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Carlos V: ¿Modelo o pesadilla para Europa?

Carlos V

JOSEPH PÉREZ

Temas de Hoy, Madrid

272 págs.

2.404 ptas.

Carlos V, el César y el Hombre

MANUEL FERNÁNDEZ ÁLVAREZ

Fund. Academia Europea de Yuste-Espasa Calpe, Madrid

887 págs.

2.900 ptas.

Carlos V, 1500-1558. Una biografía

ALFRED KOHLER

Marcial Pons, Madrid

Trad. de Cristina García Ohlrich

448 págs.

3.900 ptas.

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Agosto de 1558. El monasterio-palacio de los Jerónimos en Yuste compone una orgía de color y fragancias penetrantes. Tras una densa bruma y un sol implacable, las montañas del entorno resultan distantes y semiborradas, pero aquí se abren resueltas las flores, y los naranjos ofrecen el abrigo de una sombra agradecible. Los peces rizan la superficie del estanque, pero al emperador Carlos V no le tienta el solaz de su pasatiempo favorito. Desmintiendo la hermosura y quietud que le rodean, el mundo habla palabras de muerte para el emperador enfermo. Durante varias jornadas, ha asistido a obsequias en recuerdo de sus padres y esposa, pero todo esto sin llegar a aquietar su ansiedad. Celebrados los servicios, Carlos convocó a su confesor, y le interrogó acerca de la posibilidad de celebrar obsequias por él mismo, «y que vea yo lo que tan presto ha de passar por mí». El confesor, estremecido, asintió. Con presteza se montó un túmulo en la capilla mayor, rodeado de cirios. Los servidores del emperador recibieron la orden de vestir atuendo de duelo, y asistir a un simulacro de enterramiento y solemnes servicios funerales. La emoción embargaba a todos los presentes, bien por temor, por repugnancia, por fervor espiritual o por una combinación de todo ello. «Fue un espectáculo que causó en todos los presentes infinidad de lágrimas y suspiros». El emperador lo encontró altamente edificante. Llevó consolación a su alma atormentada. Desde el día siguiente permaneció en su lecho, para morir en menos de un mes.

Como tantos otros historiadores, he recurrido a la narración del simulacro funerario proporcionada por una fuente fidedigna, la Historia de la Orden de San Jerónimo de fray José de Sigüenza, publicada por vez primera en 1600, pero en realidad dirigida a Felipe II, quien buscaba la glorificación de su padre y habría con seguridad rechazado relatos falsos o de índole negativa. Una versión relativamente diferente, según la cual el emperador habría sugerido la posibilidad de un funeral ficticio de su sorprendido barbero, fue publicada por otro autor fiable, el cronista real Sandoval, unos años más tarde. Para la mayoría de nosotros, como para la mayoría de los contemporáneos de Carlos, el incidente resultaba chocante y macabro, quizás incluso carente del mínimo gusto, y de validez religiosa más que dudosa. En el siglo XIX , tal episodio se aferró a la imaginación de literatos y pintores, inspirando algunas sorprendentes y entenebrecidas imágenes, especialmente una pintura de Emile Delperée que redondeó la fuerza atractiva de la historia.

No cabe ignorar una historia de poderoso atractivo que ha sido elaborada durante cuatrocientos años. Autores que comparten una visión negativa de Carlos V y/o del catolicismo han sacado partido del incidente, presentándolo como prueba de superstición. Historiadores que parten de una visión positiva, incluso heroica, del emperador se encuentran siempre incómodos ante tal incidente. Durante siglos han adoptado una postura similar al respecto. Algunos se limitan a pasarlo por alto, sencillamente, pero la historia es demasiado conocida y tan atractiva que hace inviable esta opción para la mayoría de los autores. Algunos –pocos– desmienten el episodio, enfatizando sensiblemente la inexistencia de narración de testigo ocular desde 1558, de manera que resulta poco probable que tuviera lugar. El problema aquí es que tanto Sepúlveda como Sigüenza recurrieron a testimonios contemporáneos para la composición de sus crónicas, tanto documentales como orales, y si resultan fidedignos en tantas cosas, ¿por qué no habrían de resultarlo en este caso? Y si se da por sentado que la reacción de los testigos oculares fue de estupefacción y quizás incluso de pavor, resultaría perfectamente natural que, desde consideraciones de respeto hacia el emperador, guardaran silencio respecto al incidente. Incluso hoy, sólo una mínima fracción de lo que «la realeza» hace y dice alcanza formato impreso –al menos, en determinados países–.

