Barcelona

Trad. de Ricardo García Pérez

748 pp.

24 €

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Jared Diamond es el autor de uno de los ensayos más deslumbrantes que yo haya leído nunca: Armas, gérmenes y acero, ganador del Premio Pulitzer en 1998, y que acaba de ser reeditado en 2006 en la editorial Debate. En este libro, Diamond se formulaba este in­terrogante: «¿Por qué la riqueza y el poder se distribuyeron como lo están ahora, y no de otra manera?». Apetitosa forma de empezar, ¿no es cierto? Su obra más reciente, Colapso (servida en un magnífico castellano por Ricardo García Pérez, el traductor), lleva por subtítulo «Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen». Como se ve, de lo último que se puede acusar a Jared Diamond es de plantear cuestiones carentes de interés o dirigidas sólo a un público minoritario. Queda por averiguar si sus libros están a la altura de tan formidables preguntas, si les hacen justicia. La envidiable polimatía de Diamond (fi­siólogo, biólogo evolucionista, antro­pólogo, ecólogo, ornitólogo, geógrafo, historiador, activista medioambiental, viajero impenitente y hombre de acción: todo en una sola pieza), así como sus dotes sobresalientes como narrador de ideas, le acaban convenciendo a uno de que sí, de que Diamond no sólo tiene la ambición de hacerse preguntas significativas, sino que también está soberbiamente dotado para contestarlas.

Cuando llamo a Diamond «narrador de ideas» estoy tratando de sugerir que en cualquier buen ensayo debe haber fragmentos sólidamente narrativos, contados además con esa delectación profunda por los pequeños detalles que es el santo y seña de los narradores de pura crin. Jared Diamond pertenece a ese selecto círculo de ensayistas que además saben contar historias y, de hecho, hay partes de Colapso –el hundimiento de las islas Pitcairn, Henderson y Mangareva o el declive de los vikingos en Groenlandia– que guardan algo del perfume de las grandes novelas de aventuras en sentido literal.


Carencias informativas


¿Cómo pudieron los isleños de Pascua talar la última palmera que quedaba en su entorno sin presentir siquiera el descalabro que tal cosa supondría? ¿Por qué acabaron con un bosque del que dependía su propia supervivencia? ¿Cómo pueden tomarse decisiones tan irracionales? Una forma, entre otras, de interpretar el libro de Diamond es verlo como un rico muestrario de «fallos de racionalidad», de causas que pueden arrastrar a los seres humanos a tomar cursos de acción que, en una mirada retrospectiva, parecen descabellados. Una primera posibilidad es que haya algún déficit no culpable de información: que una sociedad no presienta siquiera la vecindad de un problema antes de que éste haya asomado la cabeza. Así sucedió con la introducción del zorro y de la variedad española del conejo silvestre en Australia: los zorros dieron buena cuenta de varias especies de mamíferos autóctonos (víctimas fáciles por no acostumbradas a la presencia de este depredador), mientras que los conejos competían por el sustento vegetal con las especies que ya residían en el continente y con la oveja, importada por los europeos. Los australianos care­cían de toda experiencia previa sobre los posibles efectos pestíferos de introducir estas especies foráneas y no pudieron anticiparse a ellos.

En algunos casos, la experiencia catastrófica ha tenido lugar, pero no se ha registrado por escrito o no se ha conservado en la memoria de los descendientes de quienes sobrevivieron al evento y, a efectos prácticos, es como si éste no hubiera sucedido. El pueblo de los anasazi era una sociedad ágrafa residente en el suroeste de lo que hoy es Estados Unidos que logró sobrevivir a duros períodos de escasez de agua, pero que sucumbió, sin embargo, a una gran sequía en el siglo xii, en una época muy posterior y cuando ya nadie guardaba recuerdos de episodios similares ocurridos en el pasado ni de qué se hizo para superarlos. Otra forma de no ser capaz de anticiparse a una dificultad antes de que aparezca es basarse en una falsa analogía. Los vikingos que ocuparon Islandia a partir del año 870 llegaban de Noruega y Gran Bretaña, donde abundaban los suelos pesados procedentes de ele­vaciones marinas arcillosas o de for­maciones rocosas molturadas por los glaciares. La vegetación de Islandia era similar a la de sus zonas de origen, lo que les hizo pensar que también su suelo lo era. Pero no, la capa superficial de los suelos islandeses es muy liviana y su origen está en el transporte de cenizas –sutiles como el talco– emitidas por erupciones volcánicas. Cuando los vikingos procedieron a talar los bosques islandeses para dejar sitio a vegetación que el ganado pudiera ramonear, el suelo ligero de la zona quedó desollado y expuesto a que el fuerte viento de la isla arrastrara y echara a perder su valiosísima capa superficial.

