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Asesino divino

Mao

PHILIP SHORT

Crítica, Barcelona

Trad. de David Martínez Robles

640 págs.

29,90 €

Mao Zedong

JONATHAN SPENCE

Mondadori, Barcelona

Trad. de Cristóbal Pera

224 págs.

20 €

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«Si hay algo que no le gustaba ver a Mao eran las lágrimas. Mao afirmó en cierta ocasión: "No puedo soportar ver llorar a la gente. Cuando veo sus lágrimas, no puedo contener las mías".»

«Otra cosa que perturbaba a Mao era el derramamiento de sangre.»

Quan Yanchi, Mao Zedong: Man,Not GodPublicado en 1992 en Pekín por Foreign Languages Press. .

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No deberíamos dar crédito a estas afirmaciones. El autor, un leal gacetillero de la oficial Asociación de Escritores Chinos de Pekín, basó su texto en entrevistas con un antiguo guardaespaldas de Mao, un hombre llamado Li Yinqiao. Li conocía a Mao íntimamente, es cierto. Una de sus obligaciones públicas era desabrochar los pantalones del presidente siempre que se sentaba, ya que «Mao tenía una tripa enorme» y no le gustaba que los pantalones «le tiraran y le resultaran incómodos». Pero al contrario que el antiguo doctor de Mao, Li Zhisui, que escribió el famoso relato de su vida con Mao en el aire más libre de ChicagoLi Zhisui, The Private Life of ChairmanMao (Random House, 1994) [ed. esp., La vida privada del presidente Mao , Planeta, 1995]. , Li Yinqiao no salió nunca de China, donde aún no puede decirse la verdad sobre Mao.

No obstante, estos comentarios sobre Mao no son del todo inverosímiles. Porque en alguien verdaderamente cruel suelen encontrarse la aprensión y el sentimentalismo. Heinrich Himmler no podía soportar la visión de la sangre y, en realidad, Hitler tampoco podíaH. R. Trevor-Roper, The Last Days of Hitler (Macmillan, 4ª ed., 1971), págs. 22 y 80 [ed. esp., Los últimos días de Hitler, Alba, 2000]. . Por regla general, los asesinos en masa a gran escala no sienten la atracción de encargarse ellos mismos del trabajo sucio. En su único viaje de inspección a Auschwitz, Himmler lo encontró excesivamente perturbador y decidió no volver a acercarse nunca a aquel lugar. Hombres de esta calaña nunca matan a impulsos de una pasión sádica; un sádico mantiene, al fin y al cabo, un vínculo perverso aunque íntimo con su víctima. Quienes matan a otro suelen actuar animados por una pasión: furia, celos o un amor que se ha tornado en odio. Quienes adoptan la costumbre de matar a otros por placer suelen estar locos. Pero quienes son responsables de la muerte de millones de personas no parecen tener en absoluto grandes sentimientos; de ahí, quizá, la lágrima fácil, la evidencia acuosa de la emoción dislocada.

Cuando se llega al asunto peliagudo, la aprensión no es la única cosa que han tenido en común los tiranos asesinos. Hitler y Mao sufrieron ambos de «neurastenia», una dolencia que ya no está de moda pero que era tan corriente en el entorno de Mao que su médico la bautizó como la «enfermedad comunista». Los principales síntomas son insomnios, jaquecas, mareos e impotencia. La potencia de Mao, como nos informó su médico, se vio muy afectada por sus peripecias políticas. Las cosas fueron bien cuando Mao se sentía seguro, pero bastaba cualquier amenaza, real o imaginada, a su dominio absoluto del poder y el presidente languidecía, no importa cuántas jovencitas compartieran su cama. Este tipo de problemas psicosomáticos son quizás el precio que han de pagar las personas por vivir en un estado de permanente ansiedad de ser asesinados por la espalda, bien por cortesanos bien, en el caso de los cortesanos, por el propio tirano. Es posible que el estreñimiento crónico de Mao y los retortijones de estómago de Himmler tuvieran idéntico origen.

Pero todo esto son simplemente síntomas de algo. Más interesante es la pregunta de qué impulsa a determinadas personas –en ocasiones, parece, personas absolutamente normales y corrientes– a convertirse en asesinos de millones de seres humanos. ¿Es sólo un extraño conjunto de circunstancias? ¿Acaso es un axioma que el poder absoluto da paso siempre a una anestesia moral? ¿O personas como Mao, Himmler, Pol Pot, Hitler y Stalin no fueron en absoluto seres mediocres, sino genios del mal que aprovecharon la oportunidad de sacar lo peor de sí mismos?

Leo estas dos nuevas biografías de Mao, una breve, voluminosa la otra, con esta cuestión en mente. Ambos autores mantienen una tesis, si se las puede llamar así. La de Jonathan Spence va recubierta de una metáfora. Mao, en su opinión, fue un «Señor del Desgobierno», una especie de príncipe festivo de la noche que puso al mundo patas arriba. Spence se vale del ejemplo de las grandes casas europeas de la Edad Media, en las que se elegía a un «Señor del Desgobierno» en los días festivos para invertir o parodiar el estado de cosas normal: los criados actuaban como señores, los hombres como mujeres, etc. Se trata de un fenómeno carnavalesco habitual, una ocasión ritual para que todo el mundo se despoje de los papeles convencionales y se desfogue, siempre para volver a la normalidad de las jerarquías existentes. Pero Mao, en opinión de Spence, lo hacía de verdad, y no sólo en ocasiones festivas. Quería invertir el orden para siempre, exterminar a todos los señores y amos, confiar la responsabilidad a los criados, colocarse como el permanente Señor del Desgobierno del pueblo y generar el caos dondequiera que las cosas empezaran a estar demasiado asentadas.

