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Al servicio del público soberano

La pobre señorita Finch

WILKIE COLLINS

Alba, Barcelona

Traducción de Miguel Martínez-Lage

696 págs.

4.800 ptas.

La vida secreta de Wilkie Collins

WILLIAM M. CLARKE

Alba, Barcelona

Traducción de Iñaki García Pierola y Miren Jaio

480 págs.

3.800 ptas.

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Lucilla, joven ciega y bellísima, aborrece al tacto los colores oscuros y está enamorada de un joven rico, el sensible y bellísimo Óscar. Hay un robo en casa del novio, que recibe un golpe de porra en la cabeza: a partir de entonces sufrirá ataques epilépticos. Un médico alemán, cirujano oculista, llega de Nueva York para devolver la vista a Lucilla. Óscar, que también busca curación a su epilepsia, está sometiéndose a un tratamiento con nitrato de plata que lo tintará de un color cárdeno, azul, repugnantemente oscuro: el horrible Hombre Azul. Lucilla es ciega, gracias a Dios, pero va a recobrar la vista gracias al alemán traído de América por el hermano gemelo de Óscar. Nugent, el hermano gemelo, es idéntico a Óscar, pero no es horripilantemente azul, aunque, como Óscar, ama con pasión a la ciega Lucilla.

Esta es la trama de La pobre señorita Finch (Poor Miss Finch, 18711872), novela por entregas de Wilkie Collins (1824-1889). Fue Collins, según T. S. Eliot, maestro en el arte de interesar al lector. El historiador de la novela criminal Julian Symons lo juzgó el constructor de argumentos más dotado de su siglo, y citaba como testimonio dos novelas excepcionales: La dama de blanco y La piedra lunar. Maestro de la vicisitud de la trama lo llamó Borges. La pobre señorita Finch, pequeña y absurda joya de 700 páginas, es un muestrario de los recursos de Collins, un novelista que se enfrentaba al lector con humor y minuciosa voracidad: quería dominarlo, hipnotizarlo, absorberlo, obligarlo a ir de página en página, hasta dejarlo sin respiración en la última línea de la última entrega semanal, a la espera del próximo capítulo.

En el prólogo a La pobre señorita… Collins promete a sus lectores realidad y personajes simpáticos. Mostraré la ceguera tal como es en realidad, dice Collins, que, igual que cualquier autor de best-sellers modernos, presumía de haber recopilado información para su fábula por medio de las autoridades más competentes. Una novela puede ser realista y disparatada a la vez, porque el objetivo de la literatura es presentar la naturaleza humana con todas las incoherencias que le son propias, tal como la vemos en el mundo que nos rodea, bien y mal entremezclados, mezquindad y grandeza, apuntó Collins en otra ocasión. Lo verídico suele impugnar las leyes de lo verosímil. Para ver el mundo que rodeaba a Collins, William M. Clarke, economista responsable durante años de las páginas financieras de The Times, ha escrito una estupenda visión de la vida y la mentalidad literaria de Collins: La vida secreta de Wilkie Collins (The Secret Life of W. C., 1996).

Clarke ha convertido al escritor real en un personaje tan interesante como un buen personaje de Wilkie Collins, auténtico inventor de la moderna novela criminal y protagonista de una vida familiar tan misteriosa e intrincada como sus argumentos: así calificó Dorothy Sayers la vida de este hombre célebre, un soltero con dos mujeres. Ni siquiera se sabía qué fue de sus descendientes, hijos ilegítimos, pero ahora disponemos del relato de Clarke, marido de Faith Elizabeth Dawson, biznieta de Collins. Wilkie Collins en su clandestina vida doméstica se hacía llamar William Dawson, y precisamente este falso Dawson fue el culpable de que la Iglesia le negara a Collins una lápida conmemorativa en la abadía de Westminster. Pero Clarke, mientras desteje los líos del mujeriego Collins, también desentraña los secretos literarios del campeón del folletín inglés, Wilkie Collins, amigo y sucesor de Dickens.