También puede acontecer que un problema ecológico grave haya hecho ya su aparición, pero que el grupo que lo padece no acierte a percibirlo, quizá porque el peligro está camuflado en una tendencia a largo plazo con fluctuaciones, que es lo que parece suceder con el aumento de la temperatura media del planeta a un promedio de 0,01 °C anuales (pp. 550-551). Esto no significa que cada año haya sido más caluroso que el anterior en esa cuantía, sino que más bien el clima ha oscilado de un año a otro de forma en apariencia errática y eso ha dificultado la identificación de la tendencia media al calentamiento globalVéase el interesante artículo panorámico de Francisco García Olmedo, «El calentamiento global: año 2006», Revista de Libros, núm. 115-116, pp. 33-39. Un estudio detallado y accesible es el de Manuel Vázquez Abeledo, La historia del Sol y el cambio climático, Madrid, McGraw-Hill, 1998.. Otra posibilidad es que el deterioro ecológico sea tan gradual que los del lugar se acostumbren a él y no sean capaces de discernir su magnitud acumulada. Es lo que se llama «amnesia del paisaje», un deslustre tan paulatino de la lozanía medioambiental que pasará inadvertido para quien, por haber estado envuelto por ese paisaje año tras año, tienda a comparar el aspecto de éste con el que tenía el año anterior. Sólo conservando frescas en la memoria imágenes de cómo era un entorno natural hace mucho tiempo (tal vez porque hemos dejado de visitarlo) es posible calibrar su grado actual de decadencia.


Huéspedes y parásitos
 

Hasta ahora hemos repasado casos de mala gestión de los recursos naturales debidos a carencias informativas. A partir de ahora nos ocuparemos de aquellas situaciones en que el problema se ha hecho ya patente pero, por extraño que parezca en primera instancia, no se hace nada útil para remediarlo. Esto puede obedecer a que se dé un caso de lo que podemos llamar «minorías parásitas y mayorías hospedadoras». El cultivo del azúcar en Estados Unidos o el del algodón en Australia serían poco atractivos de no contar los productores, organizados como grupo de presión, con las subvenciones que les proporcionan sus gobiernos y que salen del bolsillo de los contribuyentes, que desempeñan a su pesar el ingrato papel de mayoría hospedadora parasitada. ¿Por qué los ciudadanos no se deshacen de esos vampiros del erario público? En primer lugar, no es fácil para ellos detectar quiénes son esos grupos de presión que hacen presa en sus impuestos, ni tampoco la cuantía de éstos que va a parar al regazo de estos aprovechados (los grupos de intereses específicos acostumbran a llegar a acuerdos discretos con los responsables políticos). Además, en segundo lugar, y como ya sabemos desde los clarividentes análisis de Mancur Olson, a los grupos mayoritarios les resulta muy arduo organizarse para emprender una acción concertada contra estas minorías oportunistas: tan alto es el coste de organización que suele exceder el coste de padecer las mermas a su patrimonio que les infligen los pequeños grupos de desaprensivos, con lo que éstos siguen trabajando a placer. Los componentes de las minorías actúan racionalmente en la defensa de sus intereses corporativos; los miembros de las mayorías actúan racionalmente no oponiendo resistencia; los políticos actúan racionalmente concediendo favores bajo cuerda a las minorías a cambio de votos o financiación. Pero el vector resultante de estas acciones individualmente racionales apunta a una situación de irracionalidad colectiva, de pérdida de bienestar social.


