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Lenin y el «radiante futuro»

Lenin’s Embalmers

ILYA ZBARSKY, SAMUEL HUTCHINSON

The Harvill Press, Londres

Lenin: una biografía

ROBERT SERVICE

Siglo XXI, Madrid

Trad. José Manuel Álvarez Flórez

712 págs.

29,75 €

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Tras la Revolución rusa de 1905, un participante secundario de aquel levantamiento inconcluso, Vladimir Ulyanov, huyó de Finlandia (entonces parte del imperio del zar) a Suecia. Corría el mes de diciembre de 1907 y su ruta pasaba por atravesar el golfo de Botnia que separa los dos países. Pero resultó que los camaradas locales que lo conducían a un remoto lugar para desembarcar estaban borrachos y, en el último momento, estuvo a punto de no poder alcanzar el muelle sobre el hielo resquebrajado. «Qué manera tan estúpida de morir», recordaría más tarde que pensó en ese momento, y es que era un hombre con una misión. Y consistía en «dar la vuelta a toda Rusia» con «un partido de un tipo nuevo», un objetivo proclamado en 1902 en ¿Qué hacer?, la obra que le dio renombre en todos los sentidos, ya que fue la primera que firmó como «Lenin».

A menudo se cita este incidente para resaltar su presunta imprescindibilidad para la toma del poder bolchevique en 1917. De hecho, nada menos que Trotsky, en su Historia de la Revolución Rusa, admite –de un modo nada marxista– que sin Lenin Octubre habría sido imposible. Pero, ¿podemos afirmar realmente «no habría habido comunismo sin Lenin», es decir, que el siglo XX no habría sido tal como lo conocemos? Historiadores acreditados han defendido que «no habría habido Holocausto sin Hitler», lo que convertiría en «accidental» otra característica decisiva del siglo. Sin embargo, ¿en qué medida depende la historia de los «grandes hombres»?

Esta es sólo una de las grandes preguntas que plantea la carrera de Lenin. Más trascendental, y más polémico, resulta dilucidar si la Revolución de Octubre fue genuinamente marxista. Fundamental es, asimismo, saber si Stalin fue su verdadero heredero. El mejor lugar para comenzar a formarse un juicio acerca del fundador del bolchevismo es la obra del historiador británico Robert Service. El presente libro, Lenin: una biografía, es el cuarto que el autor dedica al tema que lleva estudiando toda su vida; sus tres predecesores, publicados en inglés entre 1985 y 1995, constituyen una crónica meticulosa de la vida política de Lenin. La pasada década, sin embargo, ha producido suficiente material archivístico para hacer posible una biografía de Lenin el hombre, y esto es lo que se propone el nuevo volumen. Puede servir también como un compendio de la trilogía anterior, a la que pueden remitirse los lectores para detalles más extensos en cualquier punto. Este será el procedimiento que seguiremos aquí. Y es que la tetralogía ya completada es en la actualidad la obra de referencia indispensable sobre Lenin 1. Incluso en Rusia los historiadores prefieren el relato matizado y juicioso de Service a la obra más sensacionalista del ya fallecido Dimitri Volkogonov, así como a los característicos tratamientos occidentales.

Service escribe realmente contra el canon predominante sobre Lenin tanto en Oriente como en Occidente. En la antigua Unión Soviética, a Lenin se le presentaba como un genio con la solución «correcta» para cada problema en la consecución y consolidación del poder soviético. En Occidente también ha sido retratado generalmente como una persona resuelta, aunque se ha interpretado diversamente aquello en lo que concentró su mente. Así, en un extremo, el historiador británico Neil Harding lo perfila como un marxista que basaba sistemáticamente sus decisiones en la ideología. En el otro extremo, Richard Pipes, el principal especialista estadounidense en Lenin, lo ve como un cínico para quien la ideología era sólo una capa para ocultar el solo afán de hacerse con el poder.