Haciendo de la necesidad virtud, algunos historiadores de Carlos V aderezan el asunto y, capturada la atención del lector, excusan al emperador recurriendo a la circunstancia de su enfermedad, o a las formas exacerbadas de la catolicidad del quinientos. Otros intentan racionalizar el hecho: afirman que, en efecto, el acontecimiento tuvo lugar, pero que se trataba de obsequias celebradas por los padres del emperador. Sin embargo, algunos autores pasan a la ofensiva, y argumentan que resulta perfectamente natural que, rondado por la muerte, alguien celebre por anticipado su propio funeral, y que esto no resulta del todo irregular desde el punto de vista eclesiástico. ¡Ante estas formas de argumentación, a menudo me he preguntado por qué no hay colas en el exterior de iglesias y cementerios, formadas por gentes dispuestas a hacer la prueba! Pasar por alto, refutar, racionalizar o justificar incidentes negativos e irreductibles constituyen los métodos mediante los cuales los historiadores, desde hace mucho tiempo, intentan crear una imagen tan favorable del emperador que a veces se reputa por algunos (y con razón) como leyenda rosa.

El simulacro funerario puede, entonces, servir como papel tornasolado que revele qué perspectiva quieren los historiadores imponer sobre los lectores respecto a Carlos V. En un solo gesto, este sencillo test desvela diferencias de orden mayor entre los tres autores en cuestión y sus correspondientes libros. Fernández Álvarez dedica al incidente más espacio que los otros dos, si bien se trata de un libro de extensión notable que, como sugiere el subtítulo, se ocupa de los aspectos personales tanto como de los aspectos políticos del emperador. Recurre extensamente al texto de Sandoval, puesto que confía plenamente en su condición de fuente fidedigna, y porque proporciona una cantidad apreciable de vívidas viñetas de la vida del emperador. Nada complace más a Fernández Álvarez que contar una buena historia, y su libro está repleto de testimonios visuales de acontecimientos y citas documentales y cronísticas que pueden hacer la delicia del historiador y del lector común. No puede arrojar por la borda el estupendo relato que proporciona una de sus fuentes favoritas, así que recoge el testimonio de Sandoval: ¡es tan «chispeante»! Sin embargo, el incidente en cuestión resulta frontalmente incompatible con su visión heroica del emperador, así que se deshace de él sin justificación, sin aludir a la versión de Sigüenza o al debate historiográfico. Se limita a afirmar que «ya no parecen tan seguras otras anécdotas, que nos transmite Sandoval, como la de celebrar sus funerales en vida» (pág. 823).

Pérez no recoge el incidente en el cuerpo de su texto, relegándolo a nota. En cualquier caso, a pesar de su título, no se trata aquí de una biografía, sino de una serie de estudios volcados en lo fundamental hacia la consideración del mundo hispánico durante la primera mitad del siglo XVI . No se abunda en el detalle personal en lo que se refiere al emperador, si bien el último capítulo se dedica a los años de Yuste. En una notal final, Pérez cita a Sigüenza, sin mencionar a Sandoval u otros autores, pero –y es la norma en el resto del libro– desatiende los procedimientos académicos elementales al omitir el título en cuestión, la fecha y otros datos. Multitud de citas aparecen sin referencia, otras proporcionan cierta información sin descender al detalle. Resulta chocante y desalentador, tratándose de un historiador de renombre. Quizás resulte comprensible si es que el libro se originó en una serie de conferencias. Su evaluación del episodio es lacónica: «No existe ninguna prueba de que haya organizado él mismo una especie de ensayo de sus funerales» (pág. 266, n. 15).

