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Había una vez un circo

El contorno del abismo

J. BENITO FERNÁNDEZ

Tusquets, Barcelona, 404 págs.

Sin rumbo cierto

JUAN LUIS PANERO

Tusquets, Barcelona, 229 págs.

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Posiblemente sin El desencanto, excelente película que con los años sigue dejándose ver (porque en ella hay pasión distanciada, poder evocativo, pathos, y sobre todo una buena «interpretación» de la familia Panero), otro hubiera sido el devenir de los hijos de Leopoldo Panero. Siempre todos al borde de un abismo en el que no terminan de caer. En El desencanto alguno de ellos hablaba del final de una casta. En Después de tantos años (la secuela fílmica firmada por Ricardo Franco de la película de Chávarri) ya no es que se hablase de un desenlace, sino que éste se veía venir. Y sin embargo, de momento, ahí siguen los Panero, dejando detrás de sí toda una procesión de cadáveres. También literarios (y ahora hablo de Juan Luis y Leopoldo María; Michi bastante hace con tirar en vida del suyo propio). Pero decía que El desencanto lanzó a la fama, también al morbo, a unos elementos tan sólo conocidos por su parentesco con Panero (tampoco exactamente el poeta del Régimen; en puridad éste no los tuvo, los que iban a serlo, los Ridruejo, Vivanco, Rosales, Cunqueiro, en seguida también se desencantaron: aquí, ya se ve, el personal siempre acaba por perder el «encanto»), porque sus méritos literarios por entonces eran mínimos. Después las extravagancias y locuras de Leopoldo María, la reivindicación de la obra de Juan Luis, el Espejo de sombras de Felicidad, las bodas de Michi, la más sonada con Paula Molina, darían pábulo a programas televisivos, tertulias radiofónicas y, desde luego, a una cierta bibliografía de la que los libros que comentamos son todo un síntoma. El contorno del abismo de J. Benito Fernández el más llamativo porque, siendo como es la biografía de un señor, Leopoldo María Panero, que apenas ha dejado atrás los cincuenta años y no es precisamente Joaquín Sabina, otro reciente biografiado a edad bastante temprana, constituye un caso digno de mención. J. Benito Fernández, ello es evidente, se ha creído su papel de biógrafo de un escritor nada excepcional literariamente hablando (Leopoldo María Panero es un poeta aceptable, que empezó siendo relativamente rompedor para pasar a una posición convencional y terminar escribiendo poemas carentes incluso de la técnica que el irracionalismo, para alcanzar cotas artísticas, también debe adoptar), y que en todo caso subordina su escritura a chifladuras más o menos anecdóticas que tal vez le garanticen hacia el futuro un puesto semejante al que hoy ocupan los Gálvez, Buscarini, etc. Bien que éstos hayan encontrado su novelista en Juan Manuel de Prada, y Leopoldo María Panero lo ande aún buscando, pese a las menciones episódicas que de él hacen De Villena, Vázquez Montalbán o Vila-Matas, y de lo que nos da cumplida cuenta J. Benito Fernández. Quien nos ha dejado en El contorno del abismo un libro riguroso, en el que casi todas las citas están autentificadas; lástima que las anécdotas más divertidas, que también las hay, del libro carezcan de rigor documental, por lo que podrían ser tan apócrifas como las que se cuentan de Quevedo o ValleInclán. En todo caso ni el mediano de los Panero se ha preocupado jamás en desmentirlas ni parece que vaya a hacerlo. Dejando aparte la odisea personal sin duda patética de este autor, que en plan malditista tampoco es precisamente Rimbaud ni siquiera Artaud, por más que J. Benito Fernández intente en su libro analizar posibles paralelismos entre el último y Leopoldo María, resulta singularmente dramático el florilegio de cadáveres, todos ellos jóvenes, que conforman el retrato generacional de Leopoldo María Panero. A los Haro, Hervás, Antonio Blanco, etc., cabría añadir una serie de nombres, que también están en el libro, y que hablan de un grupo humano deshecho por las circunstancias y los excesos. Resulta paradójico que uno de los pocos supervivientes sea precisamente Leopoldo María Panero: príncipe desastrado (y el retrato que de él hace J. Benito Fernández al principio del libro es inmisericorde) en un reino lleno de fantasmas. El contorno del abismo, entre valiosas aportaciones fotográficas, incluye dos retratos del poeta hechos por Álvaro Delgado. En el primero aparece un Leopoldo María preadolescente vestido de pierrot, con esa finura de rostro tan paneriana antes de los excesos. El segundo es la imagen estremecedora del propio abismo, tan bien reflejada por Ricardo Franco en la continuación de El desencanto, Después detantos años. Sin rumbo cierto, a su vez, es el fruto de las conversaciones entre Juan Luis Panero y Fernando Valls, que obtuviera en su momento el Premio Comillas. Resulta sumamente acertado el recurso de Fernando Valls de «desaparecer» a la hora de plasmar sus encuentros con Panero, dejando que sea la voz de éste la que monologue, de modo ingenioso e incluso brillante, desmarcándose en lo posible de su molesta, en apariencia, familia. Juan Luis Panero, un poeta postcernudiano, ha alcanzado un reconocimiento tardío, en parte por la hojarasca producida por El desencanto y sus secuelas. Hoy su poesía es de las que admiten pocas dudas estéticas, seguramente tampoco éticas, y de ahí el predicamento de que goza. Sus memorias, por otra parte, evitan engolfarse en los aspectos morbosos (hay alfilerazos, cierto, no los menores los dedicados a Luis Rosales, otro que habrá maldecido su encuentro con la familia, pero en general este Panero opta por la elegancia como arma) para centrarse en su devenir sentimental y en sus encuentros con escritores destacados, sobre todo de la literatura latinoamericana. Al final, sin embargo, el libro se precipita después de un recorrido pausado, haciéndose un poco tedioso en las retahílas o enumeraciones onomásticas. Pero con todo resulta un testimonio nítido de una época vivida por quien supo aprovechar los contactos proporcionados por su biografía. Respecto de El desencanto resultan significativas las palabras de Juan Luis Panero, quien desde su posición actual, cínica y por lo tanto elegante, comenta: «Sugerí a Chávarri que para acabar, en vez de esa lánguida música de Chopin, pusiera la canción de los payasos de la tele, "Había una vez un circo…". Pues no, todos eran profundos» (pág. 148).

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