Se trata de una metáfora interesante, pero no acaba de explicar por qué Mao, desde un primer momento de su carrera, se mostró tan entusiasta del exterminio. Philip Short, cuyo libro es en todos los sentidos más rotundo que el de Spence, establece distinciones morales entre Hitler, Stalin y Mao. De hecho, cree que Mao se encuadra «en una categoría diferente de otros tiranos del siglo XX ». Hitler exterminó gente, principalmente a los judíos, porque pensaba que eran alimañas. Stalin firmó personalmente las sentencias de muerte de miles de personas porque podían haber supuesto algún tipo de amenaza para él. Pero Mao, afirma Short, tuvo una visión, un sueño utópico de la transformación total de China, y si se cascaban muchos huevos mientras se cocinaba esa tortilla especial, esto habría de contar, en la Corte Suprema de la Historia, como un homicidio involuntario y no como un asesinato. Porque, como dice Short, «a pesar de que sus políticas provocaran la muerte de millones de personas, Mao nunca perdió del todo su creencia en la eficacia de la reforma de las ideas y en la posibilidad de redención».

Mao no fue un asesino racista. Pero la distinción moral a mí no me resulta tan clara como a Philip Short. Porque también Hitler tuvo una visión. Sus asesinatos también eran un medio para conseguir un fin. ¿Sostiene Short que algunos medios se hallan «en una categoría diferente» (homicidio involuntario, no asesinato) porque sus fines son menos repulsivos? Y, ¿fueron los fines utópicos de Mao realmente tan diferentes de los de Stalin? ¿Acaso está sugiriendo que Mao lamentó realmente los asesinatos necesarios o, en palabras de Short, «los desechos humanos de su lucha épica para transformar China»? Si éste es el caso, deberíamos encontrar alguna prueba de ello en el fascinante relato de la vida de Mao escrito por Short.

Mao, hijo de un granjero relativamente acomodado, nació en 1893 en la provincia meridional de Hunan. A los trece años ya contaba con una mejor educación que su padre, que sólo había estado dos años escolarizado. En 1910, mientras estaba aún en el colegio, Mao degustó por primera vez la violencia política. La secuencia de acontecimientos fue característica de muchas rebeliones chinas modernas. Un desbordamiento del río Yangtze provocó una hambruna en Hunan; la gente se vio obligada a vender a sus hijos, comer trozos de árboles, incluso la carne de otros seres humanos. Los comerciantes extranjeros y la alta burguesía local se negaron a dejar de exportar arroz a otras regiones menos azotadas por el hambre. Desesperada, la gente atacaba a los extranjeros, siempre los primeros a la hora de adjudicar responsabilidades de las desgracias chinas, y más tarde también a las autoridades chinas. Se destrozaron edificios, se cometieron asesinatos, se enviaron lanchas cañoneras por el río, las tropas gubernamentales restauraron el orden y a dos pobres desgraciados que habían tomado parte en las algaradas se les hizo desfilar por la ciudad en cestos de mimbre, tras lo cual les cortaron la cabeza y las clavaron en un par de farolas.

Mao afirmó que nunca olvidó aquello. «Sentí allí, junto a los rebeldes, que eran gente corriente como mi propia familia», dijo más tarde, «y me dolió profundamente la injusticia del trato que recibieron». Este incidente, que recogen ambas biografías, retrata a Mao bajo la luz más favorable. Muestra que tenía una conciencia social, a pesar de que esto suene extraño en un hombre que sería un día responsable del hambre de nada menos que de treinta millones de personas. La historia dibuja también la atmósfera de violencia en la que creció. Si se quisiera argumentar que Mao, al contrario que Hitler, comenzó como un rebelde con una causa justa, éste sería el modo de hacerlo. Y encajaría con el mito, cuya presencia es habitual en China y en otros lugares, de que Mao fue una figura heroica hasta finales de la década de 1950, cuando el anciano, cada vez menos al tanto de la realidad, se convirtió en un paranoico y en un déspota brutal.

En el joven Mao ya existían, sin embargo, signos tempranos de una mentalidad más siniestra. Siendo un colegial, Mao era un ávido lector de la historia china. Le gustaban especialmente los relatos románticos de los bandoleros nobles, pero también las historias de los antiguos emperadores. Se ha señalado a menudo que Mao admiró de manera especial al emperador de la dinastía Qin que unificó China en el siglo III a.C. El emperador Qin, por lo que sabemos, fue un tirano despiadado que exigía obediencia absoluta y es habitual que los chinos sigan teniéndolo aún por una figura demoníaca. Lo único que le importaba era la sumisión a sus leyes y para estar seguro de que éstas no se vieran suavizadas por la moral confuciana, o cuestionadas por personas cultas, se quemaron los libros confucianos y los expertos confucianos fueron enterrados vivos.

El hombre más odiado de esta muy odiada dinastía vivió un siglo antes, cuando el emperador Qin aún no había creado su imperio. Su nombre era Señor Shang, un ministro de la escuela legalista que, según Sima Qian, el gran historiador de la dinastía Han, castrado por su honestidad, fue «dotado por el cielo con una naturaleza cruel y sin escrúpulos». Mao, a los dieciocho años, escribió un ensayo en el colegio ensalzando a este Señor Shang, cuyas leyes, sostenía, eran muy necesarias para enderezar a un pueblo estúpido, atrasado y servil. Lo cierto, afirmó, actualizando sus tesis, es que los chinos, en el curso de su dilatada historia, habían acumulado «muchas costumbres indeseables, su mentalidad es demasiado anticuada y su moral es extremadamente mala. […] [Todo esto] no puede eliminarse y purgarse sin una enorme fuerza».