La biografía de Kohler dedica sólo un puñado de palabras al simulacro funerario. Esto se compadece bien con el laconismo y el enfoque político del libro. A diferencia de Fernández Álvarez, no cree que la documentación existente permita el acercamiento a la «privacidad» del emperador, argumentando que la parte del león de los documentos escritos por el emperador o acerca de él en su tiempo son de índole oficial o de formato propagandístico. Es norma que «el Emperador no aparezca casi nunca en privado» (pág. 6). No obstante, incorpora en su relato documentos contemporáneos, visuales o no, que proporcionan viveza a lo que fundamentalmente es un relato de cuño tradicional, político y cronológico. Respecto al funeral, Kohler apunta que se trató de una «leyenda» popular. Sin profundizar en la cuestión, y ateniéndose a un estilo típicamente pragmático, afirma que Sandoval probablemente estaba aquí algo confuso, y que Carlos había asistido a una ceremonia en memoria de sus padres.

Tres libros muy diferentes, pues, aunque los tres destinados a un mercado amplio y –como demuestran mis comentarios sobre el incidente– más capaces de hacerse con una audiencia popular que de alcanzar éxito ante otra de talante más académico. Esto no significa que los correspondientes autores carezcan de credenciales académicas. Muy al contrario. Se trata de tres estudiosos de reputación solvente que conocen el período perfectamente y que durante décadas han trabajado en íntima relación con las pertinentes fuentes primarias y secundarias. Es esta, quizás, una de las razones por las que ninguno de los tres ofrece visiones novedosas, o abre territorios nuevos a la investigación. El lector resulta así beneficiario de un capital de conocimiento acumulado y de una enorme familiaridad con las fuentes. Más aún, los tres han escrito textos tersos y legibles, accesibles para una audiencia de no especialistas. Si en contadas ocasiones se implican con talante algo más analítico en los entresijos profundos del reinado, esto refleja quizás su principal mercado de referencia.

Para llegar a esa audiencia, a ese público amplio, los tres autores han puesto en marcha diferentes opciones de método. Fernández Álvarez, a lo que parece absolutamente liberado de cualquier forma de restricción editorial, puede así abandonarse a un trabajo de extraordinario detallismo, utilizando como punto de partida anteriores publicaciones de cosecha propia, no necesariamente relativas al emperador (a quien ha dedicado multitud de trabajos de investigación académica), y solapando este libro con su reciente y extensa biografía de Felipe II. Fernández Álvarez siempre ha poseído una envidiable capacidad para la recreación en tonos vívidos de la época y sus personalidades, aprovechándose liberalmente de documentación escrita y material visual. Pero últimamente parece haber franqueado un nuevo paso en esta dirección. Su estilo parece haber abandonado los módulos típicos de la escritura historiográfica, en pos de algo que se asemeja más a la rítmica de un narrador o un novelista. Se acierta a reflejar así, algo de la puesta en escena, en vivo, de sus alocuciones públicas –algo de lo que muchos de nosotros hemos oído hablar–. El libro se estructura en secciones cortas; las frases son, por lo general, breves; y se recurre constantemente a la repetición, especialmente a la hora de diseccionar las citas. Le resulta familiar sumarizar, primero, un documento, luego citarlo, más tarde reconstruirlo y glosarlo, por fin citarlo de nuevo, en citas de una o dos líneas. Un puñado de líneas de texto son capaces de generar varias páginas del libro. El resultado puede ser hipnótico; más a menudo –al menos para este lector– fatigoso, sobre todo porque el recurso es repetitivo y constante, y no se reserva para ocasiones especiales. Sirve, sin embargo, para fijar el punto de vista del autor en la mente del lector. A la vista de los datos de ventas y de recepción, tal estilo, en combinación con el enfoque centrado sobre los aspectos humanos de Carlos V, convierte el libro en atractivo y accesible para millares de lectores.

