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Chloe, de Atom Egoyan

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Nacido en El Cairo en 1960, no puede decirse que Atom Egoyan, el director de Chloe, sea, sin embargo, egipcio. Sus padres armenios, ambos pintores, abandonaron pronto el país del Nilo para emigrar a Canadá, donde creció el pequeño Egoyan. Así que tampoco puede ser considerado armenio, por más que en alguna película se ocupe de la dramática situación del pueblo armenio bajo el dominio turco; y tampoco es canadiense, aunque en ese país haya estudiado el bachillerato que, como bien sabemos, desde que Max Aub lo dijera, es lo determinante a la hora de la vinculación afectiva a un territorio. George Steiner, en su ensayo Extraterritorial, explicó las virtudes que implica haber nacido en una cultura y expresarse en la lengua de otra. Este no es exactamente el caso, pero cabe extenderlo al cine y aplicárselo a Egoyan, porque haber sido educado en tres sensibilidades, estar familiarizado con ellas –la armenia, la egipcia y la canadiense– no es poca cosa.

Tiene así Egoyan una mirada naturalmente compleja e inquisitiva que se favorece sin duda de esas circunstancias. Únase a ello la suerte de un entorno de acogida que reúne las condiciones de la más alta calidad técnica, como son las del cine norteamericano, hecho en este caso en Canadá, con actores anglosajones, iconos de las pantallas del mundo, dotados de esa fotogenia sin la cual resulta prácticamente imposible acceder a aquel cine, muy al contrario de lo que viene ocurriendo en algunos otros lugares de Europa, por ejemplo, y de manera notable, en España. A partir de tales supuestos, el cine de Egoyan se ofrece como una propuesta independiente, alejada del taquillismo a ultranza y, por tanto, sin vínculos con ese lenguaje de videoconsola que, de seguir así, impedirá que las nuevas generaciones puedan disfrutar de lo que ha sido de verdad el cine.

Y vayamos ya a la película. Lo primero que hay que decir de Chloe es que se trata de un remake. Los remakes llevan haciéndose desde que el cine alcanzó la mayoría de edad. En muchas ocasiones buscan simplemente repetir un éxito anterior. Entre los casos más recientes está Algo para recordar, con Meg Ryan y Tom Hanks, que repite el esquema edulcorado y romántico de Tú y yo, adaptándolo con mucha gracia a nuestros días. Uno de los remakes más celebrados ha sido Los siete magníficos, basado en la japonesa Los siete samurais, que añadía el interés del trasplante de culturas, llevando la acción de un Japón tardomedieval al oeste norteamericano. Últimamente abundan los remakes que sólo son un mero paso de una industria a otra, normalmente de cinematografías de menos poderío a la norteamericana, única capaz de asegurar la explotación mundial de un éxito. Este es el caso de Chloe, remake de una película muy reciente, como Vanilla Sky lo fue de aquella película de Amenábar titulada Abre los ojos.
Nathalie X se tituló en España la película de la que nace Chloe, una producción francesa del año 2003, con

Gérard Depardieu en el papel del protagonista masculino, aunque lo verdaderamente relevante, por la perspectiva adoptada, es que la directora y guionista fuera una mujer, Anne Fontaine. Nathalie X fue bastante novedosa en sus planteamientos argumentales y tenía además una fuerte carga erótica, algo que conserva íntegramente la versión canadiense. En realidad no hay grandes diferencias entre ellas y supongo que quienes hayan visto las dos dudarán antes de mostrar sus preferencias. Ambas suceden en un escenario urbano moderno, en ambientes de bienestar y cierta sofisticación: Nathalie X en París, Chloe en Toronto. El núcleo de la historia es el mismo: los celos que impulsan a Catherine a contratar a una prostituta de lujo, escort girl, para que, fingiendo un encuentro casual, y haciéndose pasar por estudiante, ponga a prueba la fidelidad de su marido.

