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La otra Europa

Bronislaw Geremek en diálogo con Juan Carlos Vidal

Bronislaw Geremek

Anaya and Mario Muchnik Madrid, 1997

266 págs.

2.500 ptas.

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No puede decirse que la historia de Polonia sea bien conocida entre los españoles, pese a que puedan establecerse algunos paralelos notables (tradición católica, excentricidad europea, tamaño, etc.), además de haber resultado decisiva en algo que tanto nos afecta como la caída del muro. La larga entrevista que mantiene Juan Carlos Vidal con Geremek podría paliar un poco esta carencia, en especial en lo que se refiere a los sucesos inmediatamente anteriores a 1989.

La biografía de Geremek es la de un intelectual de raíz cristiana, de militancia comunista y de formación francesa, sometido, probablemente muy a su pesar, a un protagonismo de primera línea en la historia política de la Polonia de las últimas décadas. Su testimonio sobre ellos es el de un historiador que ha protagonizado una revolución en la que, para su propio asombro, las masas obreras y los intelectuales polacos pudieron, al menos por un tiempo, darse la mano aunque no supieran muy bien hasta dónde habrían de llegar.

Desalojado del poder por la restauración de terciopelo, por la cual los antiguos comunistas llegaron de nuevo al gobierno en 1995, y separado de sus antiguos camaradas por más de una diferencia, Geremek atribuye la pérdida del poder (corregida en las recientes legislativas) a que, en aras del olvido (lo que le parece un paralelo con el caso español), los antiguos comunistas pudieron aparecer sin responsabilidades por la situación, como si los costos sociales fuesen una factura de la transformación liberal, cuando no eran sino la deuda acumulada del desastre anterior.

La historia de sus convicciones es bastante común, de la creencia (1950) en que el comunismo era «la juventud del mundo» al desencanto del 68 (primavera de Praga) y la oposición activa que puede salir adelante cuando la larga noche de la estabilidad brezneviana se comienza a conmover por la acción combinada de la conferencia de Helsinki y la nueva política americana. En este contexto, aparece Solidaridad, que fue, según Geremek, un movimiento de liberación que se basaba en el sentimiento nacional, pero también en el sentimiento social y en la idea cristiana de dignidad.

La incapacidad del PC polaco para comprender los cambios fue muy grande (lo que se discute en el Comité Central es quién va a hablar por la televisión para parar a los obreros), de manera que tuvo que llegar el golpe militar, que Geremek condena sin paliativos, lo que no le impide rendir un homenaje a la habilidad y a la sinceridad de Jaruzelski, capaz de abrir paso a una reforma desde dentro en 1989, justo la época en que la URSS está empezando a desmoronarse aunque Gorbachov pareciera ser el último en saberlo.

Geremek compara la revolución polaca con la francesa, más que, por ejemplo, con la transición española, que sí sirvió de excusa para que los disidentes polacos hablaran de sus problemas aunque parecieran estar hablando de los de España. Para Geremek, lo que sucede tras la mesa redonda de Varsovia en 1989 es que el mundo comunista comprueba que es posible salir del universo totalitario sin violencia, de manera que, primero en Polonia y después en todo el antiguo Pacto de Varsovia, la sociedad civil supera al estado jacobino centralizado en manos del Partido Comunista.

Aunque Geremek no es un postcomunista, como intelectual afrancesado que sí es (devoto de Barthes y de Foucault, pero también de Mounier), le parece que no es lo mismo el odio al otro, en que cifra la esencia del fascismo, que la lucha de clases que inspiraba los ideales socialistas. Lo que más llama la atención de la posición de Geremek es que permanezca vinculado a los mismos valores que inspiraron lo que se vio en la obligación de rechazar, que su reflexión se mueva todavía en unos moldes más marxistas que liberales, explicables tal vez en quien se dedicó a estudiar de modo foucaltiano los pobres y los herejes de la época medieval. Así, el fracaso del sistema comunista se contempla como un suceso moral, como si el totalitarismo fuese una excrecencia casual. Desde esta perspectiva no se pueden discutir los fundamentos del desastre, seguramente porque Geremek sigue creyendo en las raíces democráticas del comunismo (y, cabe suponer, en sus posibilidades), sin que, por tanto, acierte a plantearse las lecciones radicales que el conjunto de la experiencia comunista parece sugerir.

En el fondo, Geremek sigue pensando que los intelectuales tienen un papel específico en la política, que toda política es algo más que la lucha por el poder, el esfuerzo por la realización de un proyecto de futuro, el empeño por mantener un hogar nacional frente a las pretensiones de los imperios. Son ideas muy ligadas a la experiencia polaca, pero también muy ajenas a la discusión política en una democracia madura.

Escuchar a Geremek sirve para recordar el pasado, pero también para caer en la cuenta de hasta qué punto estamos escasos de nuevas ideas que permitan fundar esperanzas políticas en algo distinto a la lucha contra lo que no queremos.

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Ficha técnica

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