Por contraste, Service trata de reconstruir los motivos de Lenin históricamente, decisión por decisión, según iba cambiando el marco de sus acciones. Su análisis se ha visto, además, refinado por las vicisitudes del tiempo. Cuando empezó a escribir, Breznev estaba aún en el poder y la obra de Lenin tenía la apariencia de ser un logro duradero. Service, por tanto, aunque sin dejar de ser crítico, se acercó a su tema con una cierta deferencia. Pero cuando la Unión Soviética comenzó a deshacerse a partir de 1985, cada nuevo volumen planteaba sus argumentos con una confianza creciente, aunque nunca con un triunfalismo fácil.

Lenin fue el producto de lo mejor que tenía la Rusia imperial: un selecto sistema educativo que llevó los frutos de la «ilustración» a lo que era un páramo europeo, y que al mismo tiempo aportó movilidad social a todos los que pasaban por ella. La familia Ulyanov, aunque totalmente rusificada, tenía orígenes mixtos, con antepasados judíos, alemanes, suecos y probablemente tártaros, y posiblemente sin un ruso entre ellos. A fuerza de trabajar duro, el padre de Lenin fue nombrado director de las escuelas de la provincia de Simbirsk, junto al Volga, elevándose, por tanto, al rango de noble hereditario. Padre y madre se dedicaron a mejorar por medio del aprendizaje y transmitieron estos valores a sus seis hijos. Vladimir se graduó en el instituto con medalla de oro.

Sin embargo, las virtudes que hicieron que sus padres avanzaran en la sociedad llevaron a los hijos a un conflicto con ese mismo orden, fundado como estaba en la autocracia y en un campesinado oprimido, aunque ya habían dejado de ser siervos. Desde las grandes reformas de mediados de siglo, los estudiantes universitarios habían exigido cada vez más cambios tan radicales que el sistema difícilmente podía concederlos y sobrevivir. Siguieron la represión y una mayor radicalización, y cuando nació Lenin, en 1870, Rusia contaba con un movimiento revolucionario continuado.

Después de que una facción de este movimiento, La Voluntad del Pueblo, asesinara al zar en 1881, el hermano mayor de Lenin, Alexander, se unió a una nueva conspiración contra su sucesor. Cuando se descubrió la conspiración en 1887, fue ejecutado. En consecuencia, a los otrora respetables Ulyanov les hizo el vacío la buena sociedad y Vladimir quedó excluido a efectos prácticos de una carrera profesional. De modo que también él se hizo revolucionario, al igual que harían sucesivamente sus hermanas y su hermano menor, todos con el apoyo de su madre, ya viuda, que los adoraba. La misión de la vida de Lenin nació, por tanto, no de la compasión por el «pueblo» –apenas lo conocía entonces, ni lo conocería incluso en su vida posterior–, sino de la herida que les hicieron a él y a los suyos, los portadores de la «ilustración» a una nación sumida en la ignorancia.

Para amortiguar el choque de los Ulyanov con el zarismo, sin embargo, había una finca rural heredada por la madre de Lenin; y los ingresos que proporcionaban sus arrendatarios se destinaron a financiar su carrera revolucionaria. Lenin, aunque era un abogado autodidacta y autorizado para ejercer, nunca tuvo un trabajo en toda su vida. Además, como el varón superviviente de más edad de los Ulyanov, era objeto de la veneración de su madre y sus hermanas. Cuando partió al exilio siberiano en 1895, a las filas de estos partidarios en casa añadió una esposa notablemente sencilla, Nadezhda Krupskaya, que lo acompañó y que a partir de entonces trabajó como su secretaria. Después emigró a Occidente en 1900, se echó una amante franco-rusa muy atractiva, Inessa Armand, y Krupskaya decidió sobrellevarlo como algo necesario para el equilibrio de Vladimir. Sin el cuidado que le dispensaron de por vida este grupo de mujeres devotas, Lenin no podría haber vivido nunca a jornada completa para la causa de la revolución.