Este tipo de sentimientos han sido compartidos por muchos intelectuales de países pobres y humillados, generalmente después de entrar en contacto con la riqueza y el poder de naciones más ricas. Pol Pot regresó de sus estudios en París con unas ideas similares. Mao ni siquiera hubo de salir de su Hunan natal. El desprecio por sus propias gentes inmorales y retrasadas se unió, como suele suceder, al deseo de ejercer un liderazgo de hierro. Mao desarrolló sus ideas sobre el principio del Gran Líder muy pronto, escribiendo lo siguiente a finales de la década de 1920: «La persona verdaderamente grande desarrolla […] y expande las mejores y más grandes capacidades de su naturaleza original. […] [Todas] las limitaciones y restricciones quedan a un lado por la gran fuerza motriz que se halla contenida en su naturaleza original. […]. Su fuerza es como la de un viento poderoso que surge de un profundo desfiladero, como el irresistible deseo sexual por el amante, una fuerza que no se detendrá, que no puede detenerse».

El aspecto sexual es interesante a la luz de los posteriores problemas de impotencia de Mao. Más perturbadora es, sin embargo, la idea de que el gran héroe no debería verse frenado por limitaciones habituales, que el hombre verdaderamente grande está por encima de todas las leyes. Mao defiende en el mismo ensayo que el caos puede ser deseable, ya que la «pura paz sin desorden de ningún tipo sería insoportable. […] A la gente le gusta leer sobre las épocas en que las cosas están cambiando constantemente y en que están surgiendo numerosas personas de talento. Cuando llegan a períodos de paz […], dejan el libro a un lado». Estos tempranos estallidos de Sturm und Drang son aún las fantasías de un joven romántico y libresco. Habrían de pasar algunos años antes de que se traspasaran al ámbito de la acción. Pero las ideas básicas de Mao sobre humanidad, liderazgo, historia y política se hallaban ya firmemente consolidadas antes de su conversión al comunismo.

Mao fue un hijo de su tiempo. El aborrecimiento de la propia cultura y el fervor revolucionario estaban muy presentes cuando era un estudiante. Cuando el Movimiento del 4 de mayo explotó en 1919, primero como una protesta contra el gobierno chino por ceder territorio a Japón a cambio de unos muy necesarios préstamos financieros, y más tarde como un radical movimiento intelectual a favor de la renovación cultural y política, Mao estaba trabajando como profesor de historia. «Sra. Ciencia» y «Sra. Democracia» fueron los dos eslóganes del 4 de mayo. Pero el movimiento era variopinto, con inclusión de marxistas radicales, así como seguidores liberales de John Dewey, que impartía entonces conferencias en China ante salas atestadas. Mao no era aún un marxista, pero había escrito un breve tratado anticonfuciano que (al igual que el propio Movimiento 4 de mayo) era radical al tiempo que estaba empapado de las actitudes chinas más antiguas. Mao escribió que China simplemente no estaba madura para un cambio radical, sino que debía «producirse una transformación completa, como la materia que cobra forma tras la destrucción, o como el niño que nace del vientre de su madre».

Esta idea de una transformación completa tiene sentido en una tradición que ve la política como parte de un orden cósmico. Como en la gran tradición china el orden político se basa en una ortodoxia moral, preservada por estudiosos oficiales y simbolizada en un gobernante semidivino, cuyo gobierno virtuoso debe reflejar el orden del cosmos, no es posible cambiar realmente una parte del cuadro sin cambiar la totalidad. En 1919, el gobernante semidivino ya había desaparecido y se atacaba la ortodoxia moral, basada en el confucianismo. Había que poner en su lugar un nuevo orden. El comunismo, con su hermética visión del mundo, sus pretensiones de encarnar a la Sra. Ciencia, su dogma histórico y su cohorte intelectual de jerarcas del Partido reúnen las condiciones más fácilmente que el insípido liberalismo de Dewey. Para China habría de ser una profunda desgracia que Mao Zedong tuviera la brillantez y la voluntad irrefrenable de abrazar este nuevo orden con conceptos de realeza divina que se remontaban nada menos que hasta el malvado emperador Qin.

La violencia, incluso el asesinato masivo, era parte de esta empresa desde su comienzo mismo. En 1920, Mao había rechazado todos excepto uno de los muchos ismos que flotaban por el aire, incluidos el anarquismo y, por supuesto, el liberalismo, y se hizo comunista. Su primera tarea consistió en movilizar a la población rural de Hunan, a la que había descrito en una ocasión, en el modo característico de un joven intelectual que acababa él mismo de salir del pueblo, como «gente estúpida y detestable». Pero como el Partido Comunista Chino era aún diminuto a comienzos de los años veinte, la estrategia de los líderes del Partido fue unirse al Partido Nacionalista, o Guomindang (GMD), y empujarlo tanto como fuera posible hacia la izquierda. A veces se ha señalado que Mao, al igual que Ho Chi Minh, fue esencialmente un nacionalista, y sólo con que los Estados Unidos hubieran sido más complacientes, seguramente habría resultado ser menos antioccidental. De hecho, ya en 1925, aun habiéndose unido al GMD, Mao sabía con precisión quiénes eran sus enemigos. No había «absolutamente ningún terreno neutral», afirmó, entre una «revolución occidentalizante de clase media», impulsada por el ala derecha del GMD, y la causa comunista. «Quien no está a favor de la revolución –escribió– está a favor de la contrarrevolución». Y como creía que una cuarta parte de la población de 400 millones de personas de China era irremediablemente hostil, algo había que hacer con ellos.

