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El ciudadano como sujeto moral

Vindicación del ciudadano.Un sujeto reflexivo en una sociedad compleja

CARLOS THIEBAUT

Paidós, Barcelona, 1998

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Gran parte de los debates teóricos de hoy día tienen por objeto al ciudadano, abordado desde distintas perspectivas: sociológica, económica, politológica, jurídica, etc. En el caso que nos ocupa, el ciudadano protagonista es el sujeto moral de la filosofía política. Se trata de justificar la exigencia de que, en las complejas sociedades actuales, los sujetos morales que actúen en la esfera pública sean sujetos reflexivos posmodernos.

Thiebaut vincula su trabajo con el empeño de reconstruir alguna forma de racionalidad tras los ataques que la razón ilustrada ha sufrido en el siglo XX. Esta reconstrucción debe partir del reconocimiento de los límites de dicha razón, de su diversidad y de su dependencia contextual. Implica la renuncia a su carácter metafísico y exige su encarnación en razón política y moral. En este sentido, como nos advierte el autor, lo político se ha convertido en el ámbito privilegiado de la disquisición moral como «única esfera normativa de la que colectivamente disponemos».

La crisis de la modernidad ha subrayado la diversidad de creencias y formas de deber ser y la necesidad de contar con esa diversidad entre los presupuestos de cualquier teoría normativa. Los filósofos contemporáneos, señala Thiebaut, parten de la constatación del pluralismo existente en las sociedades actuales, y sus propuestas normativas quieren ser válidas para individuos que defienden diferentes concepciones de lo bueno y de lo que debe ser.

Los ensayos que componen este libro, escritos de forma independiente, abordan ese problema del diseño de lo público y la actitud del sujeto desde distintas perspectivas: la del sujeto moral, la de la comunidad, la del ámbito de lo público, la de la concepción de la democracia o la del significado de la tolerancia. Y en todos ellos se apunta una justificación de la tesis básica: que en las sociedades complejas actuales la única forma política válida es una democracia liberal (con precisiones que ahora comentaremos) y que en ellas los ciudadanos deben ser sujetos poscreyentes reflexivos. Es decir, se legitima una forma de liberalismo democrático y, frente a las tesis comunitaristas, la prioridad del sujeto autónomo, si bien condicionada por la asunción del hecho de la diversidad.

Este enfrentamiento ya clásico entre liberalismo y comunitarismo, que ha condicionado el debate de la filosofía política desde los años setenta, es el tema del primero de los cinco ensayos. Thiebaut presenta con claridad las dos posiciones, diferenciadas según el fundamento que proponen para legitimar el orden público y las políticas públicas: la justicia y los derechos individuales (los liberales) o los valores y normas morales compartidos de una sociedad (los comunitaristas). El autor comenta los diferentes diagnósticos del pluralismo moral, político y cultural de las sociedades modernas formulados por los autores liberales (Rawls) y comunitaristas (MacIntyre/Taylor), centrándose sobre todo en el planteamiento rawlsiano, con el que el autor, de forma matizada, más se identifica. De este modo, Thiebaut reconoce desde las primeras páginas su alineamiento con las tesis liberales, eso sí, convenientemente moduladas y revisadas.

En esta descripción general se destaca ya uno de los elementos clave de la discusión: la identidad con que el sujeto moral actúa en la esfera pública, problema al que está dedicado el segundo ensayo. El punto de partida, de nuevo, son las diferentes formas de entender la subjetividad moral que aparecen en el debate comunitarismo/liberalismo, principalmente a través de la exposición de las tesis de Taylor. Diferencias que se expresan en el contraste entre la lógica de la autonomía moral característica del pensamiento liberal y la lógica de la idea de autenticidad tayloriana. En este caso, la postura de Thiebaut es conciliadora, pues acaba defendiendo el doble registro de la subjetividad que incorpora ambas lógicas. Pero esta conciliación, que supone reconocer la pertinencia de algunas críticas comunitaristas, no le impide sostener que en la esfera pública ha de tener prioridad la autonomía. Los ciudadanos operan en diferentes lógicas y esferas sociales y lo que exige el pensamiento liberal es sencillamente anteponer teóricamente la idea de autonomía al pensar en la esfera pública ordenada conforme a los criterios de justicia.

En el tercer ensayo, la discusión se desplaza desde el ámbito de la subjetividad al problema de la articulación política de la diferencia. Nuestra época, al reconocer la relevancia de lo diferente, parece cuestionar el proyecto igualitario de la modernidad. Thiebaut nos recuerda que la filosofía política debe aspirar a hacer compatible la reivindicación de esa diferencia con el principio de la igualdad de todos, lo que exige una reflexión sobre cómo debe entenderse la esfera pública. Y dentro de esta reflexión se presentan las propuestas de autores como Taylor, Habermas, Rawls o MacCarthy y, una vez más, las matizaciones de nuestro autor: la constatación de que las formas de deliberación pública, cada vez más cosmopolitas, exigen de los sujetos capacidades cada vez más reflexivas.

