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El significado de Tarancón

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En 2007 se ha celebrado el centenario de uno de los personajes más atractivos e influyentes del siglo XX español, Vicente Enrique y Tarancón, a pesar de lo cual no existe, todavía, una biografía suya capaz de ofrecer la riqueza del personajeVéase Al servicio de la Iglesia y del pueblo. Homenaje al Cardenal Tarancón en su 75 aniversario, Madrid, Narcea, 1984, un estudio que pretende encuadrar la figura del cardenal en el marco político, cultural y eclesiástico español. Ofrezco en estas páginas cuanto se ha escrito sobre el personaje cuyo centenario conmemoramos.. La efeméride ha pasado bastante inadvertida, lo que se debe probablemente al menor aprecio que por la transición parecen sentir políticos y eclesiásticos y a la evolución que está experimentando la Iglesia española al tiempo que se relaja su valoración del concilio Vaticano IIJuan Luis Recio, Octavio Uña y Rafael Díaz Salazar, La transición española. Religión y política, Estella, Verbo Divino, 1990.. La consecuencia inmediata de esta situación es la marginación y progresiva caída en el olvido del papel de la Iglesia y de Tarancón en la tran­sición.

Lo curioso del caso es que comparten esta actitud hombres de Iglesia y representantes de la progresía más anticlerical en un compadreo que no deja de desconcertar. Los que pierden con esta actitud son la verdad histórica, la capacidad de reconciliación y de tolerancia de los españoles y la Iglesia, que parece olvidar una de sus páginas más positivas. Me atrevo a afirmar que esta actitud eclesiástica tiene como razón inconsciente el deseo de pasar página y olvidarse del concilio y de cuanto supuso. En efecto, la figura de Tarancón, la transición eclesial española y el papel de la Iglesia en la transición social y política de España tiene mucho que ver con el concilio y con la recepción de éste en nuestro paísJosep M. Piñol, La transición democrática de la Iglesia católica española, Madrid, Trotta, 1999..

La celebración del centenario y el perfil que ha venido ofreciéndose de Tarancón tienen relación, por tanto, no sólo con los datos históricos sino, también, con la ubicación de cada uno en el momento actual. Bien sabemos que toda historia tiene un cierto y necesario componente subjetivo, relacionado con la psicología y el sentido común del historiador, pero hoy, con demasiada frecuencia, la historia pasada no se presenta en su literalidad sino que, más bien, tiende a recrearse esta historia en función de intereses personales o institucionales.

Hace trece años murió el cardenal Vicente Enrique y Tarancón en su tierra valenciana, no olvidado, pero sí marginado. Había gozado del rechazo del antiguo régimen y del cariño y seguimiento de innumerables españoles que se sintieron representados por él. Vivió tiempos trepidantes: siempre fue respetuoso con las autoridades constituidas de la dictadura, aunque, a menudo, no actuó como les hubiera gustado, y marcó líneas de actuación y presencia a una monarquía en mantillas. Había tratado con naturalidad con toda clase de políticos y conocía mejor de lo que muchos suponían la actuación de las instituciones de apostolado, de las comunidades populares y de las variopintas organizaciones diocesanas en favor de los movimientos obreros, así como de las actividades de los políticos de la oposición. Incluso muchos goles aparentes fueron movimientos de cintura que dejaban pasar lo que era inevitable o lo que consideraba justo, mientras miraba inocentemente al tendidoFeliciano Blázquez, La traición de los clérigos en la España de Franco. Crónica de una intolerancia (1936-1975), Madrid, Trotta 1991..