Dos años más tarde, los campesinos de Hunan se alzaron contra la clase terrateniente. Las propiedades fueron asaltadas, saqueadas y quemadas. Cualquier persona sospechosa de ser un enemigo era hecha prisionera, se la hacía desfilar por las calles, era mutilada y a menudo asesinada. Algunos llegaron incluso a pensar que el reino del terror estaba yendo demasiado lejos. Mao, no. Defendió las «acciones excesivas» y afirmó que el único modo eficaz de suprimir a los «reaccionarios» era ejecutar a unos cuantos en cada condado. Fue en este contexto en el que pronunció una de sus máximas más famosas: «Una revolución no es como salir a cenar».

La «contrarrevolución» tampoco se hizo notar por su refinamiento. Cuando las milicias de los terratenientes contraatacaban a los campesinos, se mostraban cuando menos igual de feroces. Mao señaló que en la provincia de Hubei, «Los brutales castigos infligidos a los campesinos revolucionarios por la despótica alta burguesía incluyen cosas como arrancar los ojos y cortar lenguas, destripar y decapitar, acuchillar y moler con arena, quemar con queroseno y marcar con hierros al rojo vivo. En el caso de las mujeres, perforan sus pechos [con un alambre de hierro, con el que las atan] y las hacen desfilar desnudas en público, o simplemente las hacen trizas».

A pesar de que Mao fuera, por decir lo mínimo, parti pris, hay pocos motivos para dudar de que estas cosas sucedieran realmente. Mao sufrió pérdidas personales en los periódicos estallidos del Terror Blanco. En 1930, su esposa, Yang Kaihui, fue arrestada y ejecutada cuando se negó a renunciar a su marido. Lo cierto es que para entonces Mao ya la había abandonado, con un cierto sentimiento de culpa, por otra mujer de nombre He Zizhen. En 1934, He y Mao se vieron obligados a abandonar a su hijo de dos años cuando lograron escapar de milagro de las tropas del GMD. Nunca recuperaron al pequeño. Philip Short escribe que este fue el motivo de que «otra pequeña parte de la humanidad de Mao se marchitara en la vid». Es posible. Pero las semillas de la extraordinaria brutalidad de Mao ya habían quedado sembradas mucho antes.

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La descripción que hace Short de los asombrosos acontecimientos de 1930 muestra la rapidez con que habían madurado esas semillas. Como marcaron la pauta para tanta violencia posterior, resulta desconcertante que Spence pase por encima de ellas, incluso en un libro breve. Mao vivía por entonces en Jiangxi, una provincia pegada a Hunan. Los comunistas de Jiangxi solían proceder de la élite rural, granjeros ricos y similares, y les molestaba tener a gente de Hunan, como Mao, diciéndoles qué hacer, especialmente en lo relativo a las reformas agrarias que se traducían en confiscación y trabajos forzados. De repente hubo rumores de una misteriosa camarilla de derecha, bautizada como la Facción AB, a la que se suponía infiltrada en el Partido Comunista. No venía al caso si esto era cierto, o si Mao lo creía realmente. Como se había visto envuelto en varias fieras disputas con otros líderes comunistas, amén de con otros habitantes de Jiangxi, una campaña contra los infiltrados reaccionarios era justo lo que Mao necesitaba para poner en su sitio a rivales, o a rivales potenciales. Mao estaba a punto de utilizar los métodos de Stalin cuando no tenía más que una pequeña parte del poder de Stalin. El hecho de que nunca se demostrara la existencia de una Facción AB apenas importaba. El modo de eliminar a los conspiradores «contrarrevolucionarios» era arrestar a unos pocos probables sospechosos y torturarlos hasta que «confesaran» e implicaran a otros, que a su vez serían luego arrestados y torturados. Las torturas, que llevaban nombres tan pintorescos como «sapo bebiendo agua» y «mono tirando de las riendas», eran tales que las víctimas decían cualquier cosa con tal de sobrevivir. Pero eso tampoco les ayudaba mucho, porque la mayoría eran asesinados en cualquier caso. Las mujeres que iban a averiguar qué les había sucedido a sus maridos recibían un trato especialmente horrible: les cortaban los pechos y les quemaban los genitales.

Primero fueron cientos, luego miles, y más miles, todos camaradas comunistas. Naturalmente, Mao nunca le arrancó a nadie las uñas personalmente ni quemó ningunos genitales. Ese no era su trabajo. Pero dio órdenes y se benefició de las purgas que había instigado, especialmente después de que se estableciera un vínculo entre la Facción AB y la conocida como Línea Li Lisan. Li Lisan era un antiguo estudiante en Francia, como Zhou Enlai, que pasó a ser un líder del Partido en Shanghai. Su estrategia, o «línea», para la revolución china consistía en concentrarse en las ciudades. Mao no estaba de acuerdo. Como China era en su mayor parte una sociedad rural, creía que el campo había de ser liberado primero. Acabó teniendo razón. Pero estos desacuerdos afectaban tanto al poder y las clases como a la estrategia a seguir, y al asociar la trama secreta contrarrevolucionaria con Li Lisan y otros intelectuales metropolitanos, Mao, el advenedizo provinciano, pudo desacreditar a sus rivales y acercarse mucho más en su afán de hacerse con las riendas del Partido.

