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Mr. Kane y el ruido de fondo

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Todo tiene su parte buena. También –por referirme a algo verdaderamente repugnante–, la programación de la mayoría de las televisiones generalistas. Incluidas, claro está, las cadenas oficiales, en caída libre por la pendiente de la más casposa cutrez. Doy por sentado que a muchos de ustedes les sucede lo mismo que a mí: cada vez recurren menos al invento. A las horas en que más necesitaríamos disfrutar de una mezcla decente de entretenimiento e información, la caja iluminada se niega a proporcionárnosla con inquebrantable obstinación. En muchos casos, el llamado prime time y sus alrededores cronológicos se ha convertido en una especie de estercolero cultural poblado por famosos-por-nada que pretenden ilustrar nuestro ocio con el relato de sus nimiedades existenciales, ya sea en el estudio –donde son estimulados por «expertos» en temas del corazón, con el inevitable mariquita orgánico incorporado– o en islas desiertas, interiores con sábanas revueltas o escenarios igualmente imaginativos. El sentimiento –y, especialmente, el sentimiento artificialmente pervertido– lo es todo. Las escasas veces que, a esas horas, proyectan una película «entretenida» que no se haya programado diez veces en los últimos dos años, la cinta se ve interrumpida constantemente por cortes publicitarios que terminan agotando la paciencia del espectador más esforzado. Y, créanme, mi concepto de lo «entretenido» incluye cosas que hace diez años me hubieran parecido simplemente estúpidas: lo digo para que, si alguien me acusa de elitista, maneje todos los datos. La competencia enloquecida por la audiencia ha reducido la oferta hasta llegar a esa intercambiable papilla mediática que pone de manifiesto el desesperado zapeo de quien busca otra cosa, cualquier otra cosa. Del panem et circenses de Juvenal se ha pasado al panem et cutreces de nuestra cotidianidad televisiva. Y permítanme que no siga: noto que es un asunto ante el que se me va agotando el sentido del humor.

* * *

Pero, como decía antes, no hay mal que por bien no venga. A resultas de lo ya explicado, a las horas en que mi cuerpo me exige la diaria dosis de narración en imágenes me he acostumbrado a recurrir a mi modesta videoteca, donde almaceno un poco de todo. Hace unos días tuve ocasión de volver a visionar una película obvia, una de esas que ya se dan por supuestas y cuya revisión produce un inicial sentimiento de pereza: Ciudadano Kane. No soy tan petulante como para cantar sus excelencias: desde 1941 hasta hoy han corrido caudalosos ríos de tinta saturados de análisis de todos los pormenores de uno de los monumentos imprescindibles del arte del siglo XX . Tanto el texto fílmico, como los mitos extratextuales (incluyendo, claro está, la reacción de William Randolph Hearst, presunto modelo del personaje central), han sido escudriñados hasta la saciedad por varias generaciones de críticos que han «leído» la película desde su propia situación en el mundo, extrayendo poco a poco su pluralidad inagotable de sentidos. Borges escribió en cierta ocasión, y no sin reticencia, que Ciudadano Kane era «genial en el sentido más nocturno y más alemán de la palabra». Quizás habría que añadir, sin embargo, que también es un prodigio de narración poliédrica capaz de suscitar nuestra participación –como detectives, como críticos, como psicoanalistas–, durante las dos horas en que se despliega.

Decía Calvino (Italo) que «clásico es lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero que al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo». He revisado la película mientras a mi alrededor global resuenan los tambores que llaman a guerra y la protesta de quienes se oponen a ella. Quizás por ello me he fijado en aspectos que en otro momento no habrían reclamado mi interés. Casi olvidado de que el motor del relato es la investigación sobre Rosebud –la última palabra que sale de los labios de Charles Foster Kane en su lecho de muerte–, mi atención se ha orientado hacia las notas que podían marcar el contexto en el que el jovencísimo Welles se planteó y realizó la película, en un Hollywood que abrió sus brazos (por primera y última vez) al genio que había conmovido a América (y avivado la codicia de los estudios) con su programa radiofónico La guerra de los mundos.

Welles era lo que en la cultura política norteamericana se llama un liberal. Había regresado de la Europa de los frentes populares, creados como respuesta al ascenso del fascismo, dispuesto a apoyar más que nunca la política de New Deal. Cuando Hitler se tragó Polonia, Welles ya era un intervencionista. Lo era incluso antes del propio Roosevelt, que, tras su «conversión», tuvo que bregar mucho tiempo en sus fireside chats radiofónicas para liberar a la mayoría de sus compatriotas de la influencia aislacionista, algo que no logró plenamente hasta el 7 de diciembre de 1941, tras el ataque a Pearl Harbour.

El «ruido de fondo» de la obra maestra de Orson Welles es, precisamente, el gigantesco debate entre esas dos grandes tentaciones que han estado presentes en la vida pública estadounidense desde George Washington. Y que siguen presentes. Cuando se estrenó la película –sólo medio año antes de la entrada en guerra de Estados Unidos– la relación de fuerzas ya se inclinaba hacia los que reclamaban intervenir contra el nazismo. En sus filas no todos eran liberales, claro: para algunos era evidente –como se demostró más tarde– que la guerra, con todo lo terrible que pudiera llegar a ser, serviría como reactivador definitivo de una economía que, todavía en 1937, se resentía de las consecuencias del crack de 1929.

Pero quien definitivamente no lo era fue Hearst, el modelo sobre el que se construyó el personaje de Kane. El magnate de la comunicación, que había completado su viaje (como el propio Kane) desde el populismo a la extrema derecha, era una figura fundamental del lobby reaccionario que se empeñaba en permanecer al margen del conflicto «extranjero», sin hacer distinción de quién pudiera llevarse el gato al agua en la «vieja Europa». Ese Hearst complejo –acusado de comunista y de fascista–, archienemigo de Roosevelt y adalid del aislacionismo desde los titulares de sus amarillentos medios, es el que Welles, entonces un antifascista militante, refleja parcialmente en su película.

Y es en su última parte, cuando Kane y su esposa se encierran en el castillo-fortaleza de Xanadú (Coleridge: En Xanadú se hizo construir Kubla Khan un fastuoso palacio), cuando Welles castiga con saña el aislacionismo de Hearst en el del propio Kane, sepultado entre heterogéneos objetos de arte sin desempaquetar que ha adquirido compulsivamente en la «vieja Europa». Solo, viejo, sin amigos, abandonado finalmente hasta por su mujer, ajeno totalmente al mundo exterior, Kane muere musitando la palabra que ya no puede devolverle el sabor de la inocencia perdida.

Ahora, con la amenaza de un conflicto de consecuencias absolutamente imprevisibles, aquel Welles liberal hubiera necesitado un Kane bien distinto. Y otra película.

El ruido de fondo. Los tambores. La guerra.

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Ficha técnica

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