Y cuidaron muy bien de él. La revolución es un asunto agotador y Lenin padeció depresiones y agotamientos nerviosos. Por eso al emigrar se tomó unas largas vacaciones en los Alpes suizos con Nadezhda e Inessa. Y de vuelta a casa en Petrogrado en 1917 para la lutte finale, justo cuando la fuerza bolchevique estaba a punto de alcanzar su apogeo en los Días de Julio, el agotamiento lo envió a los bosques finlandeses para descansar; en diciembre volvió allí en vísperas de la disolución de la Asamblea Constituyente democráticamente elegida, una acción potencialmente arriesgada. Además, siempre que el peligro físico amenazaba, se esfumaba tan deprisa que sus camaradas se sentían avergonzados. Pero, ¿no era acaso su primera obligación sobrevivir para la causa?

Esa causa era la revolución en un futuro cercano: no se trataba de extremismo personal, sino de la expectativa general de la intelligentsia rusa a partir de 1900, porque al tiempo que el país se modernizaba y se acercaba al resto de Europa resultaba cada vez más claro que la autocracia tendría que compartir el poder con los terratenientes, los profesionales, los comerciantes y otros miembros de la sociedad civil emergente. Incluso los liberales comprometidos con el imperio de la ley creían que un cambio así requeriría probablemente una ruptura revolucionaria. Por eso la élite de la intelligentsia reforzó sus posiciones para la inminente crisis, con Lenin proponiendo el programa más radical de todos.

Como ya se exponía en su famoso panfleto ¿Qué hacer?, publicado en 1902, su argumento era el siguiente: la lucha económica de los trabajadores puede «generar únicamente una conciencia sindicalista» dirigida hacia la reforma de la sociedad existente. Para conseguir que esta lucha sea genuinamente socialista, por tanto, un «partido de vanguardia» de «profesionales» a tiempo completo debe llevar al proletariado, «desde fuera», una «conciencia revolucionaria» que aspire a una sociedad totalmente nueva. Y un salto tal de conciencia requiere el «profundo conocimiento científico […] que nace en las cabezas» de los marxistas de la «intelligentsia burguesa» (el énfasis es de Lenin). Lenin sustituyó, por tanto, el verdadero proletariado por la facción de la intelligentsia; y esto, le acusan sus críticos, no es marxismo sino el fantasma de La Voluntad del Pueblo de las décadas de 1870 y 1880.

El partido de vanguardia es realmente la principal enmienda de Lenin a Marx. Aun así, la «ortodoxia» de su posición no puede determinarse con el solo criterio de la organización política. Sólo puede evaluarse en el marco histórico pleno del movimiento revolucionario de Rusia. Ese movimiento apareció tras las grandes reformas de la década de 1860 con el nombre de narodnichestvo, o populismo, cuyos partidarios creían que una Rusia democrática podía fundarse a partir del modelo de la comuna campesina. Convencidos de que esta institución hacía de los campesinos socialistas naturales, esperaban que lo que se había percibido como una «injusticia» en el Edicto de Emancipación de 1861 habría de producir una insurrección rural. Cuando esto no sucedió, recurrieron al terrorismo conspirativo para provocar un levantamiento.

En la década de 1890, sin embargo, el socialismo campesino estaba perdiendo terreno frente al marxismo tal y como fue adaptado a Rusia por el «noble arrepentido» y antiguo populista Georgi Plekhanov. Tras el fracaso de La Voluntad del Pueblo, Plekhanov defendía que el campesinado era una clase atrasada, no revolucionaria, y que Rusia no podía ser obligada por la acción de la élite a saltarse las fases lógicas del desarrollo histórico. Y esta lógica, como defendía Marx, conducía del «feudalismo» agrario al «capitalismo» industrial, y sólo a continuación al «socialismo». Desde esta perspectiva, la inminente revolución de Rusia se realizaría en dos etapas, la «burguesa» y la socialista, y en ambas –paradójicamente– los trabajadores desempeñarían el papel protagonista. Se dio la circunstancia de que la acelerada industrialización de la década de 1890 estaba, por fin, trayendo el capitalismo a Rusia. Acogiendo de buena gana, incluso exagerando, esta novedad, Ulyanov, el estudiante de veinte años que ya había sido expulsado, se autoproclamó como un marxista.

