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Lecciones liberales

DIEZ ENSAYOS LIBERALES

Carlos Rodríguez Braun

LID, Madrid

320 pp.

19,90 €

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Qué es el liberalismo? La pregunta parece absurda, pero, dadas las circunstancias que vivimos, se hace quizá más necesaria que nunca. Los antiliberales, y buena parte de la opinión pública, hablarán de egoísmo e insensibilidad, de mercados sin ley ni gobierno, de obsesión por el beneficio económico. De ahí que estos Diez ensayos liberales tengan como principal virtud la de recordar que el liberalismo es, antes que cualquier otra cosa y más allá de caricaturas y simplificaciones malintencionadas, la teoría y la práctica de la limitación del poder político. 

 
Los textos, dedicados fundamentalmente al examen del liberalismo de algunos autores más o menos liberales (Stuart Mill, Álvaro Flórez Estrada, Bastiat o Adam Smith) y a una contundente crítica del Estado redistribuidor e intervencionista, insisten en dos ideas complementarias. En primer lugar, la libertad y los derechos que de ella derivan –políticos y económicos– constituyen una unidad sustantiva que no admite defensas fragmentarias. La libertad, parafraseando a Clemenceau, es un bloque, y consentir en él cualquier fisura permite que el «genio antiliberal» salga de la lámpara, donde será prácticamente imposible volver a encerrarlo porque siempre podrán justificarse nuevas excepciones, y, con ellas, una permanente y progresiva coacción (p. 153). En segundo lugar, no caben restricciones a esa libertad y esos derechos en nombre de valores como la justicia social, la igualdad o la solidaridad, no solo porque su superioridad moral es más que discutible, sino porque la dinámica del Estado social que las exige tiene consecuencias moralmente perniciosas que van del fomento de la envidia y la búsqueda ventajista de favores públicos a la perversión de sus justificaciones (igualdad forzosa, justicia discriminatoria, solidaridad coactiva) y al menosprecio de otros valores como la responsabilidad individual (pp. 142 y 143). 
 
Esa dinámica intervencionista –explica Rodríguez Braun– se vio reforzada por la paulatina extensión de la democracia. El poder político identifica las demandas de los individuos (que, en rigor, solo se expresan y se satisfacen en el mercado) con las demandas de la sociedad, y, tras erigirse en fabricante de la voluntad social, se sirve de la legislación democrática para legitimar toda suerte de desmanes contra las libertades personales en aras de «plausibles objetivos colectivos» (pp. 251-252). La conclusión es que el componente democrático de nuestros sistemas políticos ha terminado por inutilizar, o lleva camino de hacerlo, el contrapeso que debía proporcionarles el liberalismo.
 
La descripción podrá tildarse de exagerada, pero es un hecho que el Estado, merced a la falacia de que todos los problemas sociales, reales o supuestos, pueden y deben resolverse mediante su intervención, se ha expandido extraordinariamente, y no solo en términos económicos. Salvo para los intervencionistas convictos, e incluso para algunos de ellos, la presencia y el peso del «ogro presuntamente filantrópico» resultan irritantes en no pocos ámbitos, y simplemente abrumadores o intolerables en otros tantos. Rodríguez Braun considera que no puede revertirse la situación defendiendo la libertad y reclamando simultáneamente algún grado de intervención política. Si el poder democrático tiende a eludir o triturar cualesquiera frenos a su acción cuando los males que dice combatir se consideran evitables, parece, en efecto, que la búsqueda de un equilibrio entre el mercado y un Estado que se autolimite es una solución muy endeble (p. 173), por lo cual no resulta entonces posible «conciliar lo inconciliable»: la libertad y la coacción (p. 122).
 
Sin embargo, esta bien fundada denuncia, a pesar de su lógica implacable, o quizá precisamente por ella, tiene implicaciones cuyo tono antipolítico produce cierta desazón. Si un mérito indiscutible del liberalismo ha sido el de prevenir sin desmayo contra «lo que no se ve» del intervencionismo estatal, tampoco los actos libres y voluntarios de los individuos están exentos de consecuencias indeseables para la vida social que no se neutralizan espontáneamente. Por otra parte, la concepción monolítica de la libertad y la metáfora del genio y la lámpara –al autor, dicho sea de paso, no le gustan las metáforas– plantea algunos problemas. El liberalismo puede desem-bocar en la melancólica paradoja de condenar la política, o, cuando menos, de arrinconarla y desentenderse de ella, mientras clama por la preservación de una libertad y unos derechos individuales que, in praxi, en el complejo e imprevisible mundo de las relaciones sociales, solo pueden operar, por utilizar la expresión de Frank Knight, como absolutos relativamente absolutos. La libertad y la coacción han de conciliarse por fuerza, puesto que la primera es imposible sin la segunda, pero, aunque defendamos un Estado mínimo, esa conciliación ha de lograrse políticamente, esto es, por medio de decisiones colectivas. Y, ¿entonces? El genio antiliberal campa por sus respetos desde hace varios siglos, y el único modo de contenerlo, al menos el único conocido y que ha dado aceptables resultados, siempre susceptibles de mejora, pero aceptables en fin de cuentas, es la democracia representativa.
 
Hay que admitir, con todo, que el problema fundamental del liberalismo consiste en que, siendo su propósito el de controlar y frenar el poder del Estado, algo que raramente querrán hacer quienes lo ejerzan, se ve, por así decir, limitado en sus posibilidades políticas reales. Pero, afortunadamente, no todo está (todavía) en manos de quienes gobiernan, y reflexiones como las de Carlos Rodríguez Braun –que muestra cómo el poder político actúa inercialmente contra el individuo, que prueba ideas contraintuitivas con hechos contrastados y desenmascara sin contemplaciones prejuicios y creencias antiliberales– son imprescindibles para consolidar una democracia genuinamente liberal. El ciudadano consciente de que su libertad no es una graciosa concesión del Estado tiene aquí la última palabra.
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Ficha técnica

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