Kohler –¿quizás también Pérez?-trabaja bajo una presión distinta: producir un libro no muy extenso. Y eso porque la mayoría de los editores y autores parten de la certeza de que los académicos deben ser breves si quieren vender bien. ¡Quizás el éxito de Fernández Álvarez debería impartirles una lección al respecto! Ambos libros parten de una cobertura más parcial. Kohler previene de esto al lector, en el arranque, avisando de que no puede proporcionar «todos los detalles»; mientras que Pérez deja a la capacidad adivinatoria del lector descubrir las razones que le han llevado a escribir sobre temas desparejos, si bien de alguna manera interconectados. Obligado a una actitud selectiva respecto al selvático material disponible sobre el emperador, Kohler ha escogido centrarse sobre los «conflictos» clave del reinado, y aborda esos episodios de una manera clara, penetrante y bien ensamblada. Lo que el libro pierde en detalle lo gana en coherencia, convirtiéndose así en más manejable. Ofrece a los lectores una sólida, actualizada y rápida introducción respecto a las principales cuestiones políticas del reinado del emperador. Su conocimiento del componente oriental del imperio habsbúrguico supone un eficaz correctivo de las perspectivas hispanocéntricas que lastran buena parte de la literatura disponible sobre el emperador. Los ensayos, transparentes y elegantes, de Pérez precisamente pivotan sobre este sector de los dominios del emperador. Sintetiza, así, la información primaria y secundaria en un libro que esencialmente compone una introducción al mundo hispánico.

Cada uno de los tres autores trata –si bien de manera breve, y sumarizando por lo general, más que analizando– los debates principales que han marcado la historiografía sobre el emperador en el último siglo. Comparece así la cuestión de si Carlos era un gobernante más medieval que moderno (una cuestión ya dictaminada por multitud de historiadores anteriores, y apuntada por la editorial del libro de Pérez como tema clave a la hora de vender el libro); cuál era el concepto de Imperio que promovía Carlos; hasta qué punto un rampante «nacionalismo» en varios de sus estados pudiera haber afectado a ese concepto imperial; o si el emperador resultaba ser más «borgoñón» que «hispánico». Resulta significativo que fueran éstas las cuestiones sujetas especialmente a comentario por quienes conmemoraron en 1958 el cuarto centenario de la muerte del emperador. Es cierto que la investigación sobre Carlos V se ha visto relativamente retraída desde entonces, pero no ha dejado de existir por completo, de manera que la proclividad de nuestros tres autores hacia estos temas de porte tradicional resulta sorprendente y un tanto lamentable. Puesto que el material relativo a estas cuestiones en los respectivos libros es, a grandes rasgos, similar ––se adoptan, en los tres casos, posiciones moderadas, lejanas del extremismo interpretativo de antaño–, dejo al lector que bucee en uno, o en los tres, en busca de detalles. En el espacio que se me concede, prefiero centrarme sobre lo que resulta ser lo más importante, lo más controvertido, el más antiguo y a la vez más contemporáneo de los contenciosos acerca de Carlos V: ¿constituye éste un modelo para Europa?

Se sabe desde hace tiempo que el emperador casi nunca recurrió a la palabra «Europa», pero la extensión de su imperio europeo, y la necesidad de símbolos heroicos le convirtieron en un obvio candidato para el panteón de los teóricos de la Unión Europea en los años iniciales del siglo XX ; y eso no sin algunos ejemplos aún más madrugadores. Carlos venía a aportar la prueba de que era viable una unión política de estados separados y de identidades diferentes. Para muchos, resultaba todavía más importante la creencia de que Carlos encarnaba los valores espirituales fundamentales que habían proporcionado unidad a Europa en el pasado. En 1932, el libro de D. Wyndham Lewis, Emperor of the West, causó un cierto sobresalto, con su discutible mensaje de que sólo un retorno al catolicismo podía unir y salvar Europa. Para gente como Lewis, Carlos V era el héroe solitario que luchaba a favor de la unidad contra las fuerzas disgregadoras del protestantismo alemán; Carlos y el catolicismo resultaban así inseparables, encarnación del orden y de un pasado agrario que había logrado «salvar» la civilización europa «de la anarquía, la barbarie, el asalto de Mahoma» y de multitud de otros demonios. En el siglo XX , esos valores podían salvar a Europa de la autodestrucción, del materialismo, del comunismo y del islam.