Y, sin embargo, algo las distingue, una sutil diferencia que resulta importante y que se filtra como sin querer en la entraña de la película. De un lado, el propio contexto cultural, más puritano en el caso norteamericano, más liberal en el europeo. En Nathalie X, por ejemplo, Depardieu confiesa a su mujer que esporádicamente tiene encuentros amorosos con otras mujeres, sin que eso afecte a la solidez del amor que siente por ella. Algo casi imposible en Chloe, dado el código moral norteamericano (al menos el de su cine) –no hay que olvidar la nacionalidad de Erin Cressida Wilson, su guionista–, un código que considera cualquier aventura fuera del matrimonio como determinante de ruptura. Basta recordar que una de las escenas más frecuentes del cine norteamericano es la de la esposa con la maleta recién hecha y los niños de la mano saliendo de casa tras enterarse de que su marido ha pasado la noche con otra mujer.
Pues bien, ese distinto contexto cultural también matizaría la conducta de Catherine al contratar a Nathalie o a Chloe, según hablemos de la producción francesa o de la canadiense, una conducta que debe parecer más natural, o menos anómala, en este último caso. Estamos cansados de ver en el cine y en la televisión cómo la propia policía norteamericana tienta al ciudadano con un cebo para que cometa un delito y, si lo hace, sacar la placa, gritar policía y detenerlo con las manos en la masa, algo que resulta inaudito en Europa. Y eso, más o menos, es lo que hace Catherine al contratar a la escort girl: tender una trampa a su marido en la que cree que éste inevitablemente va a caer.

Parece que el productor canadiense Ivan Reitman quedó tan impresionado por la historia que se contaba en Nathalie X que encargó a la californiana Erin Cressida Wilson, la guionista de La secretaria y de Retratos de una pasión, el guión de Chloe. Los guiones ayudan al buen resultado final de la película, pero no suelen ser tan determinantes como para hacer del trabajo del director un mero cumplimiento de las instrucciones escritas. Son obviamente mundos distintos, uno el de la palabra, otro el de la imagen. Wilson tardó cuatro años en acabarlo, y es de suponer que en ese tiempo haría también alguna otra cosa. En una entrevista declaró su fascinación obsesiva por las dos protagonistas femeninas: «Comencé identificándome con Chloe, la escort girl, y terminé siendo Catherine, la mujer que la contrata». Con el guión en la mano, Reitman contactó con Egoyan, en el que siempre había pensado para dirigir la película. He aquí un productor con criterio artístico. Al especial talento aportado por Wilson para indagar en el meollo erótico de la relación de pareja, quiso sumar la capacidad de Egoyan para explorar ese terreno fronterizo entre el sueño y la realidad, entre lo percibido y lo realmente vivido, lo que viene siendo el sello más personal de su cine.

Chloe es la undécima película de Egoyan. Rodada en la canadiense Toronto, recoge como trasfondo esa pulsión insólitamente sosegada de una de las ciudades más dinámicas del mundo, bastante menos conocida de lo que merece, acaso oculta por la presencia dominante en la pantalla de las grandes urbes estadounidenses: Nueva York, San Francisco, Los Ángeles, Chicago, Boston, Filadelfia, Seattle. Cuando visité Toronto, y de esto hace bastantes años, me llamaron la atención el número y la calidad de sus librerías; me pareció una ciudad de hechuras estadounidenses, con rascacielos y amplios espacios, pero sabiamente entreverada con lo mejor de Europa; una ciudad de ambiente universitario y artístico; una ciudad en la que apetecía vivir. Egoyan pasó allí los años clave de su formación, lo que sin duda le habrá ayudado a mostrar esa seducción íntima de Toronto sin énfasis alguno como el escenario más natural de las vidas de sus protagonistas.
 

Chloe resulta así en lo meramente plástico, y no es poco, una película de gran atractivo. Pero hay algo más que está en su médula y que aflora en sus imágenes, como una especial sensibilidad. Distinguir una obra cualquiera por la autoría femenina o masculina puede ser tema polémico, capaz de encrespar algunos ánimos, los mismos que desterraron la palabra poetisa del diccionario, haciendo de poeta el vocablo único para ese universo, las poetas y los poetas, el poeta y la poeta, aunque todavía se diga los narradores y las narradoras, los directores y las directoras, los actores y las actrices. Digresiones aparte, una de las peculiaridades de Chloe radica, a mi juicio, en la índole de su mirada, una mirada que pone, sin afectación alguna, el acento en lo femenino ahondando en las emociones de la mujer ante el hecho amoroso o simplemente afectivo, o ambos a la vez. Y eso es precisamente lo que hace de Chloe una película más interesante que Nathalie X, pues, aunque dirigida por un hombre, bien es verdad que con el guión de la escritora Wilson, llega algo más lejos en la profundización de esas zonas recónditas, llenas de misterio y escondidas, aun para ellas mismas, de las mujeres que la protagonizan. Pero, como contrapartida, y curiosamente, el hombre, ese marido objeto de atención y vigilancia, resulta de una pasmosa simplicidad, siendo el personaje interpretado por Depardieu de más consistencia, acaso porque, como ya se ha comentado, refleja ciertas diferencias culturales con el mundo norteamericano.

