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El triunfo del Cid histórico

El Cid

RICHARD FLETCHER

Nerea, Madrid

Trad. de J. Sánchez García-Gutiérrez

248 págs.

2.520 ptas.

El Cid histórico

GONZALO MARTÍNEZ DÍEZ

Planeta, Barcelona

488 págs.

2.900 ptas

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«La vida del Cid tiene una especial oportunidad española ahora, época de desaliento entre nosotros, en que el escepticismo ahoga los sentimientos de solidaridad y la insolidaridad alimenta al escepticismo. Contra esta debilidad actual del espíritu colectivo pudieran servir de reacción todos los grandes recuerdos históricos que más nos hacen intimar con la esencia del pueblo a que pertenecemos y que más pueden robustecer aquella trabazón de los espíritus –el alma colectiva– inspiradora de la cohesión social.» Con esta voluntad reivindicadora del Volksgeist y con intención de hacer del Cid un modelo de comportamiento para su tiempo, se presentó Ramón Menéndez Pidal en 1929 en el prólogo a la primera edición de su obra La España del Cid. Detrás de ella, los primeros treinta y siete años de dedicación investigadora del sabio filólogo a su héroe. Diez años después, en el prólogo a la segunda versión de aquel estudio, Menéndez Pidal sintetizaba otra de sus convicciones más queridas: «Como ninguno de los protagonistas de la epopeya griega, germánica o francesa, el Cid recibe, sobre la luz intuitiva de la poesía, toda la claridad intelectiva de la Historia, y por él, España ofrece interés único, pues nos permite observar una coincidencia entre realidad y ficción». En otras palabras, para Menéndez Pidal, el Cantar de Mío Cid, sustentador del Cid poético, constituía, a la vez, una vía segura para acceder al conocimiento del Cid histórico.

Sesenta años después de la aparición de La España del Cid, en 1989, un investigador inglés que ha consagrado parte de su actividad al estudio del reino de León en el siglo XII, Richard Fletcher, publicaba en Londres The Quest for El Cid, libro que fue traducido inmediatamente al castellano y que la Editorial Nerea editó aquel mismo año. Como el autor advertía en su introducción, su obra «no es una biografía en el sentido normal del término», «no es un libro dirigido a especialistas» y su «tratamiento es el propio de un historiador», no el de un estudioso de la literatura española que «se hubiera acercado a su tema a través del gran poema épico dedicado a las hazañas del Cid». Por ello, aun con el reconocimiento explícito de la enorme erudición de Ramón Menéndez Pidal, el autor inglés consideraba La España del Cid como «un tratado disfrazado de historia que está dirigido a los lectores de su propia época».

Ese estudio de Fletcher sobre El Cid es el que la misma editorial Nerea ha reeditado en 1999, con ocasión del noveno centenario de la muerte de Rodrigo Díaz de Vivar en Valencia. No constituye, por ello, una novedad bibliográfica. Tampoco lo es el Cantar de Mío Cid, según el texto fijado por Ramón Menéndez Pidal, que ha aparecido (en su 19ª edición) este año en la Colección Austral, de Espasa, y que queda lejos de la obra de referencia sobre el poema que, de momento, es la de Alberto Montaner como editor, con estudio preliminar de Francisco Rico, Cantar de Mío Cid, publicada en Barcelona por Editorial Crítica en 1993.

Por todo ello, la verdadera novedad bibliográfica del centenario de la muerte del Campeador está constituida por la obra de Gonzalo Martínez Díez, El Cid histórico. Como otros estudiosos que han abordado el personaje, el autor fija su posición en la introducción: «Queremos evocar aquí la imagen del Campeador a la luz de las fuentes históricas con los claroscuros de un caballero del siglo XI , tan lejos de la cidofobia de Dozy como de la cidofilia del maestro Menéndez Pidal, pero todavía más ajenos a ciertas descalificaciones de nuestros días que sólo proceden del rencor, de la ignorancia y de la incapacidad de comprender cierta clase de valores».

Como se ve, el Cid continúa siendo personaje propenso a su instrumentalización, tal vez, más significativo por su papel en la historiografía y en la creación de un referente ideológico que en la propia historia. De creer a uno de sus investigadores, el inglés Colin Smith, el propio Cantar de Mío Cid pudo nacer con esa vocación instrumental. Sería, en efecto, la obra que Per Abbat, burgalés de formación jurídica y conocedor de la épica francesa, escribiría en 1207 con la intención de levantar el ánimo de los castellanos, abatido tras la derrota en Alarcos en 1195. Desde entonces hasta «la utilización del Cid de Menéndez Pidal en la ideología militar franquista», según el título del artículo de María Eugenia Lacarra, parece que la épica del Campeador ha oscurecido la historia de Rodrigo Díaz de Vivar.

