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Carlos García Gual: Las primeras novelas

Las primeras novelas. Desde las griegas y latinas hasta la Edad Media

Carlos García Gual

Madrid, Gredos, 2008

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Las primeras novelas recupera y reúne dos ensayos de Carlos García Gual ya publicados hace muchos años: en 1972 apareció por primera vez Los orígenes de la novela, y en 1974 Primeras novelas europeas. Sin embargo, el paso del tiempo no sólo no les ha restado nada de su interés, sino que, al contrario, les ha dado esa consistencia estética e intelectual de los libros que acaban consiguiendo el aire de las obras de verdad importantes, esas que en su materia han marcado hitos, han abierto caminos acertados de estudio y lectura, y resultan de inexcusable referencia. En el prólogo a la obra, García Gual señala que ha querido dejarlas «tal como fueron escritas», puesto que «no pretenden ser un manual académico, sino un ensa­yo que invita a la reflexión». Hay que puntualizar que dicha declaración nace más de la modestia del autor que de la realidad del libro, que no sólo significa una decisiva aportación académica, en cuanto estudio riguroso, científico y bien ordenado del objeto de su atención, y supone sin duda un estímulo seguro para la aproximación directa a los numerosos textos que analiza, sino que tiene una lectura tan atrayente y satisfactoria como si de una buena novela se tratase.

La primera parte, Los orígenes de la novela, trata del surgimiento y cristalización en el mundo occidental de este tipo de artificio literario, invenciones escritas que tenían como motivo central aventuras sorprendentes y enredos amorosos, describiendo con rigor todos los factores de carácter histórico y social que permitieron su nacimiento, desde el siglo II a. C. hasta los siglos III o IV d. C. Sirviéndose de una bibliografía muy abundante, el autor nos describe y analiza todas las que pudiéramos denominar piezas mayores del género en aquellos cinco o seis siglos, no sin trazar previamente un cuadro general en el que expone su marco social, cultural y religioso.

La novela fue un género «de aparición tardía», una especie de «epopeya de decadencia» y, sin embargo, resulta decisivo para entender lo que pudiéramos considerar una inicial conciencia individualista y hasta civil. En este sentido, García Gual alude al nacimiento de un público lector que establece una relación de la novela con la propia vida para identificarse con los protagonistas de aquélla, «aunque sea de forma inconsciente y por un rato» –con lo que la novela resulta «un género nuevo para un público nuevo»– y va describiendo puntualmente los aspectos que, para ese público lector que busca en la ficción «un refugio para la sed de aventuras del hombre sin voluntad para hallarlas en la realidad», facilitaron la eclosión y asentamiento del género: su falta de seriedad («frente a los grandes personajes históricos, los héroes de las novelas amorosas no tienen intereses políticos ni pretensiones de existencia real»); la búsqueda de lo maravilloso: «la novela surge como literatura de evasión en un tiempo sin ideales»; la preponderancia, entre los lectores, de un público femenino (y el papel de las mujeres en las novelas responde a ese interés lector); y, por último, lo que tienen sus tramas de evasión de la realidad, algo que parece hacer conectar aquellos viejos prototipos novelescos con los productos actualmente destinados al lector masivo.

Desde la tipología de las primeras novelas occidentales, García Gual desarrolla los temas que centraron el interés de aquellos lejanos escritores y lectores: ante todo, los viajes de aventuras, en los que el más lejano y venerable precedente había sido la ­Odisea. Hay que hacer observar que en la Odisea se encuentran recogidos la mayoría de los arquetipos de la ficción que siguen impregnando incluso, bajo unas u otras apariencias, la literatura de nuestros días, pues la imaginación del homo sapiens sapiens tiene seguramente fijados unos elementos básicos, permanentes y cerrados, que sólo matiza la época en que se manifiestan y la innumerable combinatoria a que se prestan. En tal sentido, no es raro que el viaje extraordinario, lleno de extrañas y sorprendentes maravillas, haya nutrido el inicial imaginario novelesco. García Gual cita la Vida de Alejandro, un libro «atribuido a un tal Calístenes», como uno de los primeros modelos del género, y va describiendo ese mundo de invenciones viajeras hasta llegar a Luciano, espíritu burlón cuyas obras, como si de un moderno Voltaire se tratase, pusieron en solfa las supersticiones de los contemporáneos y los relatos de tantos exagerados viajeros y de los narradores que, también en aquellos tiempos iniciales, utilizaban los elementos mágicos y terroríficos para estimular la curiosidad de sus lectores.

Otro de los temas predominantes en la novelística originaria es el del amor que García Gual llama «romántico», con aire de lo que hoy correspondería al folletín o al culebrón televisivo, «que no insiste en la fantasía y el juego, como Ovidio, sino más bien en una idealización de un morboso sentimentalismo». El autor justifica sus asertos mostrándonos un panorama meticuloso de ejemplos, señalando los aspectos de carácter filosófico y religioso que afectaban a los nuevos modelos amorosos en la ficción y volviendo a insistir en el predominio del lector femenino que tanta importancia tuvo para el desarrollo del género.

