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Pushkin, héroe y mártir

El habitante del otoño

ALEXANDER PUSHKIN

Pre-Textos, Valencia, 326 págs.

Ed. Rubén Darío Flórez

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Pushkin, como buen poeta romántico de estirpe byroniana, cultivó su imagen contestataria. Influido por las ideas enciclopedistas y republicanas, luchó, en vano, por conseguir una monarquía constitucional y parlamentaria en Rusia. Participó en diversas conjuras políticas fracasadas y lo pagó con el exilio. Literariamente atacó el clasicismo y los moldes que no dejaban expresar los sentimientos libremente. Pushkin, unió vida y obra, fue un altivo héroe romántico, mujeriego, endeudado, un escritor profesional que publicaba por dinero aunque durante algún tiempo fue funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores. El autor de Eugenio Oneguin se creyó no sólo un héroe sino también un mártir, pero a pesar de su rebeldía fue tratado con benevolencia por el zar si lo comparamos con el destino que les aguardaría a otros poetas rusos disidentes en la etapa soviética. Exiliado en el Cáucaso y luego en Odessa (muy cerca de Constanza, en donde murió Ovidio también castigado por el poder), tuvo tiempo incluso de cortejar a la mujer del gobernador general, jefe de la policía secreta rusa. El carcelero del poeta y marido burlado, como gran castigo lo envió a evaluar los daños producidos por la langosta en la cuenca del Dniéster. El informe del reo (algunos piensan que es apócrifo) decía así: «Por el llano volaban las langostas, / todas en tierra entonces se posaron, / con todo lo que vieron acabaron, / y volando se fueron a otras costas». De aquella ciudad cosmopolita repleta de otros castigados –como, por ejemplo, el poeta nacionalista polaco Adam Mickiewicz–, fue de nuevo deportado a las haciendas familiares de Mijailovskoy, donde permaneció dos años, de 1824 a 1826. Entonces, tras la muerte de Alejandro I, subió al trono Nicolás I en medio de una conspiración contra su persona promovida por algunas de las más importantes familias nobles. En la plaza del Senado, en San Petersburgo, hicieron prisioneros a los sublevados y los pasaron a todos por las armas. Nicolás I iniciaba así su reinado reprimiendo a miembros de las más antiguas y poderosas familias aristocráticas que reclamaban una autoridad menos absolutista y más participativa y democrática. Pushkin estaba en la conjura, aunque no pudo participar físicamente debido a la distancia de su tercer y último exilio. Cuando fue expulsado de Odessa, llevaba como trofeo de guerra un anillo de oro con una inscripción cabalística hebrea que la gobernadora –su amante– y condesa le regaló. El poeta lo llevó puesto hasta su muerte. Este objeto fue robado del Museo Pushkin de Moscú al comienzo de la revolución bolchevique.

Durante su primer exilio en el Cáucaso, de cuatro años, Pushkin está en su mejor etapa romántica. Vive en soledad en medio de una naturaleza salvaje. El héroe romántico se enfrenta a esta fuerza incognoscible y entabla con ella un diálogo fructífero dejando atrás «la sombra del lúgubre tedio». Las colinas, los campos, los árboles, esa belleza desolada pero en libertad, es una inspiración que no le fue infiel. Él es rebelde e incita a la naturaleza a serlo también, o quizás es él mismo quien la imita. «Sé rebelde, océano sombrío con mi nao» («Agotó su diurna luz de astro»). La naturaleza con la que comparte su lucha es diurna; el abismo, el silencio de la noche lo conturba, el avance de la oscuridad sobre el día le altera. La noche, la muerte, es una amante inevitable a la que se entrega: «[…] soy de ti, soy tuya…». El extraordinario poema dedicado a Ovidio (Mandelstam lo continuará en Tristes) es todo un manifiesto de su estado de ánimo e igualmente una premonición de los males que le han de sobrevenir a los poetas: «Descansa pues, ¡no se marchitó, Ovidio, tu laurel! / Pero ay, sólo entre la multitud me perderé».

El cultivo de la imagen heroica es materia también de esta etapa primera de su obra y exilio. La muerte como embeleso, consumación del ser romántico que se inmola por una pasión incontenible hacia una causa que no únicamente es la del amor: «En la batalla amo el sonido de las espadas / siendo muy joven amé la fama que da la guerra, / la sangre que hierve y viril vuelve al alma». Pero esta entrega generosa se ofrece como contrapartida de inmortalidad, de recuerdo, la única manera de detener el tiempo. El tiempo y su huir es otra de sus obsesiones, de ahí esa búsqueda de la belleza y la juventud en la mujer. Lo efímero, el destino, le angustia, por eso la felicidad en el mundo no es posible, tan solo paz y albedrío. En el poema «Conversación del librero con el poeta», Pushkin desconfía de que el pueblo sea capaz de mantener la voz del escritor, de que le interese cuanto escribe: «¡Dichoso quien en silencio fue poeta / y sin corona de espinas, esa gloria / por la turba olvidado se vanagloria…». Por ese motivo, renuncia a la vanidad de juventud, renuncia a una utilidad poética que sólo le provoca dependencia y es como una «corona de espinas», y afirma algo muy moderno: «Soy el que no tiene nombre…». Pushkin proclama la libertad total, el poeta y su verso son la medida propia de todas las cosas. Sobre este asunto insiste en otro de sus últimos poemas titulado, «El poeta y la turba». ¿Cuál es la utilidad de la poesía? A ella se refiere como sonido: «Son notas sin fruto, nada más que viento». La turba pide mieses, bienestar, materias primas, «no les dará vida mi canto, mi lira […] / la poesía, no ha sido invitada, / le cambiaron sus versos por la escoba; / no nació para la rutina gris que roba / al poeta las músicas, la inspiración, / él vive para el sonido de su oración».