Service ilustra copiosamente la profundidad de este compromiso. Estudioso durante toda su vida de los escritos de Marx, Lenin siempre lo citó con una veneración inequívoca. Mostró especialmente una aversión enteramente marxista por la «imbecilidad de la vida rural», y defendió ardientemente, por tanto, un camino capitalista para Rusia como el necesario preludio del socialismo, una propuesta de acción que constituía un anatema para los populistas. Después de la Revolución, con Stalin al frente del poder, estas ideas se tradujeron en la necesidad de una industrialización de choque bolchevique y en la obligación de colectivizar al campesinado, políticas ambas inconcebibles si los populistas hubieran ganado en 1917.

No todo esto, por cierto, se encuentra literalmente en Marx. Pero el maestro nunca vio su sistema como un dogma que produjera una única ortodoxia (es famosa su declaración de «No soy un marxista»). Esperaba más bien que su sistema evolucionara «dialécticamente» conforme cambiaran las condiciones históricas. Uno de los argumentos más interesantes de Service es que Lenin era muy consciente de la deuda contraída por Marx con la dialéctica hegeliana. Así, mientras estuvo aislado en Suiza durante la guerra, pasó días enteros en la biblioteca de Berna estudiando la Lógica de Hegel, remontándose incluso a la base de este último en Aristóteles (a quien leía en griego con una traducción alemana al lado), una experiencia que reforzó su tendencia natural a tratar a Marx de un modo «creativo».

Al fin y al cabo, se olvida con demasiada frecuencia que Lenin, aunque atraído fundamentalmente por la acción, era un intelectual genuino, «un hombre de la palabra impresa, un lector y escritor fanático», como lo llama Service. De ahí la famosa máxima de Lenin: «Sin teoría no puede haber movimiento revolucionario». Y lo cierto es que la «unidad de teoría y práctica» del propio Marx hacía que resultaran inevitables las correcciones a su doctrina, un proceso que comenzó con Engels y que continuó con el «papa» de la Segunda Internacional, Karl Kautsky.

En vista de la inmersión durante toda su vida de Lenin en esta teoría, ¿por qué han querido tantos negar su marxismo? Dos corrientes básicas alimentan este rechazo. La primera es un esfuerzo socialdemócrata, que comienza con los mencheviques y con Kautsky, por rescatar a Marx de las garras dictatoriales de Lenin. La segunda es la apropiación de esta crítica socialista por parte de historiadores inveteradamente sospechosos de Rusia, de los que Richard Pipes es el más visible, con objeto de retratar el bolchevismo como nada más que la autocracia rusa tradicional pintada de rojo. Ambos grupos se basan en dos argumentos fundamentales. El primero es que, en 1917, Rusia no estaba «lista» para el socialismo, ya que aún no había pasado por el capitalismo. El segundo es que Lenin había adornado simplemente la tradición conspiratoria rusa –reflejo a su vez de la autocracia zarista– con un lenguaje marxista con objeto de satisfacer su ansia de poder. L

o cierto, como revela con claridad el documento fundador del bolchevismo, es que Lenin nunca dejó de sentir la mayor admiración por La Voluntad del Pueblo y por el patriarca del populismo, Nikolai Chernyshevsky, cuya novela, titulada también ¿Qué hacer?, había sido el breviario de los radicales rusos desde su publicación en 1863. Además, cuando llegó la hora de la verdad de la revolución en 1917, Lenin confió en el apoyo –aunque fuera sólo temporal– tanto de los campesinos como de los trabajadores. Sin embargo, cuando se consideran aisladamente, estos hechos separan artificialmente el movimiento revolucionario ruso de su homólogo occidental, mientras que en realidad los dos habían discurrido por caminos que se cruzaban desde que Aleksandr Herzen y Mikhail Bakunin –ambos alimentados, como Marx, en la filosofía alemana y el socialismo francés– participaron en la Revolución de 1848.