La novela originaria se encuadra en una banalización de los grandes temas de la Antigüedad clásica: por un lado, el protagonista clásico y su concepto heroico de la vida cambian, pues los héroes no buscan un destino de grandeza, sino la felicidad privada de un cualquiera «con tal que sea enamorado, guapo y joven», por otro lado, los viejos mitos se han trivializado y degradado, ha disminuido la intervención de los dioses, y no resulta raro que entre tales dioses sean precisamente Eros y Pan quienes tengan la voz cantante. Salvando las distancias psicológicas y sociológicas, podríamos señalar que el clima social que permite el nacimiento y fructificación de la novela no está mediatizado por la invención dogmática de esos libros revelados o dictados por el Dios Único que tanta intolerancia, fanatismo y censura trajeron al mundo humano. No es extraño, pues, que su ámbito de nacimiento sea el helenístico, un espacio cosmopolita y hasta liberal, y utilizo el término con consciente anacronismo. Al exponer las piezas mayores a que he hecho mención, García Gual traduce, resume, comenta y compara un importante conjunto de textos, desde algunos menos conocidos para el lector común hasta esos verdaderos clásicos que han resultado ser Dafnis y Cloe, los fragmentos conservados del El Satiricón, el Apolonio de Tiro y la Metamorfosis de Lucio o El asno de oro, de Apuleyo, completando exhaustiva y brillantemente la primera parte de su memorable trabajo.

La segunda parte del libro, Primeras novelas euro­peas, trata de la reaparición del género en la Europa del siglo XII, en un ensayo que, como declara el propio autor, «está pensado como contrapunto a Los orígenes de la novela». Ya en un momento de la primera parte García Gual advertía sobre la diferencia entre «el protagonista de las novelas griegas y el héroe de las novelas de caballerías»: la aventura del caballero andante «tiene el coraje matinal de las epopeyas», mientras que la novela antigua «nace en un mundo cansado, y su héroe presiente el profundo fracaso del hombre», y tal contraste sirve muy bien de explicación al sentido que tiene el redescubrimiento del género, marcado por la cercanía de la épica y la recuperación de unos personajes que recuerdan a los héroes que «erraban a la ventura para alcanzar su destino».

Este estudio de la novela medieval, verdaderamente esclarecedor también en temas de pura poética, tipología y terminología, comienza analizando todos los elementos sociales e históricos del momento, la etapa central de la Alta Edad Media, «un siglo más o menos de historia literaria, que comprende los dos últimos tercios del siglo XII y el primero del XIII», en la que se consolidan cortes y centros culturales importantes con grandes figuras tutelares (García Gual cita a Leonor de Aquitania, a su segundo esposo Enrique II Plantagenet, a Luis VII de Francia, a Ricardo Corazón de León, a Federico Barbarroja…), tiempos marcados por lo que pudiéramos llamar también un cierto predominio de lo civil frente a lo religioso, pues la sociedad caballeresca va a instaurar su propia mitología y a «discutir el monopolio literario de los clérigos, mantenido celosamente por la Iglesia durante la Temprana Edad Media». Nace también un nuevo vehículo del discurso ficcional, la lengua vulgar, y un público cortesano que encuentra en sus lecturas que, frente al «antifeminismo de la tradición eclesiástica», se exalta «la figura de la mujer, la domina», que además es lectora entusiasta de las nuevas ficciones escritas, e incluso encarga a los clérigos su redacción.

Se crea así un motivo central en tales ficciones, el de la caballería andante, y se produce una singular transformación de las puras estampas épicas en una sucesión de aventuras impregnadas de hazañas y de gestas de ese nuevo héroe, el caballero andante, individualizado por una peculiaridad: «Carece de la seguridad de destino histórico y necesita buscarse esa personalidad que el héroe épico posee desde un comienzo». Todo esto en un ambiente donde se redescubre el amor como materia novelesca, un amor marcado por curiosos ingredientes donde se entremezclan la cortesía, la sumisión, el idealismo y el adulterio.

Tras referirse a las tres «materias» de la novela medieval –la de Roma, la de Francia y la de Bretaña–, García Gual señala que la nueva novela es un auténtico renacimiento literario en lo que tiene de emulación de los clásicos, ya que «la llamada materia de Roma precede a la materia de Bretaña como temática de moda en temas donde la leyenda y la fantasía se confunden con la historia verdadera según la concepción general de la época». El modelo de esta mirada al pasado estaría en el Roman de Alexandre, que proviene a través de oscuras vías de aquella antiquísima Vida de Alejandro de la que se habló en la primera parte. A esta novela sucederán otras como el Roman de Eneas y el Roman de Troie, entre otros como la inglesa Sir Orfeo, que dicen mucho de una actitud estética y moral, pues en palabras de Bernardo de Chartres, autor medieval citado por el autor: «Somos como enanos sentados sobre las espaldas de gigantes».