A la altura de 1958, el debate acerca de Carlos como modelo para Europa aparecía un tanto arcaico y descolorido. Cuando Peter Rassow añadió su voz al coro de los ataques contra Lewis, pensaba que este y otros intentos de «mitologizar» al emperador se encontraban tan desacreditados y resultaban tan palmariamente ahistóricos que tenían los días contados. Entre los historiadores de talla que aprovecharon los fastos de 1958 para cuestionar y criticar la visión popular y positiva del emperador se encontraba Jaime Vicens Vives, quien lanzó un devastador ataque sobre el mismísimo concepto de unidad interna del Imperio y no simplemente de su marco exterior –«la supuesta unidad del imperio carolino»–. La única y efectiva fuerza organizadora en la Europa altomoderna, argumentaba Vicens, era la que proporcionaban las firmas bancarias de radio europeo.

Pero sería precisamente en 1958 cuando Fernández Álvarez retomó la cuestión, convirtiéndose desde entonces en uno de sus más ardientes campeones, si bien no en solitario ––las biografías de Carlos dibujadas en 1965 por Charles Terlinden y en 1967 por Otto de Habsburgo constituyen ejemplos relevantes al respecto–. Fernández Álvarez supo evitar los excesos extremos, abiertamente católicos, de otros tratadistas, pero retrató consistentemente a Carlos como el héroe que, en pugna con las dificultades, luchó por la unión espiritual de Europa y su defensa contra el enemigo exterior, el islam. Tal perspectiva sobre Carlos se reiteró en otras obras, incluyendo la introducción con que se abre el primer volumen de su socorrido Corpus documental de Carlos V, y especialmente en su biografía de 1975 del emperador –que en la edición de 1999 aparece descrita por él mismo (y en contra de la opinión de sus críticos) como «la mejor biografía que se ha escrito sobre el Emperador»––. La segunda, y ampliada, biografía del emperador, que aquí nos ocupa, retoma estos temas trillados con amplitud renovada. Allí se habla del «noble empeño [del Emperador] por conseguir una Europa unida; eso que vengo en llamar "el sueño del Emperador"» (pág. 43). Es precisamente esto lo que, a los ojos de Fernández Álvarez, convierte a Carlos V en un hombre de talla excepcional. Se trata de «la épica grandeza de Carlos V» (pág. 851). Para él, Carlos V conserva toda su relevancia porque puede proporcionarnos los valores éticos con los que guiar nuestras vidas, convirtiéndose así en «un hombre para la Europa del año 2000» (pág. 853).

Si bien utilizando algunas de las expresiones de 1958, el pensamiento de Fernández Álvarez ha evolucionado en un aspecto significativo, y esto precisamente viene a socavar la coherencia de su posición. Ha llegado a creer que Carlos se equivocó al mostrar intolerancia hacia los protestantes (pág. 852). O no admite, o no percibe, las tremendas implicaciones de ese vuelco a partir de una posición más conservadora. Todo el edificio interpretativo de un Carlos pugnando «por la unidad espiritual de Europa» descansa sobre tal intolerancia. No puede existir sin ella. El problema fundamental que así se desliza ayuda a explicar la insistencia, ahora, de Fernández Álvarez, en las virtudes caballerescas del emperador –«su comportamiento caballeresco […] su sentido ético de la existencia» (pág. 853)–. Ya tiempo atrás otros historiadores habían recurrido a los ideales caballerescos de la orden del Toisón para describir el irreductible y elevado nivel de moralidad del emperador. De esta manera, Carlos aparece revestido de una dimensión espiritual, pero no partidista, que marca distancias respecto a los aspectos de la mentalidad del quinientos, hacia los que los españoles mostraron tanta repugnancia con ocasión de las celebraciones en torno a Felipe II: especialmente la Inquisición y la intolerancia religiosa. Se deja así intacta la imagen del emperador como paladín contra el islam, y a partir de su condición de cabecera de la orden del Toisón, se da por sentada su diferencia con respecto a otros príncipes. La investigación sobre otras cortes principescas, sin embargo, arroja resultados que cuando menos ponen entre paréntesis estas teorías. Todos los príncipes del siglo XVI compartían comunes ideales cristianos y caballerescos. En cuanto a la lucha contra el islam, la investigación ha hecho patente que Carlos entreveró conflicto y compromiso en sus relaciones con los estados islámicos.