Y Marx, a su vez, quedó tan impresionado por la vitalidad del radicalismo ruso que en la década de 1860 aprendió ruso para poder leer a Chernyshevsky. Admiraba especialmente a La Voluntad del Pueblo; tras el fracaso de la Comuna de París en 1871, para él constituía la única esperanza de que prendiera la revolución en toda Europa. Por eso forzó la lógica del desarrollo de su sistema hasta el punto de declarar que si el derrocamiento del zarismo coincidía con una revolución europea, la comuna campesina podía ofrecer realmente una base para el socialismo en Rusia. Pero este radicalismo otoñal sólo era un eco del salto lógico aún mayor de su propio debut, en 1848, cuando esperaba que Alemania podría combinar las revoluciones burguesa y proletaria en una sola, que es, por supuesto, lo que Lenin hizo en Rusia en 1917.

Así, tras un intervalo de cincuenta años, Lenin, el autor de ¿Qué hacer?, que tenía entonces treinta y un años, se hizo eco, mutatis mutandis, del autor de veintiocho años del Manifiesto Comunista. Este último documento, que se lee con demasiada frecuencia como si fuera un tratado sociológico, era de hecho el eventual escenario para una inminente revolución alemana (que llegó ese mismo año y que, naturalmente, fracasó). Además, el joven Marx era consciente de que Europa estaba cada vez más atrasada según íbamos avanzando de oeste a este, así como del potencial revolucionario que esto proporcionaba, algo que seguía siendo vigente en la época de Lenin. Plekhanov, escribe Service, mantenía que, en la década de 1890, Rusia estaba tan rezagada con respecto a Alemania como lo había estado Alemania en 1848 en relación con Francia e Inglaterra.

Pero el meollo del problema de la fidelidad de Lenin a Marx es más profundo que estos detalles; radica en la naturaleza del marxismo como un sistema. Ese sistema no es, en el fondo, una construcción basada en la ciencia social. Su impulso básico es una visión metafísica, incluso milenaria, del destino humano, que al final de la «prehistoria» culminaría en la abolición de la alienación humana en una sociedad sin clases y sin Estado. En la teoría marxista, esta visión está siempre convincentemente relacionada, por supuesto, con las categorías de las ciencias sociales para el desarrollo de Europa –«feudalismo», «burguesía», «plusvalía», etc.–, pero la «lógica» que los enlaza en una progresión escatológica es apriorística y filosófica. El resultado es una dualidad fundamental en el marxismo entre determinismo y voluntarismo. Por otro lado, el sistema ofrece una «lógica» de la historia que conduce inevitablemente al socialismo; y, por otra, postula el surgimiento igualmente cierto de una conciencia proletaria revolucionaria bajo la presión de esa lógica.

Pero cincuenta años después del Manifiesto, el marxismo de Marx se enfrentó a su hora de la verdad, ya que para entonces se hizo patente que la «lógica» del capitalismo avanzado no genera una «conciencia» proletaria revolucionaria. Así que los marxistas tenían que elegir. En la Alemania semiconstitucional, los «revisionistas» de Edoaurd Bernstein siguieron la verdadera lógica de la sociedad industrial para llegar al reformismo parlamentario. En la Rusia autocrática, por otra parte, los bolcheviques de Lenin compensaron la menguante conciencia roja de la socialdemocracia encarnando el espectro del comunismo en su «partido de un tipo nuevo», y entre los dos, el principal ideólogo de la Europa Central germánica, Kautsky, aferrado a los símbolos formales de la «ortodoxia», ahora curiosamente caracterizada como «espera revolucionaria». Él definió, por tanto, ese marxismo escolástico en cuyo nombre Lenin sería finalmente expulsado del verdadero socialismo europeo. Pero, ¿cuándo lo impecablemente ortodoxo produjo nunca una revolución socialista?

