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El pintor de la sangre

CÉZANNE. LO QUE VI Y LO QUE ME DIJO

Joachim Gasquet

Gadir, Madrid

Trad. de Carlos Manzano

264 pp.

18 euros

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El espionaje de los artistas es tan antiguo como el arte, pero las actas de los primeros informes se per­dieron, al igual que las obras de tantos de los espiados. El agente secreto con más escalafón es Plinio el Viejo, aunque la mayor parte de su trabajo, contenido en dos de los treinta y siete libros de la Historia natural, está hecha de oídas; cuando el viajado y sabio dignatario romano habla de los pintores y escultores griegos se limita a recopilar datos y a citar la autoridad de los muertos, no habiendo Plinio pisado los lugares donde, según la expresión de Cézanne, el artista produce bajo el «calor de sangre» del genio. Mil quinientos años después, otro estudioso surgido de las tierras itálicas, Giorgio Vasari, inaugura precisamente el género de la biografía –crítica y romántica– del artista, en su caso tomándose la molestia de ir a las capitales del arte, entrar en las iglesias y los palacios y buscar testimonios directos. Después de las Vidas de Vasari ya no ha habido sosiego ni modestia para el creador que quisiera seguir trabajando su talento manual con la pretensión de la artesanía o en el amparo del taller. Miguel Ángel, Rubens, Tintoretto, Poussin, Caravaggio: ellos y muchos otros pintores tuvieron, simultáneamente a su vida o poco después de morir, la fijación pegajosa de un erudito, de un devoto, de un groupie.

El género resultante es muy agradecido si se lee al modo novelesco, que es el que yo recomiendo para quien se acerque al Cézanne de Joachim Gasquet. Nacido, como el artista, en Aix-en-Provence, e hijo de un compañero de escuela de Paul, Joachim creció en el culto familiar al genio provenzal, lo acompañó en paseos y veladas de café, lo escuchó pontificar en el Louvre y fue pintado más de una vez por el maestro; hay que disculparle, por tanto, cuando incurre en la idolatría o recurre al socorro metafórico de la «máquina soltera»: «Se entregó [Cézanne] a ella [la Pintura] con su vehemente alma de niño, la virginidad de sus ojos, la savia inocente, el poder, el arrebato de su fe. Lo dejó todo. Quiso estar solo, por entero con ella».
En la primera parte del libro, Gasquet, en su día poeta y novelista no respetado por las inclemencias del tiempo, sigue modosamente los senderos de la vida ejemplar; Cézanne tenía los rasgos de misantropía adecuados al arte («sus únicos amigos de verdad eran los árboles», escribe Gasquet), la mala salud que tanto ayuda a la agudeza de la percepción, la voluntad de ejercer su vocación pictórica por encima de cualquier contingencia y el desdén de todo lo que no cupiese en sus cuadros. El matrimonio no ocupa lugar, la paternidad es un trámite orgánico, y la muerte se teme por la amenaza de un más allá donde sería imposible pintar. Por fortuna, tras esas ciento cincuenta páginas iniciales encandiladas y rutinarias, Gasquet se atreve a una segunda parte (el «lo que me dijo») donde el espíritu de la ficción se impone a la letra del panegírico. Y para que no haya dudas respecto a su disposición, el biógrafo vuela con su biografiado, dialoga, relata indirecta y libremente, y no cabe duda de que inventa, sin temor a hacer de Cézanne en algún pasaje el pintor de su deshonra. Ahora bien, aceptados los términos ficticios y una cierta trepidación de conjunto, la narración se mantiene siempre apegada al documento, y en busca de un sentido verosímil. Gasquet, por ejemplo, sabe relacionar muy pertinentemente la obsesión del Cézanne estricto paisajista de un alma vegetal y pétrea en los años finales (1896-1906), con el fogoso expresionista avant la lettre de los retratos, las alegorías y los bodegones pastosos de la década 1860-1870.