Y es que de París a Toronto, siendo la historia la misma, la mirada es otra, algo más compleja en Toronto, excepción hecha del marido. Chloe y Catherine, o Catherine y Chloe, comparten protagonismo al vivir una sorprendente relación íntima, impactante e inesperada, sobre todo para Catherine, que se ve arrastrada a un ámbito desconocido que revoluciona sus emociones y del que no logra salir más que de manera dramática.

Ambas películas nos presentan en principio a un matrimonio feliz. En el Toronto de Chloe viven David, profesor de música, con gran don de gentes, excelente comunicador, entusiasmado con su trabajo, y su mujer, una acreditada profesional de la medicina, ginecóloga, además de madre y esposa satisfecha; vive con ellos el hijo de ambos, ahora en las turbulencias de la adolescencia, esa adolescencia que en Occidente ya no encuentra las cortapisas de otros tiempos, ni siquiera en la cama de los padres.

Las tres primeras secuencias de Chloe son modélicas y hasta simbólicas. En la primera, tenemos ocasión de ver, sin saber muy bien quién es, a una bella joven en el acto de vestirse (estupenda Amanda Seyfried). Está en ropa interior, con sus puntillas y su lencería de lujo, con su melena rubia brillante cayéndole en cascada sobre los hombros; mientras completa su vestido, hace reflexiones en voz alta que revelan su profesión, habla de lo que les gusta a los clientes, de lo que debe decirles y de lo que debe callar, reflexiones que tienen un cierto calado. En la siguiente, nos hallamos en una clínica ginecológica, en la que una jovencita está siendo explorada por la doctora Catherine (magistral Julianne Moore); la paciente confiesa con algo de embarazo que jamás ha logrado sentir un orgasmo. En la tercera, se nos traslada a Nueva York y vemos a David (Liam Neeson) impartiendo una conferencia ante un auditorio predominantemente femenino; acaba su charla y se abre un coloquio. De entre un grupo de chicas jóvenes y guapas se le hace la primera pregunta: «¿Podría usted aceptar nuestra invitación para cenar?». A lo que él cortésmente rehúsa porque tiene que tomar un avión para Toronto.

Ya están presentados los tres personajes principales, un triángulo, el clásico triángulo amoroso. Chloe acude a su trabajo; Catherine vuelve a casa, donde ha preparado una fiesta secreta para recibir a su marido que cumple años ese día. El marido, sin embargo, no llega. Y este es un punto oscuro de la película. Hay un plano en el que, tras llamar por teléfono a Catherine –su conferencia ha sido en Nueva York– para decirle que ha perdido el avión y tiene que quedarse a dormir, una joven, que le espera unos pasos atrás, se le une sonriente. Es decir, al espectador se le induce a creer que David está teniendo relaciones con esa joven.

En esto, Nathalie X –ya lo hemos comentado– era muy distinta, pues Depardieu nunca niega la existencia de esas relaciones. Por eso, cuando luego se nos dice, lo afirma el propio Liam Neeson, que nunca, nunca ha tenido relaciones con otra, y Catherine y la guionista y el propio director parece que así lo creen, uno no sabe si también debe creerlo o si se trata de un tributo pagado por la guionista a esa cultura cinematográfica norteamericana de la esposa que ha de hacer obligadamente las maletas al enterarse de que su marido se ha acostado con otra.

Lo más significativo de Chloe reside, sin embargo, en la naturaleza del vínculo que se establece entre Chloe y Catherine. El trabajo de ambas actrices es sencillamente soberbio. La mirada de Amanda Seyfried –ambigua, turbadora, también dolorida– recibe la réplica de una Julianne Moore atormentada y contenida, en la plenitud de una belleza madura. Entre ambas se traba una relación muy arriesgada. Catherine, empujada por los celos, confía en Chloe casi a ciegas. La joven, prácticamente una adolescente, en la que se adivina una infancia huérfana de cariño, se prenda de Catherine y, por más que parezca buscarla eróticamente, única forma de comunicación que ha aprendido, acaso no quiera de ella otra cosa que aquello que no tuvo de niña. Esta y otras especulaciones brotan de las propias imágenes, de los mismos ojos de Chloe, como cuando en aquel primer encuentro con Catherine en el aseo femenino se le cae la peineta al suelo, una peineta que era de su madre y que quiere entregar a Catherine. La doblez de Chloe y su perversión parecen emanar de esas caricias de amor que nunca tuvo, lo que explicaría su mórbida atracción por Catherine. De ahí que, cuando pierda la esperanza, toda esa atracción se transforme en resentimiento y autodestrucción.

 

Chloe está distribuida por Vértice Cine

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