El cardenal no fue, ciertamente, el revolucionario peligroso que algunos precipitadamente condenaron ni el frívolo que actuaba sin plan ni objetivo, sino el testigo sensible de una época y de una sociedad, capaz de detectar, como buen valenciano, el precio del mercado, es decir, las angustias e ilusiones, las necesidades y búsquedas de la comunidad eclesiástica en el momento que le tocó vivir. Y, dispuesto a orientar y satisfacer, en cuanto pudiera resultar conveniente y necesario, las peticiones y exigencias de los cristianos, a quienes animaba a implicarse en la vida de la Iglesia y de la sociedadSu obra póstuma, Confesiones, Madrid, PPC, 1996, constituye una fuente insustituible para conocer sus opiniones, juicios y motivaciones..

El ejercicio de su episcopado, en algunas de las diócesis más tradicionales y más complicadas, nos muestra a un hombre de formación tradicional, de inteligencia rápida, abierto a los cambios y a la nueva mentalidad. Durante sus largos años como secretario del episcopado español, conoció a fondo la actitud de sus miembros, marcada y condicionada por la tragedia de la Guerra Civil. Obispo de la pequeña diócesis de Solsona durante dieciocho años, tuvo ocasión de tratar e intimar con los sacerdotes del momento; consiliario de la Acción Católica, trató con los laicos y supo de sus inquietudes y disgusto por su marginación eclesial; presidente de la Conferencia Episcopal durante los últimos años del franquismo y los primeros de la democracia, estaba preparado para responder a las urgencias del mo­mentoRamón Echarren, «El cardenal Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal», en Homenaje al cardenal Tarancón 1907-1994, Valencia, Consell Valencià de Cultura, 1997..

Pablo VI lo quiso como agente del cambio de la Iglesia española, necesitada de renovación, de autonomía frente a la política, de libertad interior. Al nombrarlo para la diócesis de Madrid, el papa demostró que era su persona de confianza para el momento histórico que estaba viviendo la Iglesia de España y que su opción por la independencia de la Iglesia respecto del régimen era definitivaVV. AA., Pablo VI y España, Brescia, Istituto Paolo VI, 1996.. Creo que puede afirmarse que en todo momento la actuación del cardenal español mantuvo el apoyo del papa.

Tarancón, que había captado lo que había representado el concilio en este campo, se esforzó por traducirlo a la realidad española, al tiempo que fue fiel a la recepción del concilio por buena parte de los españoles. Sin embargo, una de sus mayores dificultades como dirigente de la Iglesia española procedió de obispos, sacerdotes y laicos no dispuestos a extraer las consecuencias de un concilio que nunca acabaron de aceptar. «Teóricamente –escribió– casi todos aceptan el concilio: sacerdotes, religiosos y fieles. Psicológicamente, son bastantes los que no están preparados para realizarlo. Lo interpretan algunos “a su aire” y encuentran no pocas dificultades instintivas para mantener la línea equilibrada de renovación que Pa­blo VI procura mantener a todo trance»Vida Nueva, núm. 722 (21 de marzo de 1970), p. 10. En esta revista escribió durante años un artículo semanal, reunidos posteriormente bajo el título Cartas a un cristiano, Madrid, PPC, 1987, un libro indispensable para conocer su análisis de la situación cambiante del país. El libro de Blas Piñar, Mi réplica al cardenal Tarancón, Madrid, Fuerza Nueva, 1998, presenta los argumentos utilizados por cuantos, atacando a Pablo VI y al cardenal, lo que hacían era, en realidad, rechazar el concilio. Desde el punto de vista de algunos clérigos, esta actitud negativa aparece en Salvador Muñoz Iglesias, Así lo vimos otros, Valencia, Edicep, 2002. Encontramos una postura generalmente contraria a cuanto representó Tarancón en Ricardo de la Cierva, La transición empezó en la Iglesia, Madrid, Universidad Complutense, 1996; íd., Tarancón al paredón. El búnker contra la apertura, Madrid, ARC, 1996..

