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Tecnofeminismo y cibercultura

Ceros + Unos. Mujeres digitales + la nueva tecnocultura

SADIE PLANT

Destino, Barcelona, 310 págs.

Trad. de Eduardo Urios

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Los ceros y los unos a los que hace referencia el título del libro de Sadie Plant tienen, como el propio libro, múltiples lecturas. La aparente simplicidad de la notación binaria en ceros y unos proporciona la base del funcionamiento de los ordenadores; pero ceros y unos son también, simbólicamente y en términos de poder, mujeres y hombres. A partir de esta intersección entre tecnología y género, Plant teje y entreteje trabajosamente un texto que pretende transitar simultáneamente numerosos caminos entrecruzados: la historia de la tecnología, el feminismo, la cibercultura y la crisis de la modernidad.

La historia de Ada Lovelace constituye un hilo argumental muy apropiado para los propósitos de la autora, porque en la vida de esta matemática excepcional, hija de Lord Byron y colaboradora de Charles Babbage, aparecen los temas principales que se desgranan a lo largo del libro y que pueden agruparse bajo una clave única: la de la transgresión. Ada Lovelace, esposa y madre de fines del siglo XIX, prefiere las matemáticas a su familia; es diagnosticada de histeria, una forma común de manifestar la insatisfacción con los limitados roles femeninos impuestos socialmente; ha pasado a la historia no por su propio trabajo, sino por sus notas a los empeños de Babbage; fue una visionaria que pretendió elaborar un cálculo del sistema nervioso… La figura de Ada Lovelace refuta así en el relato de Plant todos los lugares comunes acerca de las relaciones entre la mujer, la ciencia y la tecnología. Si de Aristóteles a la psicología diferencial contemporánea se ha insistido en que la naturaleza femenina es menos apropiada que la masculina para el razonamiento abstracto que precisa la ciencia y la habilidad inventiva que necesita la tecnología, Ada Lovelace aparece como un extraordinario contraejemplo. Si en las reconstrucciones históricas habituales los nombres de mujer brillan por su ausencia, el de Ada Lovelace merecería ocupar un lugar privilegiado. Si teorías científicas y artefactos tecnológicos se han concebido tradicionalmente según modelos lineales, jerárquicos y centralizados, el complejo mundo que Ada Lovelace nos ha legado en sus escritos apunta hacia las ventajas de la interconexión, la descentralización y el trabajo en red.

La historia de esta mujer incomprendida en un mundo predominantemente masculino tiene un interés indudable, pero también indudablemente limitado. Un importante número de historiadoras de la ciencia y la tecnología han llevado a cabo en los últimos años una labor importantísima de recuperación de figuras femeninas relevantes y olvidadas, como es el caso de Ada Lovelace. Un peligro de este tipo de literatura, no obstante, es el de convertir a estas mujeres en casos peculiares, en excepciones a una norma que sigue siendo masculina por derecho propio.

Hábilmente, Plant evita este escollo intercalando entre los retazos de la vida de Ada Lovelace esbozos de otras vidas femeninas dedicadas a la ciencia y la tecnología; las vidas de una gran masa silenciosa de mujeres en labores imprescindibles, pero invisibles y poco gratificantes. En el trasfondo, la mujer como computadora: telefonista, mecanógrafa, taquígrafa, mano de obra barata en cadenas de montaje… A partir de los años cincuenta, con la revolución informática, las mujeres, que hasta entonces habían sido computadoras humanas, pasan a «programarse a ellas mismas» (pág. 150). La escalofriante historia de las mujeres «computadoras» que se alistan en el ejército para pasar las grandes guerras encerradas calculando cuadros de tiro en la primera guerra mundial y construyendo las máquinas que los calcularían en la segunda, ilustra esta transformación. El contraste que Plant pone de manifiesto entre la invisibilidad del trabajo de las mujeres y la ubicuidad que queda expuesta en una mirada más atenta es un antídoto efectivo contra la interpretación en términos de excepcionalidad de la escasez de mujeres en las narraciones de la ciencia y la tecnología, y apunta más bien a una interpretación en términos de relaciones de poder.

Hasta aquí, la parte de denuncia que el lector puede ir rastreando con esfuerzo a través de la complicada red de enlaces que constituye el libro de Plant, concebido como un hipertexto, una ejemplificación de la propia actitud transgresora que la autora defiende con entusiasmo. La amargura que se desprende de la lectura de algunos de estos enlaces, sin embargo, es neutralizada si nos dejamos llevar por el caprichoso vagar del ratón de Plant por la red de sus referencias cruzadas. Freud, Deleuze, Haraway, Irigaray, Blade Runner, los robots de Asimov y hasta la Gioconda de Leonardo se entrelazan en un intento de convertir el resultado de la discriminación en un motivo para la esperanza.

