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Cínicos y cinismo de nuevo cuño

Los cínicos, el movimiento cínico en la Antigüedad y su legado

ROBERT BRACHT BRANHAM, MARIE-ODILE GOULET-CAZÉ

Trad. de Vicente Villacampa Seix Barral, Barcelona 592 págs. 22,83

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«Invalidar la moneda en curso» –o acaso acuñar nueva moneda (paracharáttein to nómisma)–, tal era la consigna de Diógenes el Perro. La subversión de los valores tradicionales de la sociedad era el principal postulado de esta filosofía guerrillera y practicante que se alejó tanto de las escuelas filosóficas (haireseis) de la época helenística como de la moral cívica tradicional, proponiendo un retorno a la naturaleza, a los orígenes del hombre, a la sencillez.

En efecto, más que una escuela filosófica en sí, el cinismo se podría definir como un movimiento cultural que abarca manifestaciones de muy diversa índole, sobre todo literarias. No se ocupa, pues, de los desvelos de las otras escuelas filosóficas, tratando en gruesos volúmenes la metafísica, la política o la ética, sino que se constituye como una filosofía en acción. Una suerte de «anarquismo filosófico» que propone pasar a la acción directa, como correlato del pensamiento. El cinismo tuvo gran calado en el mundo antiguo y una repercusión enorme en la civilización occidental; sólo en las últimas décadas está reivindicándose como merece y este libro lo sitúa en su justo lugar.

En ocasiones se ha querido ver el cinismo como el primer movimiento de masas de la historia, una corriente que fue capaz de arrastrar a muchos a la condición de outsiders, a vivir una vida en los márgenes de la sociedad, en claro desafío a los valores establecidos. El emblema del perro, animal desvergonzado por excelencia, fue adoptado por esta secta filosófica. El perro habita junto a los hombres, conoce su sociedad y se queda tumbado, indolente, en la plaza pública viendo pasar a los hombres que caminan atareados, inmersos en sus insignificantes preocupaciones cotidianas, sus intrigas y sus ambiciones. El perro vive en la sociedad humana, pero se mantiene al margen de ella, sin molestarse en ocultar tras el velo del pudor o la vergüenza sus actos naturales: sexo, heces, orina… Así obrarán los cínicos: sin tapujos.

«Perro» era en la Grecia antigua el insulto más grave para un hombre de bien: ser un perro era carecer de aidôs, «vergüenza» o respeto. Un furibundo Aquiles llama «ojos de perro» a Agamenón, pastor de pueblos, pues le ha arrebatado su preciado botín. Los cínicos harán así de la anaideia –la desvergüenza– su consigna para moverse entre los demás hombres, denunciando la moral tradicional e hipócrita mediante actos chocantes, obscenos y escandalosos, pero cargados de una profunda crítica y revisión filosófica de la sociedad. Grupos de «perros» que seguían la estela de Diógenes de Sínope, vagabundeaban por las decadentes polis helenísticas, ciudades en crisis política y de valores, provocando el estupor de la gente de bien pero también despertando sus conciencias.

Además de este deseo de contravenir lo aceptado por convención (nomos), esa praxis filosófica se aúna con la disciplina en que se debe ejercitar el sabio, la áskêsis. Como si la filosofía fuera un deporte, el sabio se adiestra mediante privaciones, en una vida austera, como ejemplifica el zurrón y el basto tribôn o manto del cínico, su frugal modo de vida, «ascético», y el clásico «barril de Diógenes». Acción, autosuficiencia, indiferencia ante la sociedad, la satisfacción de las necesidades básicas. En fin, una vida katà phy´ sin, según la naturaleza, contra cualquier imposición social.

«Cínico» (de kynikós, «perruno») ha adoptado un significado diferente en nuestros días, cargado de desprecio, una connotación negativa en el vocabulario moderno, y este libro contribuye a aclarar las razones de este cambio semántico. De hecho, el alemán diferencia modernamente entre Kynismus (con k, de kúyôn, perro), que se refiere a los filósofos cínicos, y Zynismus, que sería el concepto actual de cinismo. Quizá podría adoptarse esta diferenciación en castellano, como de hecho ya se ha propuesto (quínico-cínico).

Son los representantes más preclaros del cinismo Antístenes –que fue discípulo de Sócrates–, Diógenes de Sínope y Crates de Tebas. Aún hoy se discute la paternidad del movimiento, si el primer perro fue Antístenes, el más socrático, o Diógenes, a quien el propio oráculo de Apolo le indicó que debía «invalidar la moneda en curso». Crates, que renunció a sus riquezas por seguir la vida perruna, hizo proliferar a su vez el prototipo del cínico vagabundo. También hay que destacar la figura pseudofilosófica y de inspiración cínica de Menipo de Gádara, que se sitúa en un terreno indeterminado entre la literatura, el pensamiento y la ficción que le hace personaje de aventuras irónicas, y a quien debemos, según se dice, la sátira como género.