Todo este certeramente denominado «humanismo romántico» dará paso a uno de los ciclos más sugerentes, ricos e influyentes de la historia literaria, a partir de la manipulación mediante la cual Geoffrey de Monmouth, «clérigo docto y audaz», hace aparecer el mito del rey Arturo en su Historia de los reyes de Bretaña, con toda naturalidad, tras hablar de los bárbaros, escotos y pictos. Claro que en su época hubo quien denunció la falsedad, pero si la Historia se vio afrentada, no cabe duda de que la Literatura se benefició notablemente de la superchería. García Gual analiza los antecedentes históricos del personaje, y aporta un estudio fino y meticuloso de las razones políticas que propiciaron el nacimiento del mito para consolidar el prestigio del citado Enrique II Plantagenet, que incluso «descubrió» los restos funerarios del mítico rey de la Tabla Redonda y de su esposa Ginebra y los hizo enterrar con pompa, sin duda para deshacer o debilitar cautelarmente la leyenda que hablaba del fabuloso retorno artúrico. En la obra se nos presenta la evolución del mito y todos los matices que en los escritores fue teniendo la figura del famoso rey, con la certera incorporación del mago Merlín.

Antes de narrar las aventuras de algunos de los caballeros del rey Arturo, García Gual nos describe y analiza la historia de Tristán e Isolda. A partir de este momento, cada estudio de la correspondiente novela llevará consigo un esquema argumental, del mismo modo que se hizo al hablar de los libros de imaginación griegos y latinos. En el prólogo al conjunto de la obra, el autor advierte que, cuando redactó sus ensayos por primera vez, el lector español no disponía de traducciones de la mayoría de los libros reseñados, pero que «ahora contamos con buenas traducciones de todos ellos, tanto de las novelas griegas y latinas como de los textos novelescos medievales». Esto confirma lo que de precursores tuvieron estos libros de García Gual en nuestro panorama cultural y literario; por otro lado, los resúmenes argumentales, aparte de estar estupendamente realizados, suscitan numerosos comentarios del autor en torno a versiones alternativas y variaciones de la trama. En el caso de Tristán e Isolda se estudia no sólo la leyenda originaria sino sus distintas versiones, juglaresca y cortés, llegando al libreto de la ópera de Wagner y deteniéndose con agudeza en lo interesante que es esta historia para mostrar «una pasión que, llevada a sus últimas consecuencias, niega el orden social y desdeña cualquier compromiso con él». Este tema de la adecuación de las conductas de los héroes al supuesto equilibrio social de la época será constantemente tratado por el autor a lo largo de las distintas novelas estudiadas, como un elemento fundamental para comprender no sólo determinadas restricciones históricas, sino la sólida carga de modelos sentimentales y morales que lleva en sí ese artificio llamado novela.

Tras Tristán e Isolda se profundiza también en la espléndida obra de Chrétien de Troyes, analizando sus libros –en los que abarcó todos los aspectos del ciclo artúrico–; en el simbolismo cristiano y las diferentes versiones del ciclo novelesco del Santo Grial, hasta llegar al Parsifal de Wolfram de Eschenbach; en ese ciclo de autor anónimo sobre Lanzarote que se conoce como Vulgata –y donde se incluye no sólo el mito del Grial, que en el libro de García Gual merece, en capítulo aparte, un estudio detenido en cuanto a su significación, enigmas y simbolismo, sino la originaria Muerte del rey Arturo– y, por último, se presenta la novela Jauffre, «el único ejemplo de novela artúrica escrita en langue d’Oc», cerrando el libro con una jugosa recreación de lo más sustantivo del Roman de Renard especie de fábula mordaz de autor plural, tan influyente que cambió en francés el nombre del zorro.

García Gual no se conforma con recrearnos, con inusitado vigor, los libros y la época en que éstos fueron escritos y leídos por vez primera, sino que, en un apéndice, habla de la influencia de las novelas antiguas en las del Siglo de Oro español, aunque a lo largo de las páginas de la obra se han hecho alusiones a determinadas influencias. El Libro de Alexandre, el Libro de Apolonio, el Lazarillo, el Peregrino en su patria, el Quijote o Los trabajos de Persiles y Segismunda encuentran aquí su segura filiación. Es un capítulo conciso pero donde se muestra no sólo la erudición fructífera del autor, sino cómo la literatura es hija de la literatura, cómo la ficción literaria ha ido desarrollando, a lo largo de los siglos, los argumentos humanos más estimulantes de nuestra imaginación, aunque ahora vivamos acaso un momento crepuscular, cuando la palabra escrita y la especial retórica que requiere lo novelesco se masifican en productos demasiado a menudo degradados y banales, o compiten difícilmente con los nuevos medios de entretenimiento y comunicación. 

 

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