Tragedia de los bienes comunales


Un avatar de esta misma situación desquiciante y correosa se da en lo que se llama «tragedia de los bienes comunales». Cuando son de propiedad comunal o de libre acceso, los recursos naturales están muy expuestos a la sobreexplotación (individualmente) racional: fuera de las aguas jurisdiccionales, los pescadores tenderán a las capturas excesivas, pues, de autolimitarse ellos, tal cosa sólo iría en provecho de los que vinieran detrás, que tendrían más ejemplares que pescar. Quienes llevan sus ovejas a pastar a prados comunales tampoco tienen incentivo alguno para hacer un uso cuidadoso de sus prados: un pastor «ecologista» estaría regalando hierba a quienes no lo fueran (y estuvieran dispuestos a esquilmarla sin escrúpulos de conciencia), aparte de perjudicarse a sí mismo y a su ganado. Resulta difícil mantener el tipo ecologista en estas condiciones: cuando ves que tu forma de actuar te ocasiona desventajas, sirve para que medren los indiferentes o cejijuntos y tampoco asegura la preservación de los bienes de la naturaleza.
Ante la tragedia de los bienes comunales, una de las respuestas obvias es proceder a privatizar esos bienes, es decir, no permitir por más tiempo el libre acceso a ellos. Cuando el recurso es divisible y asignable en porciones a propietarios individuales (como sucede con un prado comunal, que puede ser troceado en parcelas), ¿por qué no hacerlo? Baste considerar que el nuevo marco jurídico supone también un cambio de incentivos: quien tiene el recurso en régimen de propiedad privada y puede, en consecuencia, vedar su acceso a él a cualquier otra persona (cercándolo, por ejemplo), dispone ahora de un estímulo claro para tratarlo con más esmero, pues las benéficas repercusiones de una gestión inteligente y durable de ese recurso las va a disfrutar él solo, sin sufrir el acoso de los gorrones. El cambio de la propiedad comunal a la privada tiende a promover una mayor orientación al futuro de las personas en relación con los bienes de la naturaleza.

Esta solución jurídica a la tragedia de los bienes comunales es la favorita entre los economistasVéanse Jesús Huerta de Soto, Estudios de economía política, Madrid, Unión Editorial, 1994, pp. 217-249; y Joaquín Trigo Portela, Bienestar social y mecanismos de mercado, Madrid, Unión Editorial, 1996, pp. 151-176. El artículo más citado en esta área lo escribió, sin embargo, un biólogo: Garrett Hardin, «The Tragedy of the Commons», Science, vol. 162, núm. 3859 (diciembre de 1968), pp. 1243-1248, aunque las ideas seminales fueron anticipadas en 1940 por Ludwig von Mises. Léase de este último La acción humana, Madrid, Unión Editorial, 1995, pp. 773-780.. Y suele ser efectiva siempre que la privatización sea factible y esa privatización provoque, en efecto, entre los propietarios una mayor orientación al futuro en relación con el recurso, es decir, que valoren más el flujo de ganancias apropiables que les proporcionará en el porvenir el uso prudente de ese recurso desde hoy mismo. Cuando los gobiernos arriendan por períodos cortos de tiempo porciones de bosque tropical a compañías madereras, éstas reaccionan racionalmente dedicándose a una tala sin freno del terreno objeto de la concesión y se apresuran a marcharse cuando la concesión ha caducado, desentendiéndose de todo compromiso de replantación. Así se han echado a perder las feraces selvas de las tierras bajas de la península malaya, Borneo, islas Salomón y Sumatra. Pero esas mismas multinacionales madereras adoptan una estrategia más «amable» con el medio ambiente cuando consiguen la propiedad exclusiva sobre las zonas forestales. No es que las multinacionales sean de una perfidia incurable sino que reaccionan de un modo u otro según sea la estructura de incentivos ante la que se ven. La tragedia de los bienes comunales puede atajarse, sin alterar la condición de libre acceso de tales bienes, a condición de que el grupo sea de tamaño reducido y tenga gustos homogéneos. Ambas cosas facilitan la comunicación y el acuerdo sobre cómo administrar los recursos compartidos con costes de coordinación razonablemente bajos. Así ha sucedido en Tikopia, una isla melanesia de tres kilómetros cuadrados y densamente poblada por mil doscientos habitantes que llevan a cabo una gestión descentralizada y con éxito tanto de los medios de subsistencia en la isla cuanto del tamaño de su población. La interacción frecuente en el seno de un colectivo pequeño puede hacer que entre sus componentes emerja la cooperación sin presiones coactivas y que con ella se atajen de raíz las actitudes de los miembros más oportunistas infiltrados en el grupo. Quienes han estudiado el juego del dilema del prisionero, jugado entre pocos jugadores y con un horizonte temporal de interacción indefinido, saben que esto es posible.