El autor de La pobre señorita… alardeaba de saber instintivamente lo que atraía al lector, el Público Desconocido, ese monstruo de miles de cabezas. En aquellos tiempos en que los lectores y los periódicos y los novelones se multiplicaban democráticamente, Collins recibía como un elogio el achaque de ser el escritor más leído en todas las cocinas de Inglaterra. El público soberano es algo bueno para la literatura y el arte, decía, empeñado en escribir libros y libros triunfadores. Escribió cada línea pensando en el público, aprovechando la lección de Walter Scott, Dickens, Dumas, Balzac y Fenimore Cooper. La crítica le reconocía dotes de narrador admirable y constructor ingenioso, pero le negaba la categoría de gran novelista. Una trama ingeniosa no es arte, como la ebanistería no es arte, dijo el crítico sobre el escritor en la cumbre, famoso y rico. O la crítica o el público están en un error, respondió Collins, y se puso fervorosamente al servicio del público soberano.

Elegía, lo primero, un argumento digno de ser contado y oído, extraído de algún caso real y sensacional. Entonces, siempre en segundo lugar, intervenía el arte de hilar la trama para cazar al lector en la red de la araña, usando como cebo personajes tan llamativos como el Hombre Azul de La pobre señorita… Así, según la ley de Collins, ha construido Clarke la historia de su personaje Wilkie Collins, hijo del afamado paisajista William Collins, que fue miembro de la Royal Academy y predilecto de príncipes y magnates. La nobleza cultural de la época visitaba la casa: Constable, Blake, Coleridge. Paseando por Roma, padre e hijo saludan al poeta Wordsworth. Todas las piezas encajan bien en la trama de Clarke: uno de los primeros recuerdos del niño Collins es Coleridge, que confiesa entre lágrimas de adicto su insaciable devoción por el opio. La madre de Collins lo consuela: si el opio le hace bien, ¿por qué no va a tomarlo? Me figuro que Collins, contumaz fumador de opio, oiría muchas veces en su interior la voz de la madre, Harriet Geddes, influencia decisiva en su vida, animadísima anfitriona de los mejores artistas y literatos ingleses de 1850, con la Hermandad Prerrafaelista al frente.

Clarke cumple la consigna de Collins: prender al lector por medio de vidas reales que toman apariencias fabulosas, fantásticas. El conocimiento de lo real es una luz que proyecta siempre sombras en alguna parte, dijo una vez el epistemólogo Bachelard. También La pobre señorita Finch era presentada como una historia surgida de experiencias reales, aunque el narrador hubiera de preocuparse de mejorar artísticamente la realidad, casi siempre demasiado improbable e inverosímil. El narrador es un personaje fundamental, tan esencial en las novelas de Collins que alguna vez tiene que encarnarse en varias personas distintas, como en La dama de blanco. Clarke, narrador de La vida secreta…, tenía que ser alguien normal y familiar, dueño, por su lugar en el mundo, de la verdad de los hechos narrados: es el esposo de la bisnieta de Collins, poseedora del guardapelo que Collins encargó para un mechón de su madre muerta: el guardapelo parece la prenda mágica que otorga la gracia del conocimiento. Para que narrara la historia de la ciega señorita Finch, Collins inventó una cuentista tan excéntrica como los hechos que debía relatar: la francesa Pratolungo, viuda del glorioso patriota suramericano Pratolungo, quince veces condenado a muerte en quince países, empobrecida porque todo es caro (incluso la destrucción de los tiranos y la salvación de la libertad), señorita de compañía de la pobre ciega Lucilla.

Collins inventa una narradora capaz de cautivar al lector (esta es la condición imprescindible que debe cumplir todo narrador que se precie), y la narradora sabe que el lector es el personaje más difícil y esquivo de una novela: hay que conservarlo, azuzarle, animarlo a seguir viviendo en la novela para que la novela siga viva. La señora Pratolungo se presenta al lector decidida a conquistarlo, colonizarlo y gobernarlo: le recomienda que abra bien los ojos, que deje el libro y se acueste, lo interroga y desafía. Le avisa de que no se apresure a creer que la narradora ha cometido un error de bulto en las fechas (la crítica descubrió un error de bulto en La dama de blanco). Lo arrastra a un solitario y remoto rincón de Inglaterra. Pero no se preocupe el lector: en los más angostos límites caben las más grandes emociones. La señora Pratolungo ha contemplado el drama de la vida en el tumulto de las revoluciones tropicales, pero ahora, de nuevo, acaba de encontrarlo en el valle más hondo del sur de Inglaterra, en la casa de un párroco: el drama de la bella ciega y el Hombre Azul y su bellísimo y maligno hermano gemelo. El lector presenciará cómo retiramos la venda de unos ojos operados después de una vida sin luz. El lector aprenderá que el amor debe ser ciego.