El libro de Pérez se hace cargo también de la cuestión de Carlos como figura modélica para la unidad europea, pero tal cuestión no le resulta central. Pérez se muestra claramente incómodo ante las implicaciones religiosas del postulado, pero retiene firmemente la noción de que Carlos resulta absolutamente relevante aquí y ahora. Recurriendo al Discurso de Laguna de 1543, enfatiza correctamente que incluso durante el reinado de Carlos resultaba posible hablar de unidad europea en un sentido amplio, de entonaciones culturales y no exclusivamente religiosas. El Renacimiento despertó en la conciencia de la gente el sentimiento de un pasado común, y la Reforma empujó a algunos a buscar refugio en este sentido de civilización compartida desde el momento en que ya no parecía compartible la misma fe. Aunque Kohler (tras los pasos de Rassow) no puede llegar a comprender cómo es posible que la gente convierta en héroe a un fracasado, Pérez afirma que precisamente es el fracaso del emperador respecto a sus dos principales objetivos –a saber: la unión espiritual de Europa bajo el catolicismo, y la derrota del Turco– lo que constituye, de ahí la paradoja, su más importante contribución: «sólo queda una fórmula que garantice la unidad de las naciones […] cristianas […] es la unidad de la cultura» (pág. 103). Europa, según Pérez, resulta así definida como «una civilización totalmente opuesta a la de los bárbaros, a la de los turcos» (pág. 104). En un determinado momento, Pérez afirma (pág. 10), acertadamente, que la Europa moderna descansa, en lo fundamental, sobre los ideales seculares de la Ilustración, pero más adelante sugiere que tal cosa pudo postularse a partir del fracaso del emperador en la imposición de la unidad religiosa. Llega a afirmar que las ideas imperiales carolinas constituyeron una contribución positiva al desarrollo europeo, sosteniendo que pueden interpretarse como «anticipación fecunda de la especificidad de Occidente, anticipación de los vínculos culturales y morales que la posteridad habría de potenciar y que en el siglo en que nos toca vivir cobran singular trascendencia» (pág. 105).

La mayoría de la gente dará la bienvenida a una visión del asunto como la de estos dos historiadores, con su distanciamiento respecto a la vieja idea de una ortodoxia intolerante como clave de bóveda de la unidad europea. Resulta seguramente acertado poner en cuestión si queremos una Europa futura que rechace la diversidad en el seno del cristianismo y extermine la disidencia como procedimiento normal. Pero muchos quizás estaríamos dispuestos a dar un paso más, y argumentar que un concepto de «Europa» en que se enajene al islam (y por implicación, aunque casi nunca se mencione, al judaísmo), resulta históricamente inadecuado, una denegación de la diversidad presente, y un ideal inaceptable como aspiración de futuro. Amplias zonas de Europa han estado bajo el influjo de esas otras dos culturas religiosas, y ningún espacio europeo ha escapado al impacto ––positivo y negativo, a la vez– de las interacciones entre cristiandad, islam y judaísmo. Otro aspecto de la cuestión que sigue revistiendo un carácter problemático es hasta qué punto los historiadores otorgan relevancia a su obra porque ésta proporciona un «modelo para la contemporaneidad». Nadie estaría de acuerdo con la posición mantenida por E. Armstrong –en su biografía de Carlos V, de 1901– de que la «historia imparcial» y la biografía son dos cosas distintas. Pero la mayoría de los historiadores profesionales tampoco estarían de acuerdo con que la historia dependería, en cuanto a validez y relevancia, de su capacidad para manufacturar modelos con vistas al presente y al futuro. A la vez que aleccionarnos acerca del pasado, con toda su confusión y compromisos, el valor de la historia como disciplina radica seguramente en educar a la gente en la dirección del análisis, en la separación de hechos y ficciones, y muy especialmente en saber dejar al margen lo que es sencillamente cruda propaganda. Precisamente porque Kohler cree que la historia es una disciplina que se ocupa de un pasado real y concreto, un pasado que ha de ser científicamente analizado y sometido a prueba, rechaza la noción de que Carlos V constituya un modelo para Europa. Sobre este asunto, como en tantas otras cosas, Kohler se manifiesta lacónica, pero juiciosamente. Ha escogido precisamente rematar su libro con una discusión al respecto, bajo el siguiente inequívoco encabezamiento: «El peligro de las actualizaciones políticas e ideológicas». Citando a Rassow, insiste en que hablar de Carlos como modelo para la unidad europea es a la vez ahistórico y motor de confusión, puesto que la distancia que separa a los dos períodos convierte sus respectivos valores y realidades en difícilmente intercambiables. Kohler subraya que la visión imperial de Carlos enraizaba en la oposición política respecto a Francia –no precisamente algo emulable hoy día–, y que el emperador permaneció siempre hostil a la tendencia que ampliaba la independencia de dominios distintos a los suyos y que hoy constituye parte integrante del pensamiento y organización europeos. Respecto a la unidad religiosa, y desde su particular perspectiva austriaca, Kohler sabe, mejor que la mayoría, que Carlos favoreció repetidamente actitudes de compromiso con protestantes y con el islam, cualquiera que fueran las afirmaciones aireadas en sentido contrario. Más todavía, en el siglo XVI la unidad religiosa resultaba inseparable del control político.