También puede suceder que los recursos medioambientales sean de titularidad pública y que, a pesar de esto, los dirigentes políticos estén interesados en asumir los desvelos que supone una administración juiciosa del entorno, como ocurrió en el Japón de la era Tokugawa (1603-1867), en que se llevó a feliz término una gestión planificada y racionalista, de arriba abajo, de los bosques, adoptando para ello tanto medidas negativas (detener la deforestación) como positivas (fomentar la producción de árboles mediante la silvicultura de plantación). Algo parecido aconteció en los treinta años, desde 1966 a 1996, en que el dictador Joaquín Balaguer gobernó la República Dominicana. Esta conducta puede tener perfecto sentido económico, como han puesto de relieve Mancur Olson y Hans-Hermann Hoppe: si un gobernante tiene o prevé tener con sus administrados una relación temporal de largo alcance (y que abarque incluso a sus descendientes, en el caso de las dinastías monárquicas), lo más sensato no es exprimir a la población y sacarle sus riquezas de una manera fulminante –al estilo de un «bandido errabundo», como diría Olson–, sino más bien llegar a un pacto tácito de reciprocidad en que el gobernante, comportándose como un «bandido sedentarizado» y orientado al futuro, extrae de sus súbditos tributos soportables a cambio de comprometerse a suministrar a éstos ciertos bienes y servicios colectivos, que incluyan no sólo la dispensación de ley y orden sino también, y acaso, el cuidado y mejora del patrimonio medioambientalMancur Olson, Power and Prosperity, Nueva York, Basic Books, 2000, pp. 25-43; y Hans-Hermann Hoppe, Monarquía, democracia y orden natural, Madrid, Gondo, 2004, pp. 40-123..


Sombras del pasado
 

Los cabecillas políticos de una región pueden incurrir en un empleo absurdo de los recursos que administran por otros motivos. Cuando el poder se encuentra fragmentado y los líderes se afanan en una lucha por ganar prestigio pueden caer en un bucle de retroalimentación positiva que nada ni nadie sea capaz de detener (salvo el agotamiento de los recursos). Esto es lo que parece que sucedió en la isla de Pascua, en que el honor de los reyezuelos locales dependía de erigir estatuas de mayores hechuras que las de sus competidores empleando fuerza de tracción humana y árboles. Espoleados por este anhelo frenético de gloria, los lugareños acabaron por deforestar su entorno, hundiéndose de paso ellos en el hambre, el declive demográfico, la guerra civil endémica y el canibalismo.

Con esto hemos entrado en un apartado diferente de «fallos de racionalidad». Hasta ahora hemos visto fracasos sociales debidos a insuficiencias informativas o a conflicto de intereses entre diversas facciones de una población (al actuar racionalmente en defensa de sus propias prioridades, una de esas facciones –una camarilla de poder, una empresa privada, un grupo de presión– reducía el bienestar de un colectivo más amplio y lo sumía en el estancamiento y a veces la catástrofe sin vuelta atrás). Pero ahora entramos de lleno en el nicho de lo que Diamond llama, con un rótulo algo engañoso, «conductas irracionales» (p. 559). Son situaciones en que la racionalidad se va de vacaciones ante fuerzas más poderosas, como los mecanismos de retroalimentación positiva o las inercias culturales. Es, tal vez, la parte teóricamente más interesante del libro de Diamond, en la medida en que suministra munición de primera calidad con que tirotear la imagen del decisor racional, del homo oeconomicus, que aparece retratado en los textos habituales de economía (y de otras ciencias sociales influidas por la economía).