Como señala Short, Mao estaba siempre dispuesto a sacrificar incluso a sus más cercanos y antiguos camaradas cuando ello le convenía. Recluido en las cuevas de Yan'an durante la guerra con Japón a comienzos de los años cuarenta, dio rienda suelta a su jefe de seguridad, Kang Sheng, un tipo consumido a lo Beria que disfrutaba con la tortura y el cuero negro, y que había aprendido su oficio con la NKVD en Moscú. Agnes Smedley, la grupi revolucionaria americana de Yan'an, describió en cierta ocasión el sentido del humor de Mao como «macabro». El de Kang lo era aún más. La idea que tenía de una broma era arrestar a un antiguo terrateniente (y seguidor de los comunistas), de nombre Niu, que significa buey, meterle un anillo de hierro con una cuerda por la nariz y ordenar que el pobre hombre fuera arrastrado por las calles por su propio hijo. La especialidad de Kang era la fabricación de cargos contra cualquier persona que Mao quisiera apartar de su camino.

En Yan'an las atrocidades fueron parte de una campaña de rectificación. Iba a erradicarse a los «espías», los «trotskystas» y los miembros de una «camarilla antiPartido» fantasma. Los métodos de Kang Sheng fueron los mismos que los utilizados contra la ficticia Facción AB. Se inventaron cargos y se consiguieron confesiones públicas por medio de torturas. Algunos de los casos más famosos guardaban relación con una serie de intelectuales que pensaban que habían de tener derecho a criticar a Mao. Uno de ellos se llamaba Wang Shiwei, una figura literaria mojigata pero de principios, que fue acusado de trotskysta, encarcelado durante años y posteriormente descuartizado con un hachaDai Qing, Wang Shiwei and 'Wild Lilies': Rectification and Purges in the Chinese Communist Party 1942-1944 (M. E. Sharpe, 1994).. Pero los verdaderos objetivos, como era tan frecuente, fueron los potenciales rivales de Mao para el liderazgo del partido, y en última instancia de China. Estas campañas brutales para reforzar la ortodoxia del Partido (tal y como la definió el propio Mao) infundieron un terror tal que apenas nadie osó volver a criticarlo. Fue en esas románticas grutas amarillas de Yan'an, el destino de muchos peregrinos revolucionarios y periodistas occidentales admiradores de la causa china durante la guerra antijaponesa, donde Mao se apropió de toda la parafernalia de la realeza divina. Fue allí donde la gente empezó a cantar himnos al Nuevo Hijo de Oriente y al Gran Salvador del Pueblo. Las palabras de Mao empezaron a citarse como si albergaran la sabiduría de un sabio santo. Y quienes seguían negándose a ser cortesanos y aduladores, y también algunos que no lo hicieron, se encontrarían pronto con muertes tempranas y desagradables.

Las campañas de asesinatos no cesaron nunca realmente. Lee Kuan Yew, que no se quedaba atrás en el arte de eliminar rivales, lo expresó muy bien (refiriéndose al régimen colonial inglés): «Me dicen que [la represión] es como hacer el amor: es siempre más sencillo la segunda vez. La primera vez es posible que surjan problemas de conciencia, una sensación de culpa. Pero una vez inmerso en esta carrera, con la repetición constante te vuelves cada vez más descarado en el ataque y en el alcance del ataque»Debates de la Asamblea Legislativa, 4 de octubre de 1956. Citado en Francis T. Seow, To Catch a Tartar: A Dissident in Lee Kuan Yew's Prison (Monograph 42/ Yale Southeast Asia Studies, 1994)..

Una vez más, la analogía entre el implacable Gran Liderazgo y el sexo es sorprendente. Pero ni Spence ni Short muestran evidencia alguna de que Mao llegara nunca a sentirse culpable. En el caso de Spence, esto apenas importa, ya que no realiza afirmaciones morales en favor de Mao. Pero como Short basa su tesis en la idea de que las víctimas de Mao fueron los desgraciados desechos de sus visiones políticas, y no las víctimas de asesinatos, puros y simples, aquí sí que importa. Teniendo en cuenta que tanto Mao como Stalin hicieron que se matara a mucha gente lisa y llanamente para expandir su poder personal, no puedo ver ninguna diferencia categórica entre ellos.

¿Y en cuanto a Hitler? Existen también, creo, semejanzas entre él y Mao, aparte de la neurastenia y del rumor de que ambos Grandes Líderes tenían sólo un par de testículos entre los dosLi, The Private Life of Chairman Mao, pág. 100. . A pesar de que Mao no intentara nunca exterminar a una raza de personas, sí que estaba orgulloso de haber destruido incontables miembros de determinadas categorías sociales. En 1950 fueron «elementos contrarrevolucionarios», esto es, burgueses, intelectuales, capitalistas, antiguos miembros del GMD, etcétera. En seis meses, 710.000 personas fueron asesinadas o empujadas al suicidio. En 1952 fueron los terratenientes y sus familias: el número ascendió a un millón de muertos.

Las cifras producen vértigo; las personas se convirtieron en terribles estadísticas. Pero, ¿tienen los números desnudos alguna relevancia moral? ¿Las muertes violentas de 800.000 porque, en palabras de Mao, «merecen morir», se hallan en una categoría aparte de los asesinatos de cuatro, cinco o seis millones? ¿Y es categóricamente diferente asesinar a seres humanos por mor de su clase que por mor de su raza? Está claro que existe una distinción: Hitler quería matar a todos los hombres, mujeres o niños judíos. Mao seguía creyendo que al menos algunos reaccionarios podían redimirse por medio de la «reeducación». Sin embargo, cuando pensamos que entre las víctimas de Mao estaban los hijos e incluso los nietos de sus enemigos de clase, perseguidos simplemente por mor de su origen, es posible que la diferencia no desaparezca del todo, aunque seguramente pase a ser menos categórica.

