Buscar

Ciencias femorales

CINECIAS MORALES

Martín Kohan

Anagrama, Barcelona 2007

218 pp.

16 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

A la novela Bienvenida al Consejo de Administración, de Peter Handke, le dispensaron el dudoso honor de que en una feria del libro de Fráncfort, en el pabellón del entonces Instituto Nacional del Libro, estuviera expuesta entre los compactos volúmenes de Administración de Empresas; y conste que no se trata de un chiste: hice la correspondiente foto. Ciencias morales, en cambio, no creo que corra el riesgo de ser exhibida entre las obras de Aristóteles, Kant y Spinoza, pero de todos modos, en cuanto que título de una novela, es casi tan desconcertante como el de un poemario de Cristina Peri Rossi: Lingüística general. Y ello con prescindencia de que, además, en verdad debiera titularse Ciencias Morales (¡oh el poder conjurador de las mayúsculas!), pero ese es otro cantar.

En esta novela, que ha ganado un premio de los poquitos que se conceden con cierta garantía, Martín Kohan nos cuenta de manera directa, sin ambages, casi sin concesiones a la literatura, una de esas historias que Carlos Arniches elevó a la perfección artística, y que él denominaba «tragedias grotescas». Tiemble, después de haber reído, y hasta mientras se ríe.

Escenario casi único de Ciencias morales es el Colegio Nacional de Buenos Aires, antes Colegio de Ciencias Morales (vide supra), y aún más antes, durante el virreinato, Real Colegio de San Carlos. Una especie de fragua y forja pedagógicas, antaño de padres de la Patria, hogaño de las futuras clases dirigentes. Como Eton en Inglaterra. Como la ENA para la V República francesa. Como la KGB de la Unión Soviética para la vieja y la nueva Rusia.

La protagonista principalísima de la novela, María Teresa, es una mujer todavía muy joven (unos veinte años) y de no muchas luces, que se desempeña como preceptora de la clase tercero décima del colegio, y a quien distingue el celo que la aqueja por una observancia estricta de los ya de por sí estrictos reglamentos de la institución.

Un día, en un alumno que le resulta particularmente sospechoso, descubre un rastro de olor a cigarrillo, y ello, para María Teresa, no puede significar otra cosa sino que el joven fuma en la escuela, durante el horario lectivo, y le parece evidente que el único lugar donde puede haber «pecado» es en los lavabos. Ansiosa de hacer méritos a los ojos del señor Biasutto, el jefe de preceptores, decide agarrar al infractor con las manos en la masa, y eso no admite ninguna otra alternativa sino esconderse con regularidad tan cronométrica como cotidiana en uno de los retretes de los servicios, durante las horas de clase.

La mitad de Ciencias morales, si no más, transcurre de manera claustrofóbica en ese «lugar sagrado / donde entra tanta gente, / hace fuerza el más cobarde / y se caga el más valiente», como dizque rimó don Francisco de Quevedo. Con una joven bastante inocentona encerrada vigilante en uno de los cubículos, acechando la actividad mingitoria y defecatoria de los alumnos, y alguna vez –aunque sin entenderla–, también la masturbatoria. Mientras que afuera, como dice el tango, continúa teniendo lugar «el carnaval del mundo».

De Francisco, el hermano menor de María Teresa, sabremos que en un ataque de fiebre patriótica se ha presentado voluntario como soldado, y a lo largo de la novela, por las postales que les envía a su madre y su hermana, le seguimos el rastro hasta sus destinos cada vez más y más australes. Al tiempo que por uno y otro detalle acá y allá sabemos que la novela transcurre durante los últimos años de la dictadura innoble de los Videla, Massera, Astiz y abominable compañía, allá por el tiempo cuando se enciende la mecha en la guerra de las Malvinas.

También nos enteramos de que el señor Biasutto, el jefe de María Teresa, es persona de gran predicamento en el colegio, porque a él se deben «las listas» que purificaron a la institución de gérmenes patógenos sociales encarnados en determinados profesores y alumnos. Y asistimos, con no poca diversión (que luego el autor se encargará de cobrarnos cara), a los intentos del súper correcto señor Biasutto para conquistar el corazón (eso pensamos) de María Teresa.

Más no debo contar. Aunque empeño mi palabra en asegurar que aun contándola toda, de pe a pa, sin omitir nada, esta novela puede ser leída sin merma de interés ni de atractivo. Que en gran parte reside en la continencia del idioma, en esa prosa poco menos que de acta policial con la que se nos relatan los pensamientos de los protagonistas y los sucesos en que participan.

Una prosa tan consustancial con lo que cuenta que casi no se la percibe como elemento de la narración; se desprende tan naturalmente de ella misma como la piel que la serpiente pelecha cada tanto. La novela es, si se quiere, esa piel abandonada. Un testimonio irrecusable.

Puestos a buscar pelos en la leche, uno los encuentra: siempre. El rebautizo de Barbra Streisand en la página 88, apostaría algo a que no es culpa del autor, sino de algún corrector sabihondo.

Y hay una falta de lógica interna en la frase de la 114, sobre los días de exámenes escritos en el colegio, donde se dice que entonces «es más probable que ella [María Teresa] ocupe su puesto de vigilancia sin que ningún alumno pase por el baño para fumar (tampoco para nada)», cuando la congruencia obligaría a decir «sin que ningún alumno pase por el baño para nada (menos aún para fumar)». O lo muy raro que resulta que María Teresa vea la clase por primera vez desde la perspectiva de los alumnos tan tarde como en la página 121. O que no se mencione para nada, en un episodio clave de la narración, el hecho de que también comporta sangre la virginidad violada a mano; un episodio este que funciona como una metáfora de las ciencias femorales: la impotencia sexual como correlato (o explicación, o ambas cosas) de la conducta totalitaria.

Hace poco, en términos relativos, descubrí para mí la novela El profundo Sur, de un autor asimismo argentino, Andrés Rivera, y la reseñé acá [Revista de libros, núm. 133, enero de 2008, p. 50] haciendo su elogio con toda justicia, y ahora descubro una vez más para mí, y debo reseñarla con idéntico elogio, esta de Martín Kohan: Ciencias morales. Puesto que Rivera nació en 1928 y Kohan en 1967, creo que hay motivos suficientes para decir que, al menos en Argentina, el testigo ha pasado a otras buenas manos en la carrera de relevos de las generaciones.

Al igual que el de Rivera, éste de Martín Kohan es un relato cargado de historia y de Historia, pero sin alardear de ello, ciñéndose al material narrado como se ciñen los pliegues de la túnica a una escultura grecorromana: con la incomparable seducción del guante ajustándose a la mano para mostrárnosla, al tiempo que nos la oculta y la protege.

 

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

4 '
0

Compartir

También de interés.

El genio dentro de la botella

Se dice que vivimos en una sociedad poscristiana. Los dos autores reseñados matizan o…