El decisor racional es pintado como un humanoide sin historia, sin pasado de ningún tipo: ni evolutivo, ni cultural, ni personal. El pasado de la especie no ha dejado huellas intelectuales ni desiderativas en él, al contrario de lo que se esfuerzan por enseñarnos los psicólogos evolucionistas, para quienes surgimos al mundo dotados de serie con ciertas predilecciones y sesgos cognitivos que han llegado hasta nosotros por herencia biológica. Por ejemplo, nuestro gusto acentuado por la grasa, el azúcar y la sal es un legado de tiempos pretéritos (donde estas sustancias eran escasas en la dieta), que se ha vuelto inadecuado en los ambientes industriales modernos, en que solemos satisfacer esas inclinaciones dietéticas más allá de lo que es conveniente para nuestra saludVéase Randoph M. Nesse y George C. Williams, ¿Por qué enfermamos?, Barcelona, Grijalbo, 2000, pp. 200-201..

El decisor racional también está exento de pasado personal: lo que hace no le crea hábitos ni carácter; el homo oeconomicus no tiene carácter, no sabe siquiera lo que es esto. Se enfrenta a cada nueva situación en un estado de virginidad intelectual persistente y completa: nada de cuanto haya elegido en el pasado influye en sus elecciones presentes, él es capaz de juzgar los caminos de cada encrucijada optativa por sus propios méritos y no entiende de rémoras mentales de ningún tipo. Pero, eso sí, se le supone equipado con una potencia de raciocinio desaforada y en absoluto realista para escoger lo que le conviene. Una descripción así del ser humano habría hecho fruncir con desdén conmiserativo sus finos y florentinos labios a Maquiavelo, que estaba al corriente del apego desmedido que experimentamos los humanos a cuanto nos ha dado resultado en el pasado, incluso aunque nos cause ya visibles quebrantos en el presente:

«Si un hombre actúa con precaución y paciencia y los tiempos y las cosas van de manera que su forma de proceder es buena, va progresando; pero si los tiempos y las cosas cambian, se viene abajo porque no cambia su manera de actuar. No existe hombre tan prudente que sepa adaptarse hasta este punto: en primer lugar, porque no puede desviarse de aquello a lo que le inclina su propia naturaleza y, en segundo lugar, porque al haber prosperado siempre caminando por un único camino no se puede persuadir de la conveniencia de alejarse de él. […] Concluyo, por tanto, que –al cambiar la fortuna y al permanecer los hombres obstinadamente apegados a sus modos de actuar– prosperan mientras hay concordancia entre ambos y vienen a menos tan pronto como empiezan a separarse»Maquiavelo, El príncipe, Madrid, Alianza, 1982, pp. 118-119..

El pasado importa y pesa, como sugiere Maquiavelo, y esto les ocurre no sólo a los individuos sino, asimismo, a los grupos en que conviven. También la suma de actos de un conjunto de personas va segregando, a lo largo del tiempo y con el transcurso de las generaciones, hábitos sociales residuales, instituciones de crecimiento espontáneo. Estos residuos institucionales constituyen, en la medida en que han pasado la prueba del tiempo, cápsulas condensadas de «sabiduría sin reflexión»: quien se guía por ellas se convierte en un ahorrador de racionalidad sin por ello transformarse en un estúpido.

Este lastre histórico, confinado en la dimensión tácita (en todo aquello con lo que las personas cuentan y dan por sentado a la hora de obrar, y en cuya presencia ya ni siquiera se fijan), suele ser útil casi siempre, pero en ocasiones puede convertirse en una trampa. Las normas sociales y tácitas nunca muestran con mayor elocuencia ser lastres potencialmente perniciosos que cuando han ido creciendo en un ambiente y luego son trasladadas mecánicamente a otro. Así les pasó a los vikingos colonizadores de Groenlandia, que se llevaron consigo no sólo sus cabezas de ganado y sus aperos, sino todo un estilo de vida dotado de una inercia fortísima: su religiosidad cristiana, su orgullo de europeos de piel blanca, su visión de sí mismos como ganaderos (no como cazadores). Tradiciones y predilecciones todas ellas que se fraguaron en sus enclaves originarios de Gran Bretaña y Noruega, y que les proporcionaron buenos rendimientos allí, pero que les dejaron enjaulados intelectualmente y cavaron su ruina en la desapacible y exigente Groenlandia. La férrea impermeabilización en sus rutinas sociales les impidió hacer un aprendizaje –siquiera selectivo– de las técnicas de supervivencia de los cazadores inuit, que compartían con ellos su entorno.