La señora Pratolungo no vacila en recurrir a otras voces para magnetizar al lector: el diario de Lucilla o una carta de sus novios gemelos; o menciona un caso de asesinato y un juicio a la sombra de la horca, o un robo con violencia, o un duelo en Marbella por una mujer. Advierte que añadirá lo que se le ocurra, con tal de preservar la variedad, la frescura y la veracidad, las tres virtudes de la narración. Cometerá cualquier pecado con tal de no ser aburrida. Si alguien se aburre con La pobre señorita…, la culpa no será de la narradora: el lector es un aburrido y ha infectado la página con su propio aburrimiento. La vida del engreído Collins siempre contaminó sus invenciones novelescas: se había atrevido a llamarlo aburrido el mismísimo Dickens, su maestro, admirador y amigo íntimo durante años, hasta que el hermano de Collins se casó con la hija de Dickens (el hermano de Collins, Charles, era tímido, delicado y enfermo como Óscar, el Hombre Azul de La pobre señorita…, y además era un pintor sin talento, como Nugent, el otro hermano, bello y malvado). Y las tramas de sus novelas invadían su vida: mientras escribía sobre la ciega Lucilla en manos de los oculistas, Collins sufría insoportables dolores de ojos.

Pero no perdía el don del humor, esencial en su prosa y perfectamente salvado en las nuevas traducciones que Miguel Martínez-Lage viene ofreciendo de Wilkie Collins, hermosas, útiles y creíbles hoy sin perder el aura decimonónica. Collins presta su espléndido humor a la señora Pratolungo para que mire patéticamente a los enamorados y a la familia de la ciega: el párroco Finch, soberbia voz de barítono, rebosante de palabras hasta cuando calla, mezquino y casado con una señora húmeda, siempre a medio vestir, siempre amamantando a uno de sus quince niños y siempre con una novela entre los dedos. La húmeda y amamantadora señora Finch: acabamos de descubrir al Lector Desconocido y Soberano por el que Collins estaba dispuesto a afrontar las penalidades más insoportables.

Clarke cuenta los dolores que sufría Collins durante el proceso de escribir una novela: en la cumbre de su talento y sus ganancias y su fama, después de horas y horas de trabajo, el escritor, agotado, padecía ataques de gota y reúma que el brandy no podía mitigar. Tenía que tomar opio. Y seguía trabajando, hinchado y deformado por las inagotables exigencias del público, como un tribuno que se debe a su pueblo (Marat legislando en la bañera que calmaba sus dolores), produciendo novelas hinchadas y deformadas por las exigencias de la intriga por entregas y la costumbre de que toda novela importante fuera un novelón en tres volúmenes, novelas acromegálicas, que agónicamente nunca terminaban de terminar. Asumía su responsabilidad: había que mandar al editor el nuevo capítulo de la semana. Cumplía un sagrado deber: satisfacer a sus lectores ansiosos. Bebía láudano en dosis que mataron a más de un criado imitador, dictaba desde la cama el momento en que a la pobre señorita Finch van a quitarle la venda de los ojos después de la operación prodigiosa, y las secretarias huían sin esperar el resultado, porque no soportaban los alaridos de dolor del pobre Collins. Bajo los efectos del opio escribió la última parte de La piedra lunar, sorprendido y feliz por el final apoteósico: no le parecía suyo. A Dickens, tampoco. Veía visiones: mujeres verdes con dentaduras depredadoras, o, el colmo del terror, otro Wilkie Collins que quería arrebatarle la pluma y el papel, usurpar su puesto de rey novelista.

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