Los «intelectuales», término por el que se entendía toda persona cultivada, eran un grupo que se vio especialmente afectado por la furia de Mao. Mao los detestaba tanto como Hitler, y los motivos del porqué podrían ayudar a explicar la peculiar naturaleza de su ansia de sangre. Cuando el dogma se convierte en un instrumento de opresión, cualquiera que esté en posesión de los conocimientos para desafiarlo se convierte en una amenaza. Ello explica que el emperador Qin hiciera matar a expertos confucianos. Mao, al contrario que Hitler, era un intelectual, si se le puede llamar así, que en su día había desafiado muchos dogmas, empezando con el confucianismo. Sin embargo, en la culta compañía de los licenciados de la Universidad de Pekín y otras luminarias metropolitanas, Mao se había sentido siempre inepto y provinciano. Sus teorías marxistas, su conocido como Pensamiento Mao Zedong, eran con frecuencia improvisadas, incoherentes, y estaban sujetas a bruscos cambios y contradicciones.

El único modo de aplastar toda crítica era, por tanto, destruir a todos los posibles críticos desterrándolos a remotos campos de trabajo, a veces de por vida, o arruinar sus carreras, o volver a sus hijos en su contra, o humillarlos en confesiones públicas forzadas, o simplemente asesinarlos. En un ejemplo característico del humor macabro del presidente, en una ocasión se refirió a comparaciones realizadas entre él y el emperador Qin. «Bueno –dijo–, ¿qué hay de especial sobre el emperador Qin? Él sólo asesinó a 460 eruditos. ¡Nosotros matamos a 46.000!»Citado por Simon Leys en Essais sur laChine (París, Robert Laffont, 1998). .

Los intelectuales chinos fueron traicionados de la manera más despiadada, aunque no necesariamente asesinados, tras la campaña Florezcan Cien Flores en 1957. Primero fueron engatusados, intimidados y a veces incluso obligados a expresar sus opiniones críticas sobre las políticas del Partido. Necesitaban ser empujados, porque sabían adónde conducían normalmente las críticas sin tapujos. Una vez que empezaban, sin embargo, era frecuente que no pudieran parar. Algunos llegaron incluso a ser tan osados como para cuestionar el derecho de un solo partido para monopolizar toda fuente de poder. El resultado: más de medio millón de personas fueron purgadas, encarceladas o estigmatizadas como enemigos de clase con las consecuencias habituales: pérdida de empleo, hijos privados de una educación decente, hostilidad creciente, etcétera. Short cree que los «intelectuales fueron castigados tan severamente en la campaña antiderechista que nunca más volverían a creer en Mao». No estoy tan seguro. La horrible verdad es que muchos siguieron creyendo en Mao aún durante muchos años, sin importarles cuánto les había hecho sufrir.

Puede que existiera una razón aún más profunda que la envidia de clase y el dogmatismo para el odio que Mao sentía por los intelectuales. Al igual que Hitler, Mao tenía veleidades de artista. A pesar de que Arthur Waley afirmara en una ocasión sobre la poesía de Mao que era mejor que los cuadros de Hitler pero no tan buena como los de Churchill, los expertos me dicen que especialmente los poemas juveniles poseían un encanto excéntrico. Short los tiene en muy alta opinión. Spence se refiere a uno de los poemas de Mao (sobre la esposa asesinada a la que había abandonado) como «conmovedor». Lo importante de la vena artística de Mao no es, sin embargo, la calidad de sus poemas o su caligrafía, sino el hecho de que tenía el poder y el deseo de utilizar un país de más de quinientos millones de personas como su lienzo.

Una de las declaraciones más espeluznantes y reveladoras de Mao, citada por Short, lleva el sello inconfundible de un artista loco: «Los seiscientos millones de habitantes de China tienen dos peculiaridades destacadas; son, antes que nada, pobres y, en segundo lugar, una hoja en blanco. Eso puede parecer algo malo, pero es realmente algo bueno. Los pobres quieren cambios, quieren hacer cosas, quieren revolución. Una hoja de papel inmaculada no tiene borrones, de modo que pueden escribirse en ella las palabras más novedosas y más hermosas, pueden pintarse en ella los dibujos más novedosos y más hermosos».

La China de Mao, por tanto, al igual que el Reich de Hitler, iba a ser una Gesamtkunstwerk fruto de la enloquecida imaginación de un solo hombre. En 1959, un año después de realizar esta afirmación, Mao se embarcó en su Gran Salto Adelante, uno de los planes más funestos (en términos de las puras cifras, el más funesto) pergeñados en el siglo XX . La idea de que China, al hacer que todo el mundo fundiera cacharros y sartenes en sus patios y realizara extraños experimentos agrícolas copiados de los científicos ideológicos de Stalin, se pondría al nivel de Gran Bretaña en unos pocos años era pura fantasía. Pero el resultado es que treinta millones de personas murieron de hambre.

Este ejemplo de l'imagination aupouvoir no era lo mismo que enviar a millones de seres humanos a la cámara de gas. Pero la matanza surgió de un tipo similar de impulso cuasiartístico, una visión estética basada en la pseudociencia. Si las fantasías de Hitler se vieron alimentadas por la biología y la teoría de la raza, la visión de Mao se basó en teorías agrícolas descabelladas, tomadas prestadas en su mayoría de Trofim Denisovitch Lysenko, el hombre que intentó «transformar la naturaleza» para Stalin. La idea de plantar cereal en todas partes, incluso donde era absolutamente inadecuado, era de inspiración soviética. Y lo mismo puede decirse de la teoría según la cual se invocarían fantásticas nuevas cosechas por medio del cruce. En la provincia de Henan, se cruzaron girasoles con alcachofas, en Pekín maíz con arroz. Se llegó a pensar que las plantas del algodón se habían cruzado con éxito con tomates para producir algodón rojo. Y se suponía que la sabiduría de Mao había producido calabazas monstruosas, con un peso de 60 kilosJasper Becker, Hungry Ghosts: Mao'sSecret Famine (Free Press, 1997), pág. 70. . Esta era la historia que una atemorizada Shirley MacLaine repetía a Deng Xiaoping cuando éste visitó Estados Unidos. Deng le dijo amablemente que no creyera todo lo que oía.