Los vikingos fracasaron en Groenlandia porque ésta era una tierra muy poco apta para la cría de ganado (un lujo ecológico allí) y que, en cambio, sí servía para la caza. La obstinación de los vikingos en ser ganaderos, ateniéndose así a un trasfondo cultural tácito incubado en otro entorno y del que ya ni siquiera eran conscientes, les condujo al desastre en una zona del planeta inadecuada para esta forma de vida. E hizo también que triunfaran los inuit (esquimales), y no porque éstos fueran más racionales, sino porque su trasfondo cultural había ido formándose al contacto prolongado con ese hábitat (el hábitat había seleccionado hábitos apropiados y eliminado los inapropiados), mientras que los escandinavos habían cambiado de hábitat sin cambiar de hábitos. La inercia de esos «valores culturales» compartidos, por decirlo de manera más campanuda y tradicional, pudo más que el ejercicio evaluador desprejuiciado que se presupone en un decisorracional. Era impensable para los vikingos adoptar el modo de vida de los cazadores inuit, salvajes y paganos, devo­radores de focas, ballenas y pescado, a los que llamaban despectivamente skraelings (desgraciados).

El ahorro de reflexión racional que supone acudir a recetas de conducta que dieron buenos rendimientos en el pasado es bienvenido si las condiciones del presente no han fluctuado mucho, pero puede convertirse en una trampa para tomar decisiones inteligentes cuando la situación ha dejado de ser la que era, y la rutina que funcionaba bien con anterioridad es ahora contraproducente. Maquiavelo deja sin responder la pregunta crucial: ¿cómo saber que el viento de la fortuna ha cambiado de rumbo y es el momento de reajustar a él nuestra conducta? Por descontado, no hay respuesta (ni siquiera atisbo de respuesta) a un interrogante así. Cosa que también Diamond reconoce: «Resulta dificilísimo solucionar el dilema sobre si debe abandonarse parte del núcleo fundamental de valores que uno defiende cuando dichos valores parecen estar volviéndose incompatibles con la supervivencia […]. A menudo no hay certeza de que aferrarse a un núcleo de valores resultará fatal o (a la inversa) de que abandonarlos garantizará la supervivencia. Al tratar de continuar siendo ganaderos cristianos, los noruegos de Groenlandia daban a entender en realidad que estaban dispuestos a morir como ganaderos cristianos antes que a vivir como inuit; perdieron la apuesta» (p. 561).