Los cínicos han sido deliberadamente tachados de los manuales de filosofía y apenas si se dedican un par de páginas a explicar su curiosa actitud. Desde que Hegel sentara las bases de la historia de la filosofía, se desechó tratar de la vida del filósofo: sólo las ideas debían pasar a los libros. Antes de él interesaban las «vidas» de filósofos (como las Vidas y opiniones de los filósofos ilustres de Diógenes Laercio), que, se suponía, debían estar en consonancia con lo que predicaban. Pero, ¿qué queda del cinismo si le quitamos las propias vidas de los «perros»? Ninguna obra de las muchas que Antístenes escribió. Nada de Diógenes, Crates o Bión nos ha sido transmitido. Nada. Sólo referencias de segunda mano. Sólo anécdotas sobre el comportamiento excéntrico de los cínicos.

Rescatados de esta damnatio memoriae por Dudley en su libro A History of Cynism. From Diogenes to the 6th Century (1937), la moderna revalorización del cinismo histórico ha tenido que esperar hasta la década de los setenta, cuando diversos estudiosos, ya sea desde el campo de la filosofía o desde los estudios filológicos, han retomado el espíritu del Perro. Así, la monografía fundamental de Heinrich Nieuhes-Pröbsting, Der Kynismus des Diogenes und der Begriff des Zynismus (1979) explica la recepción moderna del cinismo y la sugestiva Crítica de la razón cínica de Peter Sloterdijk (1983, trad. esp. con prólogo de Fernando Savater, Taurus, Madrid, 1989) ha propuesto un «neocinismo» como filosofía postmoderna. Carlos García Gual, que con La secta del perro (Madrid, Alianza 1987, 7.ª ed., 1998) ha escrito el más difundido acercamiento a los cínicos en lengua castellana, se ocupa de prologar el volumen Los cínicos, que se nos antoja una obra de referencia indispensable. La calidad de los artículos y de sus colaboradores, todos especialistas en el tema, hace de este libro una obra excepcional y muy recomendable para quien desee adentrarse en el mundo de los cínicos; supone, así, la más actualizada contribución teórica a su estudio, realizada con una visión de conjunto: filosófica, literaria e incluso iconográfica, y desde una ambiciosa perspectiva cronológica que abarca más de veinte siglos de historia y recepción del cinismo.

En consecuencia, el estudio comienza con el mundo grecorromano y continúa con la influencia del cinismo en la Edad Media, el Renacimiento y la Ilustración para terminar con sus más recientes manifestaciones en el pensamiento, con Nietszche y Sloterdijk. Desde Dante –que sitúa a Diógenes en un privilegiado lugar de su más allá–, hasta el retorno a la naturaleza de Rousseau, son muchos los que se han sentido fascinados por las jugosas anécdotas (chreiai, ocurrencias o dichos famosos), de Diógenes el Perro, recopiladas casi cinco siglos después de su vida por Diógenes Laercio, un erudito que parecía más interesado en compilar una especie de «antología del humor» de este curioso filósofo combativo. Y es difícil resistirse a transcribir alguna de ellas, de tanta fama como ingenio, como las célebres réplicas a Alejandro Magno, que ponen de manifiesto la contraposición entre el sabio cínico y el poderoso. El filósofo toma plácidamente el sol y sólo quiere que el gran rey se aparte, le habla con su insolencia habitual y se declara perro, «porque muevo el rabo ante los que me dan algo, ladro a los que no me dan, y muerdo a los malvados». Sus respuestas son hábiles y chispeantes y avivan la reflexión al momento. Siendo vendido como esclavo, le preguntaron qué sabía hacer y respondió: «gobernar hombres». En medio de la locura humana, el cínico se muestra indiferente: se cuenta que en medio de los frenéticos preparativos para la guerra en Atenas, Diógenes se limitaba a hacer rodar su tinaja por entre los atareados ciudadanos. Un gesto surrealista y desafiante, como sus masturbaciones en público diciendo: «Ojalá pudiera apagar el hambre frotándome la barriga».

Al formularle a Diógenes la vieja pregunta griega de «qué es lo mejor entre los hombres», él respondió que la «libertad de expresión», la parrhêsía, el decirlo todo. «Es el único movimiento de la Antigüedad –por decirlo en palabras de Bracht Branham– que situó la libertad como valor central, y la libertad de expresión en particular». Una vez más, sorprende la modernidad de los cínicos que, en ocasiones, han sido equiparados a movimientos modernos como los hippies o beatniks. También, en este sentido, fue el primer individuo que se declaró «ciudadano del mundo», cosmopolita, en un sentido que el ensayo de John L. Moles defiende como positivo, integrador. El cínico rechaza la polis como algo impuesto por convención. De ahí la arrolladora modernidad del cínico: conceptos como libertad de expresión, cosmopolitismo, individualismo, vuelta a la naturaleza, franqueza, nos recuerdan demasiado a las conquistas y movimientos políticos y cívicos del pasado siglo. El feroz individualismo de los cínicos tuvo hondo arraigo en las ciudades griegas y ejerció también su fascinación sobre las generaciones de hombres que vinieron después. Humano, demasiado humano, parafraseando a Nietzsche, para quien Diógenes representa un profundo y humanista vitalismo. El filósofo alemán evocará al cínico en su afán de «buscar al hombre» en el ágora, con una linterna en pleno día, en El moderno Diógenes: «Antes de buscar al hombre, hay que haber encontrado la linterna. ¿Tendrá que ser la linterna del cínico?».