Esa segunda mitad del libro que aquí llamamos novela está dividida en tres capítulos. El primero, bajo el título algo «zoliano» de «El motivo», contiene apotegmas y hasta consejos de viejo maestro, que el discípulo recoge con aspiraciones de literalidad; destaca entre ellos la alabanza del color gris: «El enemigo de toda pintura es el gris –dice Delacroix–. No, mientras no se haya pintado un gris, no se es pintor», aunque unas páginas después le oímos al pintor de Aix este aforismo superior: «En un verde mi cerebro entero se derramará con el flujo de savia del árbol». El Cézanne de Gasquet es un William Blake sin esoterismo ni luciferes, pero con gran potencia lírica en las visiones, tanto las pastorales («quiero perderme en la naturaleza, volver a brotar con ella, como ella, tener los tonos tozudos de las peñas, la obstinación racional del monte, la fluidez del aire, el calor del sol») como las dramáticas; mi favorita es la que tiene de protagonista a Benvenuto Cellini, uno de los elegidos, al lado de Tintoretto, Velázquez, Tiziano o Rubens, como artista vital, febril y «sangriento» en un sentido tan sólo levemente figurado. «Cuando Cellini agitaba la cabeza sangrante en el brazo de Perseo, había matado de verdad, había sentido que un chorro tibio impregnaba sus dedos… Un asesinato al año era su promedio», le dice sin sombra de ironía Cézanne a Gasquet.

En el segundo capítulo, «El Louvre», también jugoso, vuelve a brotar la sangre a raíz de una contraposición, tan elocuente como veleidosa, entre los pintores renacentistas y los primitivos. Paseando con su escriba por las salas del museo parisino, Cézanne se muestra taxativo: los primitivos hacían un «coloreado de misal», y no son pintura. «Estoy equivocado, tal vez esté equivocado, lo reconozco, pero ¿qué quiere que le diga?, cuando he estado una hora contemplando el Concierto campestre o el Júpiter y Antíope de Tiziano, cuando tengo en los ojos toda la muchedumbre agitada de las Bodas de Caná [de Veronese], ¿qué quiere usted que sienta ante las torpezas de Cimabue, las ingenuidades del Angélico e incluso las perspectivas de Uccello? No hay carne sobre esas ideas […]. A mí me gustan los músculos, los tonos hermosos, la sangre». Y acaba su tirada el pintor con esta declaración altiva: «Soy un sensual».

¿Lo era verdaderamente? Mi convicción es que Cézanne, como les pasa a numerosos escultores, pintores, ci­neas­tas, literatos y músicos, es un artista inspirado por el wishful thinking, que, sin salir nunca de un voluntarismo de las afinidades, se siente genuinamente reflejado en los pintores más distintos a él, más envidiados, quizá más secretamente imitados. La pasión morbosa que expresa en ese mismo capítulo por Tintoretto (con las famosas insinuaciones del incesto paternofilial entre Jacopo y Marietta) o, en el capítulo tercero, titulado «El taller», la consideración de Velázquez como portentoso fotógrafo del rey de España y «juguete de aquel trastornado», son autorreveladoras en clave de negativo. No hay un genio menos dotado para el relato pictórico –el «fuerte» de Tintoretto– que Cézanne, ni tampoco un fotógrafo del alma tan ajeno al «ayre ambiente» velazqueño como él. Y quizá la mejor confirmación de la paradoja sea lo que, en un momento de paz durante un paseo campestre, el anciano pintor le transmite al avispado Gasquet, ejercitando, como los más humanos personajes de novela, el sagrado derecho a la contradicción: «Yo soy un cerebral, todo lo que usted quiera, pero soy también un bestia. Con usted filosofo, charlo, converso. Delante de mis tubos, con los pinceles en la mano, ya no soy otra cosa que pintor, el último de los pintores, un niño. Sudo corazón y sangre». La extrema, pudorosa cortesía de Cézanne es que el sudor y la sangre nunca chorrearon en sus lienzos. 

 

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