El carácter de las obras de Richard Fletcher y Gonzalo Martínez radica, precisamente, en que ambos autores siguen la peripecia vital y no la poética de Rodrigo. En otras palabras, su hilo conductor no ha sido el Cantar sino la Historia Roderici, una extensa e informada biografía compuesta, probablemente, por un testigo de muchos de los hechos narrados en fecha muy próxima a la muerte del biografiado. A partir de ese esqueleto fundamental, Fletcher y Martínez han contado con la ayuda más limitada de otras fuentes. Los 128 versos conservados del Carmen Campidoctoris, que versificó la biografía del Cid hasta el año 1082, fecha en que se supone concluido el canto. La narración de algunos sucesos acaecidos en Valencia poco antes y durante el gobierno del Cid, obra muy crítica de Ibn Alqama, vecino de la ciudad y coetáneo de Rodrigo, que ha llegado a nosotros en fragmentos incluidos en otras obras. El elogio de Ibn Tahir, rey de la taifa de Murcia, más algunas cartas de éste relacionadas con los sucesos de Valencia y un breve relato del gobierno de Rodrigo en aquella ciudad, que Ibn Bassam, musulmán de Santarem y contemporáneo del Cid, recogió en una obra suya. Y, por fin, un conjunto de algo menos de sesenta diplomas que, salvo el de las arras de Rodrigo y Jimena, proporcionan más bien menciones que informaciones.

Estas fuentes fueron descritas y valoradas con cierto detenimiento por Richard Fletcher (págs. 219-232), mientras que Gonzalo Martínez (págs. 17-30) las presenta de una forma más sumaria. La misma actitud se repite a la hora de recoger la bibliografía (Fletcher, que no empleó notas en el texto, la reunió y comentó brevemente en págs. 233-242; Martínez la cita a pie de página) o de plantear los índices (analítico en Fletcher, 245-248; antroponímico y toponímico en Martínez, 455-472). Esos datos puramente formales anuncian que cada obra responde a un objetivo diferente. Mientras el autor inglés se interesó sucesivamente por tres aspectos complementarios (un breve panorama de la historia y la cultura peninsulares de los siglos VIII a XI , págs. 23-108, dirigida a un público no especialista y británico; una biografía del Cid, págs. 109-200; y un resumen del tratamiento historiográfico del personaje, págs. 201-217), el autor castellano se ciñe estrictamente, con un sistemático apoyo erudito, a presentar la biografía de Rodrigo Díaz de Vivar. Incluso, de forma que sólo puede ser deliberada, rehúye los posibles excursus que, con el conocimiento que Martínez Díez posee de la historia del período, contribuirían a contextualizar las acciones del Campeador.

Son, precisamente, estas acciones las que constituyen el entramado de las biografías del Cid elaboradas por los dos autores. Biografías, por tanto, de hechos, no de sentimientos. Las bases de información no dan, desde luego, para más. Las semejanzas entre las informaciones manejadas por ambos y en el uso cronológicamente secuencial de las mismas conviven con diferencias de estilo literario y de presentación de la información. Fletcher lo hizo en cuatro grandes capítulos, sin divisiones internas. Martínez opta por treinta y cuatro capítulos, cada uno de ellos subdividido por cuatro o cinco entradillas; en resumen, un titulillo cada dos páginas y un índice tan circunstanciado que, a través de él, puede seguirse perfectamente la biografía del Cid.

Al margen de esas diferencias de estilo o de exigencias editoriales, que sustentaron en Fletcher un cierto nivel de síntesis y en Martínez un desarrollo analítico de los datos, hay acuerdo entre los dos acerca del hilo argumental de la vida de Rodrigo. Un infanzón nacido y criado en una aldea próxima a Burgos hacia 1044-1050, hijo de un hombre de confianza del monarca Fernando I. Un infanzón que aparece más tarde educándose y alcanzando el puesto de alférez en la corte de Sancho II, el hijo primogénito de Fernando, a quien éste, en el reparto del reino, atribuyó Castilla. Después, tras el asesinato de su señor, aquel infanzón ya prestigiado se incorporó a la corte del nuevo monarca de León y Castilla, Alfonso VI, al que, desde luego, no exigió ningún juramento de inocencia de la muerte de su hermano Sancho.

Ya en el círculo del monarca, aunque no en el primer plano, Rodrigo, que para entonces había adquirido el sobrenombre de Campeador, cumplía las funciones inherentes a su status: intervención como juez en algún pleito suscitado por miembros de su mismo estamento de infanzonía, o como enviado del monarca en sus relaciones con los reyes de taifas: unas veces, para cobrar las parias acordadas; otras, para defender, de cristianos o de musulmanes, a los príncipes moros que se habían encomendado al monarca castellano-leonés. Parece probable que fue una mezcla de la arrogancia personal del Cid y de los celos ajenos, complicada por un enfrentamiento en que Rodrigo derrotó al primer magnate del reino, García Ordóñez, la que estimuló a Alfonso VI a desterrar al Campeador. Suponemos que acompañado por una muy pequeña mesnada, Rodrigo escogió Zaragoza como lugar de exilio. Allí, durante cuatro años, puso su fuerza y su sabiduría militar al servicio del rey moro. Hasta que la grave derrota de Alfonso VI en Sagrajas en 1086 ante los almorávides empujó a señor y vasallo a reconciliarse de forma explícita.