Centrarse atenta y desapasionadamente en lo que el emperador hizo –más que en lo que dijo, o en lo que la propaganda aventó a su favor– impide a Kohler (como a cualquier otro) mantener una imagen idealizada de Carlos V, y en cualquier caso niega la posibilidad de que sea un modelo para Europa. Sus valores no son nuestros valores. Kohler resulta así crítico con la actitud de los gobiernos belga y español que (en 1987 y 1989) escogieron al emperador, y su lema «Plus Ultra» como símbolo para el ecu. No explica por qué resulta esto tan inapropiado, así que lo haré yo. Normalmente se interpretaba tal expresión en un sentido agresivo, imperialista. ¿Quiere realmente Europa presentarse a sí misma como potencia conquistadora, más allá del continente? El gobierno español escogió también el cuadro de Tiziano sobre la batalla de Mühlberg. Esto resulta particularmente ofensivo, simbolizándose aquí la derrota de los protestantes alemanes por Carlos –a duras penas una manifestación de su compromiso respecto la unidad europea y la tolerancia, Kohler no discute por qué, de todos los estados que, en tiempos hicieron de Carlos V su correspondiente héroe «nacional», sólo Bélgica y España continúan recurriendo a Carlos V en este sentido. Quizás se ven a sí mismos como peces pequeños en un gran estanque europeo, y buscan afirmar su importancia convocando un pasado glorioso en el que comparecían como estados dominantes. En el caso de España, me temo que también afloran aquí supervivencias de una antigua visión según la cual sólo parcialmente España formaba parte de Europa, y su correspondiente sentimiento de inferioridad. Para mí, se trata de algo perfectamente resumido en la introducción que abre una valiosa colección de trabajos en la revista La Aventura de la Historia (enero de 2000), donde se afirma que el reinado de Carlos «dio a España una dimensión europea». Pero la España anterior a 1516 no careció de esa dimensión. Antes de la aparición de Carlos V, se trataba de un estado compuesto que englobaba territorios en Italia, el norte de África y América, con alianzas políticas y matrimoniales que enlazaban a sus gobernantes con Francia, Inglaterra, el Sacro Romano Imperio, Países Bajos y Portugal, y cuyos comerciantes y financieros se desplazaban por toda Europa.

Al final de su libro, Kohler cita a Rainer Wohlfeily y denuncia el intento de promover a Carlos V a la categoría de modelo para la Europa de hoy. Tales «deformaciones legendarias» son «secuestros de la tradición con fines ideológicos», y por eso despide el libro esperando que «no continúen fomentándose y repitiéndose en el año 2000» (pág. 398). La mayoría de los historiadores de profesión se haría eco de tal afirmación, pronunciando el correspondiente así sea. Esperemos que el futuro permita a Carlos V ser lo que fue, y no figurar como héroe en quien se cifre lo que nosotros desearíamos ser.

Traducción de Julio A. Pardos

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