Al ser elegido presidente de la Conferencia Episcopal se propuso dos objetivos: aplicar a España las orientaciones del Vaticano II en lo referente a la independencia de la Iglesia de todo poder político y económico, y procurar que la comunidad cristiana se convirtiese en instrumento eficaz de reconciliación para superar el enfrentamiento entre los españoles que había culminado en la Guerra Civil. En resumen, tratar de que la Iglesia perdiese influencia política y ganase credibilidad religiosa. Consecuente con este propósito, tomó la decisión, tal vez la más controvertida entonces, de no respaldar un partido demócrata-cristiano que, indudablemente, hubiera constituido un instrumento eficaz de apoyo eclesialVicente Enrique y Tarancón, Iglesia y política en la España de hoy, Salamanca, Sígueme, 1980..

Se esforzó de manera apasionada por facilitar la reconciliación de los españoles, actitud que lo acompañó toda su vida, pero que resultó más decisiva cuando ejerció puestos importantes. En sus recuerdos de juventudVicente Enrique y Tarancón, Recuerdos de juventud, Barcelona, Grijalbo, 1984. Escrito una vez jubilado, se trata de sus memorias más personales y de sus consideraciones maduras acerca de sus primeros cuarenta años de vida. Jesús Infiesta, Tarancón, el cardenal de la reconciliación, Madrid, San Pablo, 1995., al hablar de una noche, para él inolvidable, en la que acompañó a algunos que iban a ser ajusticiados en Vinaroz, uno de ellos le comentó: «Perdóneme si le digo que no puedo perdonar a la Iglesia, que usted representa. No ha sabido ser madre en los momentos difíciles. No ha actuado evangélicamente en este momento dramático de España». Más allá de la razón o sinrazón de este juicio, don Vicente asimiló profundamente la tragedia de la guerra y se prometió hacer todo lo posible para que no se repitiese el enfrentamiento secular entre españoles por motivos políticos, económicos, sociales y religiosos. En sus escritos más personales explica con frecuencia que fue en ese momento cuando tomó la decisión de dedicar su vida a evitar que se repitiera una tragedia semejante y, sobre todo, a evitar que la Iglesia fuera motivo de lucha y de odio entre los españoles. Fue hombre de reconciliación y de diálogo, y esta actitud pudo traducirse en una Iglesia más abierta, tolerante y acogedoraVicente Enrique y Tarancón, Recuerdos de juventud, Barcelona, Grijalbo, 1984. Escrito una vez jubilado, se trata de sus memorias más personales y de sus consideraciones maduras acerca de sus primeros cuarenta años de vida. Jesús Infiesta, Tarancón, el cardenal de la reconciliación, Madrid, San Pablo, 1995.. Fue un momento de creatividad, de presencia dialogante, de respeto mutuo entre una sociedad que ansiaba el cambio y una Iglesia que estaba renovándose gracias al concilio, a Pablo VI y a cuanto significaba Tarancón.

Me parece importante situar la figura del arzobispo de Madrid en esta perspectiva. Al modo de un coro griego, fue toda la Iglesia española la auténtica protagonista del cambio, a veces, traumático y tortuoso, siempre impetuoso y renovador. En ese período, el cardenal Tarancón fue una pieza fundamental. Otro, en su lugar, no hubiera impedido el cambio, pero, probablemente, éste hubiera resultado menos pacífico, más conflictivo, menos armónico. Nada hubiera sido igual sin el cardenal, pero no podemos ni debemos atribuirle un protagonismo que no le fue propio y que no le añade más gloria ni prestigio. Tarancón creyó en los hombres y se fió de ellos; ni manipuló ni se dejó manipular; fue un hombre libre, pero no caprichoso; un hombre capaz de sugerir y proponer, pero reacio a imponer, que jugó con lo posible y huyó de la intransigencia. Es decir, su respeto por los demás –obispos, sacerdotes y seglares– a lo largo de los años y los cargos, lo llevó a impulsar, animar y encauzar, nunca a frenar, manipular y dirigir, a los demás en direcciones no deseadas. Con este mismo talante actuó con los representantes políticos, sindicales y cultu­ralesCeferino de Blas, Tarancón, obispo y mártir, Madrid, Naranco, 1976; íd., Tarancón, el cardenal que coronó al Rey, Madrid, Prensa Ibérica, 1995..