Por poco tiempo. Dos años más tarde, con ocasión de una expedición a Aledo, una falta de acuerdo en la conjunción de las fuerzas respectivas del rey y del Cid acabó en una derrota cristiana que pudo ser muy grave. El rey, airado, condenó a Rodrigo como traidor y éste, pese a sus esfuerzos exculpatorios, no consiguió el perdón real. Otra vez, el destierro se abrió ante él. Y esta vez, el Cid, en lugar de poner su brazo al servicio de algún jefe, cristiano o musulmán, optó por hacerse caudillo de sí mismo y de su mesnada y por intentar la conquista de un señorío.

Una serie de razones personales y estratégicas lo encaminaron, otra vez, al este de la Península. En esa ocasión, a Valencia, que constituía entonces la pieza deseada de los intereses cruzados de los reyes de León y de Aragón, del conde de Barcelona, de los reyes taifas de Zaragoza, Murcia y la propia Valencia y del emir almorávide. Ese fue el ámbito en que Rodrigo desarrolló sus acciones. Su resultado, la conquista por la fuerza de las armas en 1094 de un señorío constituido por la ciudad de Valencia y su término, que se hallaban en manos musulmanas. Por poco tiempo: cinco años después, el Cid murió en aquella ciudad. Su viuda, Jimena, incapaz de defender la plaza, pidió ayuda a Alfonso VI, quien acudió y, tras sopesar las posibilidades de mantenerla en su poder, decidió abandonar la ciudad y prenderla fuego. Así concluyó la empresa más singular del Cid. De sus descendientes, el hijo varón murió antes que el padre; y sus hijas no sufrieron, como cuenta el cantar, la afrenta de Corpes, pero sí enlazaron con príncipes hispanos: Cristina con un navarro; María con un catalán.

En resumen, Richard Fletcher y Gonzalo Martínez, abandonada la guía poética del Cantar, proponen, con algunas discrepancias menores, una secuencia de los hechos semejante. Lo mismo sucede a la hora de reconocer la capacidad militar de Rodrigo; o los celos más que la envidia, si no, como insistía Menéndez Pidal, del monarca Alfonso VI, sí de algunos de los magnates de su círculo más inmediato; y el carácter extraordinario de la concesión que el rey hizo al Cid, cuando, probablemente, tras el desastre en Sagrajas, el monarca reclamó el retorno del desterrado. Tal concesión, que reconocía a Rodrigo y su descendencia la posesión absoluta de todas las tierras que pudiera conquistar a los musulmanes, sólo tendrá, a posteriori, un parecido en la que, cuatro siglos después, los Reyes Católicos incluyeron en sus capitulaciones con Cristóbal Colón.

Las diferencias entre Richard Fletcher y Gonzalo Martínez a propósito del Cid no se hallan, por tanto, en la secuencia de los hechos narrados sino en la valoración del biografiado. Mientras el estudioso inglés, al resumirla, deja que sea la abundante historiografía generada en torno al Campeador la que ofrezca las claridades y oscuridades del personaje, el investigador castellano cierra su obra con un último capítulo dedicado a la «Semblanza de Rodrigo Díaz de Vivar». En él su héroe no sólo sale airoso de las críticas de avaricia y crueldad sino que, en lugar de la imagen de «capitán de fortuna» que, muy a tono con la coyuntura peninsular de finales del siglo XI , puede deducirse del texto de Fletcher, el infanzón de Vivar es presentado como el héroe de la «guerra divinal», según la expresión de Sánchez Albornoz, contra el enemigo islámico.

De esa forma, tras una narración bastante coincidente, aun con persistente tendencia del autor español a justificar las acciones de su biografiado, Gonzalo Martínez se distancia de Fletcher para subrayar en el Cid las cualidades de caballero ideal, vasallo fiel, político magnánimo y generoso, cristiano creyente. En una palabra, «el modelo que continuó viviendo en la memoria y en los corazones de tantos caballeros de nuestro medievo que veían en él el ejemplo a imitar en la guerra secular».

Al cabo de novecientos años de la muerte de Rodrigo en Valencia, lo que Richard Fletcher hizo en 1989 y Gonzalo Martínez Díez, con más detenimiento, ha hecho en 1999 ha sido tratar de rescatar de la épica un Cid para la historia. La impresión final es que el Campeador, cuya fama trascendió las fronteras de los reinos hispanos, fue un hijo de su tiempo, un excelente e invicto estratega y un capitán con fortuna en el revuelto mundo de las relaciones entre los cristianos y los musulmanes peninsulares de finales del siglo XI . Más allá de ello, algunas de las justificaciones de los actos de Rodrigo y, sobre todo, la exaltación final del personaje en el libro de Martínez Díez nos vuelven a recordar que, cuando se habla del Cid, es muy difícil, en especial, para un burgalés, renunciar a la épica.

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