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Circunstancias de la prosa

Prosa y circunstancia

ENRIQUE LYNCH

Anagrama, Barcelona, 1997

216 págs.

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Es propio del pensamiento finisecular (de finales de este siglo, no del pasado) que algunos profesionales de la filosofía anden a caballo entre las ideas y la narración, es decir, que introduzcan el elemento subjetivo en sus aspiraciones conceptuales y al revés. Este nuevo libro de Enrique Lynch, autor suficientemente conocido entre nosotros por sus libros Las lecciones de Sherezade, El merodeador o Dionisio dormido sobreun tigre, entre otros, participa de esta ambigüedad que ha dado productos notables. Por un lado, porque el ensayista, metido en esa voluntad narrativa, se atreve a decir cosas en nombre propio, es decir incorporándose, y por el otro porque –cuando son obras logradas-otorga al personaje central, al Autor, la categoría de personaje interesante, en el sentido intelectual, algo realmente extraño en la novelística de lengua española. Nuestras novelas están, desde el principio, llenas de bribones y pícaros, de apasionados y melancólicos, pero difícilmente podremos reunir un puñado de personajes como los que dialogan en La montaña mágica.

El título Prosa y circunstancia es sin duda un eco de Pomp and Circumstance, marcha de Edward Elgar. La pompa, parece decirnos su autor, gracias a las circunstancias, a la cotidianidad, se ha convertido en prosa. Las reflexiones de Lynch –escojo algunos temas– son acerca de una partida de ajedrez de Gari Kaspárov con un ordenador, la dimensión moral de los psicópatas, la manía de Walter Benjamin de apuntar todos los libros que leía, la presencia y fantasmalidad de la juventud, el mundo académico y su retórica, la relación entre deseo y mercado, obreros y burgueses, el harén y la monogamia, el artista, ser judío, y, en el capítulo titulado «La pregunta de Sócrates», el suicidio, no de manera genérica, sino en este caso de su madre, Marta Lynch. Cierra el libro un capítulo con la bipolaridad me gusta/no me gusta, que también Roland Barthes retomó en su Roland Barthes por Roland Barthes, y que explica el escritor francés diciendo que ese conjunto de afirmaciones y negaciones quieren decir «mi cuerpo no es igual al suyo». Yo me atrevo a añadir que ese cuerpo no carece de alma. Es sin duda el capítulo más prescindible, pero probablemente –como es mi caso– el que primero lea quien ojee el libro. El espíritu de Barthes sonríe tras mi aseveración: aunque esas afirmaciones y negaciones carecen de literatura, nos atraen porque observamos sus diferencias corporales, o las que el autor pretende.

Es difícil comentar un libro así, debido a que no hay demasiados argumentos y tampoco suficiente literatura. Pero sí podríamos intentar un retrato del autor, porque, al fin y al cabo, un rostro es lo que estos textos parecen dibujar. Lo que sigue será un retrato con retoques. El Autor es alguien muy consciente de su singularidad; aunque ésta no sea fácil de definir está dispuesto a negar las semejanzas. Siente debilidad por el modelo de sociedad estamental, aunque critique la universidad y sus jerarquías. Prefiere el siglo XVII al XVIII, como Marc Fumaroli, e intuyo que por dos razones al menos: porque su pensamiento es menos crédulo (no confía tanto en las razones de la Razón) y porque aún no han descubierto la figura del intelectual. Jean de la Bruyère antes que Voltaire, supongo; por eso relaciona la costumbre de leer el periódico con el izquierdismo (como si ABC no vendiera lo suyo). El Autor tiende a subrayar sus orígenes burgueses frente a los desclasados y «rufianes». Se asombra Lynch del culto que en España se rinde al Energúmeno (sus ejemplos son Benet, García Calvo, Gustavo Bueno y Sánchez Ferlosio entre los de nuestro tiempo), y sin que yo le dé ni le quite la razón en sus elecciones le matizaría que es un mal sin fronteras. Aunque demuestra una fina cultura, compensa la exquisitez con el gusto denodado por un poeta ramplón, Philip Larkin. Su creencia en que la cabezonería de Heidegger al no arrepentirse de su defensa del nazismo es un gesto que logra salvar su filosofía, es de carácter aristocratizante, ya saben: genio y figura, etc. Al rescatar ese gesto el Autor no justifica la actitud del pensador alemán, está muy lejos de ello, sino la dimensión individualista del mismo. En fin, por muchas razones, el Autor despierta nuestras simpatías, una de ellas por su elegante y tersa escritura; además, por reaccionar contra los lugares comunes, aunque a veces se echa de menos que no busque el lugar de la comunión.

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Ficha técnica

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