Al hablar de los cambios de mentalidad experimentados en España en tan corto espacio de tiempo, escribió el cardenal en sus Confesiones: «Al obispo se le critica y se le “contesta” aun en su presencia, y tiene que ganarse todos los días su confianza y el respeto de los sacerdotes y de los seglares. Por eso he dicho yo algunas veces que ser obispo se está poniendo cada día más difícil, aunque, si he de ser sincero, resulta más apasionante. Porque te sientes continuamente estimulado a superarte, a no proceder ni mandar a la ligera, a atar todos los cabos para merecer la confianza y el respeto». Creo que en este párrafo podemos encontrar la clave de una actuación y, en resumen, del éxito de su misión o, tal vez, la causa de su posterior marginación: esa capacidad de escucha, esa sensibilidad para captar y conectar con los problemas reales, la decisión de no arrasar el pluralismo, sino de aprovecharse de sus posibilidades y de intentar encauzarlo a pesar de sus dificultades y de la aparente confusión resultante. Me pregunto si no fue éste, también, el talante de una transición que ha marcado tan positivamente la historia española contemporánea.

La recepción del Vaticano II en España, con todo lo que ello comportaba, tuvo una manifestación muy importante, poco estudiada y poco conocida en nuestros días. Me refiero a la asamblea conjunta de obispos y sacerdotes celebrada en Madrid en 1971Juan María Laboa, «La Asamblea Conjunta. La transición de la Iglesia española», en XX Siglos de historia de la Iglesia, núm. 50 (2001), pp. 4-30.. En ella se discutieron los problemas que más preocupaban a los católicos conciliares: separación Iglesia-Estado, autonomía económica de la Iglesia, el deseo de que los obispos no formasen parte de organismos políticos, la petición de perdón por no haber sabido ser agentes de pacificación en la posguerra española. El rechazo por parte del mundo oficial del régimen político imperante y por una parte del clero español fue espectacular. A pesar de que constituían una minoría en el conjunto del catolicismo español (algunos ministros «tecnócratas» del gobierno, algunos medios de comunicación dirigidos por miembros del Opus Dei y, en general, los medios de comunicación gubernamentales, Antonio María de Oriol y Urquijo, Álvaro del Portillo y algunos eclesiásticos romanos de su órbita, José Guerra Campos y algunos obispos españoles), consiguieron llevarse el gato al agua, al agua de sus intereses y de su mentalidad preconciliar, de una eclesiología muy tradicional y de un catolicismo muy político. En el resultado final apareció con claridad el endurecimiento del sector clerical más conservador, tan identificado con una tradición secular y con quienes detentaban el poder político, amén de sus vínculos con personajes eclesiásticos romanos, la indecisión de una parte importante de la Iglesia, demasiado acostumbrada a la pasividad, y la falta de garra de las asociaciones de apostolado seglar.

En cierto sentido, el cardenal Tarancón cayó en desgracia porque eclesiásticos romanos dieron a entender al nuevo papa que, si la Iglesia se había debilitado en España, se debía a la política taranconiana. Dio la impresión de que se le achacaba no haber actuado ni defendido los sacrosantos derechos eclesiásticos tal como, con tanto ánimo, lo hacían los católicos polacos. Desde la perspectiva que nos dan los años pasados, da la impresión de que se rechazaba, en rea­lidad, un modo de situarse en la sociedad, un talante en las relaciones con los poderes sociales y políticos, un concepto de autonomía de las rea­lidades sociales, un modo de comprender la Iglesia menos político e intervencionista.

A los cien años de su nacimiento, en una España bastante más crispada que hace unos decenios, la figura de Tarancón y el período de la transición adquieren un nuevo relieve como estilos y capacidad de respeto, diálogo y consenso en una España efervescente, muy plural, laica e inconformista.

 

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