En definitiva, Los cínicos pone de manifiesto la relevancia de esta antigua secta y aviva la reflexión sobre su trascendencia. Se estudia su origen en la tradición socrática (cuentan que Platón llamó a Diógenes un «Sócrates enloquecido») y la primitiva etnografía griega, en una época que nos describe Marie-Odile Goulet-Cazé con algunas consideraciones sobre la crisis de la religiosidad y de la polis. Ya desde la Antigüedad se empieza a labrar una imagen idealizada del cinismo (como se ve en el ensayo de Billerbeck), en tanto que es esgrimido por filósofos estoicos e incluso por apologistas cristianos como ejemplo. Figuras tan dispares como Epicteto, el emperador Marco Aurelio, Juliano el apóstata, Orígenes o san Juan Crisóstomo –paganos y cristianos– lo ensalzan, unos para hablar de la entereza moral del estoicismo, los otros para justificar el monaquismo o comparar a Diógenes en su extrema pobreza con Jesús. De esta forma se llega a hablar, desde los autores paganos, de una cierta misión divina del cínico (ese «perro celestial») entre los hombres. Y desde el cristianismo se podría asociar a Diógenes el cínico con la figura del «santo loco» o «loco por causa de Cristo», expuesto a las burlas y al desprecio de los hombres pero que habita entre ellos para su salvación. Así, se apunta en algún ensayo la deuda del estilo de san Pablo con la tradición literaria cínica, y no falta quien aventure la sugestiva hipótesis de que el Jesús histórico fuese un predicador cínico judío.

Si los capítulos que se refieren a la Antigüedad grecolatina están extraordinariamente cuidados, otro tanto se puede decir de los que tratan la pervivencia y transmisión del cinismo antiguo desde la Edad Media. En ellos se constata la diferencia entre el cinismo antiguo y el que hemos llamado «de nuevo cuño»: se empieza a denostar muy pronto la desvergüenza de este movimiento, comparándolo con peligrosas herejías y dando origen a esa «leyenda negra» que es causa de la mala fama del cinismo y, en último término, del significado moderno de la palabra.

Merece una mención especial la recepción del cinismo en España, y en especial en nuestro Siglo de Oro, con frutos como el Menipo litigante de Argensola. ¿Cómo olvidar el Menipo que retrata Velázquez, o el Coloquio de los perros cervantino? En éste, de clara inspiración cínica, algún estudioso ha sugerido reconocer a Diógenes tras Cipión y a Menipo bajo el perruno disfraz de Berganza y no estaría mal que se investigase hasta qué punto está endeudada nuestra picaresca con el espíritu de estos antiguos perros.

En el brillante ensayo final de Heinrich Nieuhes-Pröbsting se analiza la recepción del cinismo desde la Ilustración a nuestros días: Wieland, Rousseau, Voltaire, Diderot. Todos merecieron en alguna ocasión la comparación con Diógenes, en especial el moralista ginebrino, las más de las veces en tono despectivo. Hoy día el uso de la palabra cínico sigue denotando un desprecio labrado tras siglos de incomprensión (Los cínicos no sirven para este oficio se titula el último libro de Kapu´s´cinski sobre el oficio y la deontología del periodista). Irónicamente, y como curiosidad, se ha llegado a denominar «síndrome de Diógenes» a la manifestación psicológica de la llamada «autodejadez senil», fruto del tremendo aislamiento que sufren los ancianos en nuestra sociedad… Pero quizá quede aún algo del cinismo antiguo, con sus bases de libertad e individualismo, en las reflexiones de filósofos como Sloterdijk, García Calvo y otros. Como también en algunos movimientos juveniles que no cesan de reivindicar para sí el nombre de Diógenes y su emblema perruno.

Desde Nietzsche a estos nuevos pensadores y movimientos, sigue siendo válido el aserto de D'Alembert con el que se puede resumir el impacto del cínico y su ideal de independencia en nuestra civilización: «Cada siglo, y sobre todo el nuestro, necesitaría un Diógenes, pero la dificultad estriba en encontrar hombres que tengan el coraje de serlo y hombres que tengan el coraje de sufrirlo». Hoy es difícil que surja ese Diógenes en una sociedad inmunizada en la que es muy difícil escandalizar ya a nadie. ¿Dónde está el Diógenes de nuestros días?

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