«¿Sobre el amor podré tener gobierno?», se pregunta en «Décimo mandamiento». En su segundo exilio, en Odessa (1823), aparte del amor ya narrado, tiene otros muchos con campesinas, cortesanas y con la peligrosísima –pues se ha demostrado que era espía zarista, a pesar de que pasaba por defensora de sus compatriotas exiliados polacos– Karolina Sobanska, cuñada de Balzac. En el interesantísimo libro de Neal Ascherson, El mar negro (Tusquets), hay un capítulo esclarecedor sobre la Odessa de la época de Pushkin: Sobanska, Balzac, Mickiewicz y otros independentistas polacos. Mickiewicz, tenía un año más que el poeta ruso. Ambos compartían furias amorosas y esa misma imagen revolucionaria romántica. Eran, también, poetas nacionales. Adam Mickiewicz era, en realidad, un lituano de lengua polaca como Czeslaw Milosz, de Vilna. Asistió a la boda de Balzac y lo sentaron a su lado. No se entendieron. Para el escritor francés, tanto Pushkin (fallecido hacía ya varios años) como su invitado polaco eran dos piezas arqueológicas, tanto literaria como políticamente. Para el poeta polaco, el novio era un novelista realista detestable, y añadió textualmente: «No se perdería nada si sus libros ardiesen como la Biblioteca de Alejandría».

Expulsado de Odessa a causa de esa demente ansia de amor, más que por razones políticas, pasó dos años en las propiedades familiares. Aquí irá surgiendo otro poeta y otro ciudadano: «Aquel rinconcito de la tierra, desterrado allí, / pasaron furtivos dos años de mi vida. / Diez años hace ya desde entonces y tanto / cambió la vida y yo / sometido a su ley no soy el mismo» («Otra vez visité», 1835). Un poeta menos romántico, más realista e influido por el folclore, la lengua popular, los paisajes. Fracasadas todas las conspiraciones, el zar Nicolás I lo llama para hablarle. Pushkin, a partir de entonces, dio una marcha atrás ideológica. El conde polaco Strutynsky, en sus Memorias (1873), relata lo que fue parte de aquella conversación, de boca del propio poeta. Pushkin estaba desencantado de las ideas liberales, del individualismo excesivo contra las tradiciones, la familia o la religión; seguía pensando en la necesidad de una monarquía constitucional presidida por el zar, pero había renunciado a la República.

Pushkin, de regreso a San Petersburgo, reinició una vida social intensa. En uno de los salones conoció a Natalia Gontcharova, «una hermosa muñeca», según la denomina Marina Tsvietaieva. Pero al autor de Los relatos de Bielkin, era eso lo que le gustaba de las mujeres: «¿Pero qué me importa su carácter? / Me tiene sin cuidado. ¿Acaso las mujeres bellas deben tenerlo», escribe en una carta. Al pedir la mano de Natalia le dice: «Estoy dispuesto a morir por ella, para dejarla convertida en viuda cubierta de brillo, libre de elegir un nuevo esposo, y este pensamiento es para mí una infernal tortura». Se casaron en 1831. Ella tenía diecinueve años y él treinta y pocos. Tuvieron cuatro hijos. Pushkin vivió sus últimos años escribiendo relatos (Cuentos de Belkin, Oneguin, La hija del capitán), poemas y piezas de teatro (como Mozart y Salieri, el invitado de piedra), en medio de una gran penuria económica que le obligó a vender gran parte de sus tierras.

A Pushkin le pasó lo que él tanto promovió, «Si su esposo la aburre mucho, déjelo». Los coqueteos de Natalia con el joven noble arruinado Dantés acabaron en el duelo del 27 de enero de 1837. Dantés (por lo único que se le recordará) hizo trampa y disparó antes. Pushkin agonizó durante tres días. Tenía treinta y ocho años. «Si te engañara la vida, / ¡no tengas ira, ni pena! / Sé sereno el triste día: / la hora alegre será tuya…» («Si te engañara la vida»).

La versión del ruso de Rubén Darío Flórez suena bien, a veces es un poco dura, pero yo prefiero la contundencia significativa al sonido melodioso. Por otra parte, la selección de poemas es muy significativa; también las cartas de Bulgakof y Anna Ajmatova.

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