Ahora mismo, todos nosotros, todos los habitantes de este planeta globalizado, estamos inmersos en una inercia cultural potencialmente peligrosa y de resultado incierto. ¿Tendremos la suficiente elasticidad comportamental como para renunciar en el Primer Mundo a nuestros niveles actuales de consumo de bienes y producción de residuos cuando la incorporación paulatina e incoercible de cada vez más habitantes del Tercer Mundo al nivel de vida de los países pudientes amenace con volver insostenible el impacto humano per cápita actual? El «impacto humano per cápita» es la cantidad media tanto de consumo de recursos como de producción de residuos por persona de un país. En promedio, el impacto humano per cápita de cada ciudadano del Primer Mundo es 32 veces el de un ciudadano del Tercer Mundo (pp. 459 y 640-641). La solución no va a estar en las antipáticas y poco liberales políticas de restricción a la inmigración que buscan negar el acceso a las tierras de promisión y despilfarro del mundo rico a los desharrapados que acampan en su extrarradio. Estas políticas de precintado de los enclaves de opulencia (comprensibles sólo por los múltiples inconvenientes que en el corto plazo –y es de esperar que sólo en el corto plazo– ocasionan a las sociedades anfitrionas) no parece que vayan a ser efectivas a largo término para asegurar a los países más prósperos –reservándolos para ellos– los niveles de consumo y generación de residuos. Tanto si las naciones que hoy producen un impacto humano per cápita reducido lo mantienen y se convierten en exportadoras masivas de mano de obra, como si esas naciones alcanzan por sí mismas el camino a la prosperidad material y se frena así su flujo de emigración (como ha sucedido con Malasia, Corea del Sur, Singapur, Hong Kong o Taiwán; y puede que suceda en el futuro próximo con China y la India), el resultado será, en cualquier caso, el mismo: cada vez más gente estará presionando sobre cada vez menos recursos globales. Da igual que los emigrantes, a título personal, logren subirse al hechicero carro de la abundancia o que lo hagan, a título colectivo, sus sociedades: el resultado será que no podrá mantenerse por mucho tiempo el grado de impacto humano per cápita sobre el entorno. A pesar de lo cual los habitantes manirrotos del planeta continuaremos obcecadamente apegados a los listones de consumo que ya damos por supuestos (no nos avendremos a disponer de menos comida, agua, electricidad o gasolina; ni tampoco a reducir el tamaño de nuestra bolsa de basura), tal vez de modo parecido a como los vikingos groenlandeses persistieron en sus costumbres y querencias cuando éstas empezaban ya a ser un obstáculo para su supervivencia.


¿Otro ecologista pelmazo?
 

No, definitivamente Diamond no es uno de esos ecologistas que se han ganado a pulso la fama de ser «machacones, estridentes, deprimentes, aburridos y negativos» (p. 720). No se me ocurren adjetivos más inapropiados para calificar a Diamond o su libro. Es verdad que en sus páginas se relatan historias de desplome social (los ma­yas, los anasazi, Pascua, la Groen­landia vikinga), pero Diamond se resiste a contarlas y poner tras ellas unos ominosos puntos suspensivos. Reconoce sin rebozo que no podemos aplicar linealmente a nuestro presente las lecciones de aquello que funcionó mal en el pasado (p. 665). Sale al paso, asimismo, de algunas de las objeciones que suelen formularse a quienes empiezan a hablar de problemas medioambientales, entre ellas algunas caras a los economistas, como la de que la tecnología nos salvará, que el mercado es un mecanismo inmejorable para absorber y amortiguar los impactos negativos exógenos (incluida la escasez de recursos), o que el aumento de la población, más que un gravamen, es un signo de esperanza, pues significa que habrá más inventores potenciales de remedios a los males que nos asedian. Los economistas suelen desempeñar el papel de optimistas en la película medioambiental, dejando a los ecologistas representar a los personajes cenizos y aguafiestas, de modo que está muy bien que Diamond se ocupe de algunos de los encogimientos de hombros predilectos de los economistas y demuestre incluso conocer sus maneras de argumentar sobre cuestiones relativas al medio ambiente.

Lo que sí afirma Diamond es que hay en efecto un problema medioambiental de raíz antropogénica que está acelerándose exponencialmente, pero reconoce que están acelerándose, asimismo de forma exponencial, nuestra sensibilidad hacia ese problema y nuestros conocimientos para resolverlo. Queda por ver cuál de estos dos caballos que galopan desalados ganará la carrera (una imagen esta recurrente en su libro: pp. 487, 540, 675). De momento, nadie conoce ni el resultado de esta carrera, desde luego, ni siquiera quién lleva la delantera. Afirma igualmente, y reconozcamos que se trata de una imagen algo agobiante, que si, para nuestra desventura, resulta que pierde nuestro caballo favorito, nos encontraremos tan atrapados en el radio de influencia del desastre como los isleños de Pascua lo estaban en su diminuto hábitat. No habrá otro sitio a donde ir, no existirán seguramente esas «colonias del mundo exterior» que se mencionan en Blade Runner, lugares en los que refugiarse tras haber dejado a nuestra espalda un planeta ensopado en lluvia ácida. 

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