El apéndice que acompaña a este ensayo contiene, además, una reflexión sobre la visión pluralista de las teorías de la democracia. Thiebaut considera que la tensión interna entre el contenido universalista de la democracia y sus formas de expresión plurales es algo inevitable. Las prácticas democráticas no son homogéneas, porque no son resultado de un modelo abstracto, sino de valores y prácticas históricas. Eso se percibe, por ejemplo, en las diferentes formas de concebir los sistemas constitucionales de Habermas y Dworkin, o en las distintas propuestas para tratar la diversidad cultural del primero de ellos y Kymlicka, descritas en este apartado. Pero esas prácticas tampoco resultan intraducibles y de ellas es posible extraer cierto modelo normativo que sirve para enjuiciarlas. De ahí se concluye que la validez de la teoría no se agota en su supuesta fundamentación en determinadas experiencias históricas, y que en el funcionamiento de la democracia influyen los contenidos universalistas y morales de nuestros conceptos normativos.

La perspectiva vuelve a cambiar en el cuarto ensayo, centrándose ahora en la comunidad a la que pertenece el ciudadano. Thiebaut nos recuerda que en la tradición liberal, la comunidad no es nunca homogénea, sino plural; aparece al final de una reconstrucción normativa que parte de la idea de sujetos morales autónomos; se define principalmente por sus estructuras políticas, y es compleja. De nuevo el hilo conductor es la concepción rawlsiana, aunque también se expone el liberalismo «anómalo» de Dworkin. La conclusión de nuestro autor es que la visión liberal de la comunidad incorpora una idea del bien (sociedad bien ordenada como un fin común) y exige determinadas virtudes políticas o capacidades morales de los ciudadanos (racionalidad, razonabilidad y sentido de la justicia) que podrían ser asumidas por una comunidad altamente diferenciada y estructurada de modo complejo.

En el quinto y último ensayo, Thiebaut abandona la descripción de las tesis de otros autores para presentar directamente su visión del ciudadano de las sociedades complejas: el sujeto poscreyente y reflexivo. Su tesis es que la complejidad actual conduce a un multiculturalismo cosmopolita que, a diferencia del cosmopolitismo tradicional, no se justifica a partir de visiones universalistas fuertes de la naturaleza humana. Thiebaut insiste en que esta nueva visión incorpora una sensibilidad moral hacia lo culturalmente diferente que implica un interés por la diversidad. De este modo, la concepción de la tolerancia «negativa» característica del liberalismo, que supone prescindir de las pretensiones de verdad de las concepciones de lo bueno en el ámbito público para decidir las normas de convivencia de una sociedad que es plural, aparece como algo insuficiente. Este modelo negativo del liberalismo que se atribuye a Rawls y a Berlin no parece bastar para hacer frente a los problemas que plantea la nueva conciencia multicultural cosmopolita, pues no responde al interés por lo diferente. Lo que nuestro autor denomina «tolerancia positiva» debe partir de la asunción de la contingencia y falibilidad de las creencias morales. Pero además parece sugerir que este es un proceso casi inevitable en las sociedades complejas, ya que perspectivas morales muy diferentes que comparten un mismo espacio de problemas acaban reajustándose unas a otras. Y con ello nuestra noción de verdad se vuelve más formal y abstracta (no es escepticismo, sino relativización de lo absoluto de nuestras creencias). Este género de tolerancia, sin embargo, no excluye la posibilidad de realizar juicios de valor, pues también tiene sus límites: nuestras intuiciones y valores morales más profundos, que son fruto del aprendizaje moral.

Los ensayos de Thiebaut son representativos del momento actual de la filosofía política, como también demuestran la capacidad del liberalismo para superar muchas de las críticas a que ha sido sometido. Pero todo este debate no deja de generar cierta sensación de que la filosofía política ha agotado este tipo de enfoque y argumentación. En este marco de discusión teórica, las diferencias entre las distintas posturas son en muchas ocasiones ininteligibles para el profano, y los autores que en él participan acaban todos presentando una justificación mínimamente racional del liberalismo democrático como mejor forma de gobierno y de la exigencia de autonomía de los sujetos que actúan en el ámbito de lo público. Tales planteamientos, sin embargo, parecen tener difícil engarce con la realidad política. Este diseño de lo que «debe ser» cuando seamos como «debemos ser» deja sin aclarar las exigencias normativas del aquí y ahora en un mundo estructurado por relaciones de poder desiguales y de lucha de intereses.

Finalmente, en lo que respecta a su tesis más personal, su defensa de la tolerancia positiva, resulta curioso que Thiebaut mencione a Berlin como exponente del modelo de tolerancia negativa, pues precisamente la insistencia de Berlin en el pluralismo moral encaja como un guante en la perspectiva de la tolerancia positiva. Influido por la primera crítica romántica, a la que también alude Thiebaut, Berlin insiste en la necesidad de saber asumir la validez de otras perspectivas morales, de hacer un esfuerzo por comprender al otro y de prescindir del carácter absoluto de los propios valores. Pero a Berlin, a diferencia de Thiebaut, este pluralismo moral le lleva a constatar lo inevitable del conflicto político, y a rechazar una definición del sujeto moral como sujeto autónomo. Comprender no es perdonar, y los valores morales que son los seres humanos asumen pueden ser incompatibles entre sí y a veces conducen al enfrentamiento. En el ámbito de la política los conflictos no se generan sólo por el choque entre valores morales legítimos e igualmente últimos, sino también por el conflicto de intereses entre personas que defienden perspectivas morales idénticas. Y es quizás esta vertiente de la política la que queda fuera de la teorización moral y explica la insatisfacción que los debates de la filosofía política actual generan en los que acceden en él desde lo político.

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Ficha técnica

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