Khrushchev había prevenido a Mao contra las consecuencias de copiar los errores de Stalin. Pero el presidente no se detendría; el lienzo en blanco había de ser completado con su imagen. Todo lo que se interpusiera entre el artista y su visión había de ser eliminado: los «científicos burgueses» con sus estúpidas objeciones fueron expulsados, ridiculizados y a veces asesinados. Cuando un antiguo camarada de armas de Mao, el mariscal Peng Dehuai, intentó cuidadosa pero críticamente llamar su atención sobre las catastróficas consecuencias del Gran Salto Adelante, fue purgado y posteriormente encarcelado, torturado y asesinado. Otros, como Zhou Enlai, que podía haberle dicho a Mao algunas verdades, denunció la valiente crítica y le dijo a Mao que era un genio (algunos de los mejores pasajes del libro de Short describen las constantes humillaciones de Zhou con unos detalles escalofriantes).

Spence atribuye toda esta locura al absoluto divorcio de Mao de la realidad. Nadie podría decirle o iba a decirle ya nunca la verdad sobre nada. Short escribe que Mao tenía una idea medieval de la ciencia. Es posible que ambas observaciones sean ciertas. Pero ignoran la absoluta aversión al conocimiento intelectual que afecta a los artistas fracasados con sueños de omnipotencia. El verdadero saber, en cuanto que opuesto a las fantasías pseudocientíficas, puede hacer fácilmente que los sueños de los dictadores parezcan ridículos. Repárese en esta extraordinaria afirmación: «Un cambio en la educación es otra necesidad más: hoy sufrimos de exceso de educación. Sólo se valora el conocimiento. Los sabelotodos son los enemigos de la acción. Lo que se necesita es instinto y voluntad»George L. Mosse, Nazi Culture: Intellectual, Cultural and Social Life in the Third Reich (Schocken, 1981), pág. 10. . Fue Hitler quien afirmó esto, pero bien podría haber sido Mao. «Ciencia es simplemente actuar con osadía. En ello hay algo de misterioso». O: «No deberías preocuparte de ningún Primer Ministerio de Construcción de Máquinas, Segundo Ministerio de Construcción de Máquinas o de la Universidad de Qinghua. Actúa simplemente de modo temerario y acertarás»Becker, Hungry Ghosts, pág. 62. . Mao dijo estas cosas, pero bien podría haber sido Hitler.

Siempre había, no obstante, un núcleo interesado racional en la locura de Mao. Es cierto, como dice Short, que Mao deseaba transformar China. Pero este no es un argumento suficiente para situarlo en una categoría moral diferente de otros dictadores modernos. Porque a la larga, o quizá desde el principio mismo, no hubo más que una preocupación preponderante, en ayuda de la cual se torcían y modificaban todas las políticas, principios y visiones artísticas, y no era otra cosa que el propio poder de Mao, su necesidad de un control total, su patológico miedo a la impotencia.

Spence lleva razón cuando afirma que el deseo de caos y desgobierno de Mao formaba parte de su objetivo de aplastar el viejo orden. Pero era también el modo más eficaz de asegurar su dominio. Manteniendo a sus camaradas, cortesanos y sátrapas permanentemente desconcertados, al lanzar al «pueblo» sobre ellos, provocar disensiones entre ellos y hacer que fueran purgados, humillados y asesinados periódicamente, se aseguró de que nadie pudiera usurpar nunca su trono. Este fue también el instinto básico de Hitler, y el de Stalin, y el de cualquier otro tirano que ha ensombrecido la historia del hombre.

La Revolución Cultural se inició precisamente por este motivo. El envejecido Mao veía cuchillos en cada sombra. Antiguos camaradas, que tiempo atrás se habían convertido en aduladores aterrorizados, eran aún vistos como amenazas. Las más pequeñas críticas que se habían formulado contra Mao años atrás seguían aún rumiándose y pasaron a convertirse en su mente paranoica en signos evidentes de una rebelión a punto de estallar. Este es el motivo por el que decidió, en 1966, incitar a millones de adolescentes frustrados a lanzarse sobre sus profesores, padres, madres y, finalmente, incluso los más altos líderes del Partido, excepción hecha del propio Mao, unos cuantos cortesanos útiles y ese círculo de extremistas en torno a Jiang Qing, la detestada esposa de Mao.

En mayo de 1966, el Diario delPueblo anunció que Mao era «la fuente de nuestra vida» y quienquiera que osara oponérsele «sería apresado y destruido». Una frenética orgía de asesinatos en todas las ciudades chinas se vio seguida de extensas purgas dentro del Partido, orquestadas, como siempre, por el experto en estas cuestiones, Kang ShengKang Sheng estaba tan ávido de purgar gente que incluso mientras yacía moribundo de cáncer ofreció purgar a la propia Jian Qing, que era no sólo la esposa de Mao sino la aliada más cercana de Kang. 12 Para una crítica breve y brillante de Peyrefitte, véase Simon Leys, Essais sur la Chine , pág. 809. 13 Jacques Vergès, Le Salaud lumineux (M. Lafon, 1990), pág. 78. 14 Vergès, Le Salaud lumineux, pág. 82. 15 Geremie Barme, Shades of Mao: ThePosthumous Cult of the Great Leader (M. E. Sharpe, 1996), pág. 22 [trad. esp., Las sombras de Mao. El culto póstumo al gran líder , Bellaterra, 1998]. . Short menciona un ejemplo que revela la escala de la última y terrorífica campaña de Mao. Se dijo que un gobernador y miembro suplente del Politburó en la distante Mongolia Interior había iniciado un «partido negro» para rivalizar con el Partido Comunista oficial. Era una insensatez, por supuesto. Pero en un esfuerzo para «descubrir traidores», 350.000 personas fueron arrestadas, 80.000 golpeadas tan severamente que quedaron lisiadas permanentemente y más de 16.000 asesinadas.