A través de siglos de entrenamiento obligado, defiende Plant, la mujer se ha acostumbrado a procesar en paralelo, a combinar múltiples identidades, a buscar conexiones entre lo aparentemente independiente, a funcionar de forma flexible y a moverse con comodidad en caos aparentes. Y precisamente son estas las habilidades más útiles para un futuro que ya se está haciendo presente y se ejemplifica paradigmáticamente en la Red, el «compendio de la nueva distribución no lineal del mundo» (pág. 53). La Red es un espacio virtual e interactivo, relativamente descontrolado, sin estructura clara de mando, espontáneo y autoorganizativo. En la cibercultura que surge a su amparo, nada es lo que parece y las distinciones que antes eran claras se vuelven cada vez más borrosas: natural y artificial, humano y máquina, masculino y femenino. Las mujeres, nos dice implícitamente la autora, están mejor equipadas que los hombres para la revolución cibernética. La cultura científico-tecnológica está dejando de ser masculina.

Plant se abandona a menudo a este optimismo ciberfeminista bastante más allá de lo razonable y hasta de lo apropiado como estrategia política. «Sólo hay dos respuestas a la pregunta "¿qué fue primero, el huevo o la gallina?", y las dos son femeninas. El elemento masculino es simplemente un vástago del bucle femenino» (pág. 225). La búsqueda de los orígenes, de primeros principios, de factores organizativos «masculinos», está condenada al fracaso y se pierde en sistemas de circuitos emergentes y sin control, múltiples y complejos, típicamente «femeninos». De la física a la biología, pasando por el psicoanálisis, la ciencia actual, argumenta Plant, está sometida al mismo proceso de «feminización» que caracteriza la cultura cibernética. Los enlaces que sigue Plant nos hacen saltar en la última parte del libro de las bacterias a las personalidades múltiples, de las mitocondrias a los cuanta, en un esfuerzo caótico (es de suponer que pretendidamente) por ilustrar la complejidad, conectividad e interacción que se imponen en la ciencia y la tecnología más actuales.

El proyecto de Sadie Plant es legítimo y necesario. Denunciar y documentar la exclusión histórica de las mujeres de la ciencia y la tecnología es una parte irrenunciable del compromiso feminista. Indagar los efectos de esta exclusión, en forma de sesgos o necesidades desatendidas, sobre los contenidos de teorías científicas y el diseño de artefactos tecnológicos, es una tarea reveladora que nos puede enseñar algo tanto acerca de las relaciones de poder entre hombres y mujeres como sobre la propia naturaleza de la actividad científico-tecnológica. Sin embargo, etiquetar formas de hacer ciencia y tecnología como masculinas o femeninas es algo mucho más arriesgado e inoportuno. Ciertamente, Plant evita con cuidado este tipo de juicios, e incluso el libro se cierra con las reflexiones de Ada Lovelace sobre su propio estilo de discurso, inclasificable como femenino o masculino. Pero Plant defiende la transgresión de los límites entre lo masculino y lo femenino al mismo tiempo que la feminización de los ámbitos masculinos, sin que en ningún momento argumente con solidez el papel de las propias mujeres en estos procesos de «feminización» de las ciencias y las tecnologías. El peligro de esta tensión es obvio: el riesgo de deslizarse hacia posturas esencialistas de las naturalezas masculina y femenina, definiendo además la naturaleza femenina en función de aquellos rasgos impuestos por siglos de subordinación.

Tampoco el modo en el que Plant ha escogido presentarnos su proyecto resulta convincente. El diseño en forma de enlaces, como si navegáramos por la Red guiados por sus intuiciones, pretende ser ejemplificador de las propias tesis del libro. Pero el resultado puede más bien volverse en su contra: el lector se encuentra a menudo preguntándose qué es lo que ha llevado a la autora de un apartado al siguiente, y las citas intercaladas en el propio texto confunden a menudo más que aclaran. Entre la Ada adolescente del principio, entusiasmada por la Máquina de Diferencias de Babbage, y la Ada adulta del final, preguntándose por la posibilidad de un Newton para el «Universo Molecular», Plant nos conduce erráticamente a través de conjuntos de impresiones, a veces sugerentes, pero débilmente engarzados.

Por otra parte, la militancia ciberfeminista presenta algunos problemas añadidos. Puede que la tecnología informática y los entornos virtuales sean especialmente amables con las mujeres. Pero las estadísticas siguen mostrando un número de usuarios mayoritariamente masculino y, lejos de tratarse de una tecnología niveladora, las diferencias en la posibilidad de acceso a la información pueden tener el efecto contrario de aumentar las desigualdades sociales. Y, en ese caso, entre las principales perjudicadas estarían precisamente aquellas mujeres que siguen funcionando como «ordenadoras», como mano de obra barata en cadenas de ensamblaje, aquellas que montan las piezas del hardware de ordenadores que nunca aprenderán a utilizar.

El optimismo ciberfeminista es, efectivamente, una postura saludable en la medida en que promueva la incorporación de la mujer al mundo de la tecnología y nos recuerde que, aunque invisibles, las mujeres siempre habían estado allí; pero no podemos olvidar que confiar en soluciones tecnológicas para nuestros problemas sociales es un error que se puede acabar pagando demasiado caro.

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Ficha técnica

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