Ninguna de estas informaciones es especialmente nueva. Se ha sabido del récord asesino de Mao al menos desde finales de la década de 1950, y las cosas empeoraron rápidamente a partir de ese momento. Y, sin embargo, la reputación de Mao en el Occidente democrático ha sido de un orden diferente del de otros tiranos del siglo XX . Hitler nunca disfrutó de mucho crédito en el primer lugar. Pero mucho después de que Stalin quedara completamente desacreditado, Mao aún gozaba de una buena prensa en París, Berlín, Berkeley, Londres y Nueva York, y no podemos culpar totalmente de ello a promotores entusiastas como Edgar Snow y Han Suyin. Fue en parte debido a que Mao era visto como un héroe de la resistencia contra el Ejército Imperial japonés, a pesar de que la estrategia de Mao había consistido en dejar que el Guomindang de Chiang Kai-shek cargara con el principal peso de la lucha. Fue en parte la desagradable reputación de los adversarios de Mao: el corrupto GMD y la supuestamente «malvada» clase terrateniente. Pero los mayores activos de Mao, en lo referente a las relaciones públicas en Occidente, fueron la combinación de un romanticismo tercermundista, y un tipo extraño y nocivo de excepcionalismo cultural.

Mao disfrutó de una fama especialmente buena en Francia, a ambos lados de la línea divisoria izquierda/derecha. En el lado conservador, figuras como Alain Peyrefitte, el antiguo ministro de Educación de De Gaulle y experto aficionado en China, pensó que Mao era un gran hombre en la «tradición» china, y dado que esta tradición, en opinión de Peyrefitte, no incluía derechos humanos o libertades civiles, a Mao no habían de aplicársele estos parámetros 12 . Este argumento se ha repetido hasta la actualidad, y así lo ha hecho de manera especialmente notoria Henry Kissinger. En la izquierda, un típico admirador sería Jacques Vergès, el abogado radical que se hizo famoso por su defensa de Klaus Barbie. Mitad vietnamita, expuso a la perfección sus románticos motivos tercermundistas. Su entusiasmo por China, decía, databa de su infancia. Su padre francés admiró enormemente las civilizaciones asiáticas y, para el joven Jacques, «China era un modelo de heroísmo. La Larga Marcha, etcétera. Estaba entusiasmado cuando los chinos triunfaron en 1949. Y cuando visité China en 1951 quedé absolutamente seducido» 13 .

Al igual que muchos adoradores de Mao, Vergès siente desdén por la democracia. Lo que admira especialmente en Mao, y también en Stalin, es su carácter robespierreano, su voluntad de sacrificar todo para alcanzar el designio grandioso. Vergès lo llama «grandeur». Está «fascinado por el destino, no la felicidad, especialmente teniendo en cuenta que la felicidad en Europa se había convertido en una idea contaminada por la socialdemocracia» 14 . Lo que sea por un poco de emoción, siempre y cuando no se haya de sufrir en carne propia las consecuencias.

Mao lleva ya muerto veintisiete años y, a pesar de todo, China espera aún ser oficialmente «desmaoificada». Incluso los reformadores de los años ochenta, como Hu Yaobang o Zhao Ziyang, no se atrevieron a llegar tan lejos. Su cadáver embalsamado, que se ha cubierto de un color verdoso en torno a los labios hundidos, está permanentemente expuesto en un pequeño mausoleo en la Plaza de Tiananmen. Durante mi última visita, cogí un taxi hasta la plaza y reparé, con un sentimiento de diversión ligeramente horrorizada, en un pequeño colgante dorado que mostraba la imagen del joven Mao colgando del espejo del conductor, como si ahora fuese un dios.

Mi taxista no era un excéntrico, ya que un dios es realmente en lo que Mao se ha convertido para algunas personas, y no sólo en su Hunan natal, donde los peregrinos visitan la casa familiar de Mao, el templo del clan de Mao y una estatua de bronce del presidente de más de diez metros de alto. Existe una leyenda folclórica de Mao, similar de algún modo a las numerosas leyendas de la Virgen María que se encuentran diseminadas por toda Europa. Se dice que nació justo al otro lado de la frontera de Hong Kong, en Shenzhen, el más moderno, brillante, ávido y relativamente irresponsable escaparate del capitalismo chino, el tipo de lugar que Mao habría aborrecido absolutamente. Un día, un hombre de Shenzhen tuvo un terrible accidente de coche en el que murieron varias personas. Pero este hombre sobrevivió sin un rasguño, protegido de todo daño por una imagen de Mao que tenía en su salpicadero. Pronto se hicieron famosos ejemplos similares por toda China 15 .

Es difícil decir si la condición divina de Mao sobrevivirá a su verdadera historia cuando ésta pueda finalmente contarse en China. Probablemente sí. La historia es historia y la leyenda es leyenda. Pero ocurra lo que ocurra en China, Mao será recordado como un gran líder, y también como el gobernante más terrorífico desde el emperador Qin. No creo que a Mao le hubiera desagradado lo más mínimo cualquiera de las dos posibilidades.

 

Traducción de Luis Gago.

© The New York Review of Books www.nybooks.com

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