Es cierto que Marx nunca abogó por un partido de vanguardia; siempre sostuvo que la emancipación proletaria debe ser la tarea de los propios trabajadores. Pero también creía que cuando estos trabajadores maduraran, llegarían necesariamente a sus propias ideas. Por eso el germen de la idea posterior de Lenin de un «sustitucionismo» –esto es, de la vanguardia representando a los trabajadores– es transparente en el propio Manifiesto Comunista: «Nosotros, comunistas […] tenemos sobre la gran masa del proletariado la ventaja de entender claramente las líneas de acción, las condiciones, los resultados generales finales del movimiento proletario». Por eso se ha defendido de modo convincente que Lenin simplemente le dio a esta vanguardia natural la organización para que hiciera el trabajo que tenía asignado.

¿Cómo pilotó Lenin esta vanguardia hasta octubre de 1917? Service lo retrata con precisión como comprometido constantemente –fanáticamente, de hecho– con dos creencias básicas: el odio a la autocracia rusa y el retraso nacional, por un lado, y la fe en que la ciencia de Marx mostraba el camino hacia el socialismo para Rusia y el mundo, por otro. Sin embargo, como la ciencia ha de usarse «creativamente», estas convicciones fundamentales eran compatibles con la máxima flexibilidad táctica. Fue con este fanatismo pragmático, más que con una grandiosa planificación, como improvisó su camino hacia Octubre.

¿Qué hacer? no debería leerse, pues, como un «programa práctico universal» para el comunismo mundial. Fue un producto de circunstancias, dirigido al propósito específico de organizar un partido marxista para la futura revolución rusa. Aun así, sus ideas, al igual que la práctica política de Lenin, no fueron tan eficaces para la construcción del partido como generalmente se defiende.

En el congreso fundador del Partido, en 1903, la insistencia de Lenin en la centralización escindió el movimiento entre «mayoritarios» y «minoritarios», esto es, bolcheviques y mencheviques. El cisma no sólo puso fin a su alianza con los marxistas de más talento de Rusia –Plekhanov, Trotsky y Yuli Martov–, sino que hizo que su facción fuera la minoría real hasta finales de 1917. Así, en 1908 rompió con un nuevo grupo de colegas, los brillantes pero volubles «constructores de Dios» Aleksandr Bogdanov y Anatoly Lunacharsky. Sólo en 1912 pudo formar una organización enteramente propia, pero con el equipo suplente de Grigori Zinoviev, Lev Kamenev, Josif Stalin y el agente de policía Roman Malinovsky. Desde 1914, el periódico del partido de Lenin, Pravda, tenía una tirada de sólo 40.000 ejemplares; y la policía del zar cerró fácilmente tanto el periódico como el partido con el estallido de la guerra, algo muy alejado del gigante monolítico que suele describirse.

En realidad, hasta 1917 Lenin fue, como escribe Service, «un teórico y retórico de la revolución más que un líder». No desempeñó papel alguno en la Revolución de 1905 y su única contribución fue un panfleto que intentaba desechar, al menos en parte, la inhibidora teoría bifásica de la revolución en favor de una «alianza revolucionaria del proletariado y el campesinado». Y durante la Primera Guerra Mundial, El imperialismo, el estado más alto del capitalismo propuso una nueva especulación teórica, esta vez sobre la conflagración que provocaría que el capitalismo internacional se rompiera por su «eslabón más débil», Rusia. Hasta 1917, Lenin fue un apparatchik de la conspiración revolucionaria más que un político. Como el miedo a ser arrestado le impedía volver a su casa, trabajó a partir del supuesto poco realista de que podría dirigir la actividad en Rusia por medio de cartas desde Suiza, una tenue conexión con las tropas que habría de reforzar su inclinación por el mando verticalista.

En febrero de 1917, el inesperado colapso del zarismo le ofreció su oportunidad en el poder. Tras su regreso a Petrogrado en abril, dejó de lado enteramente la revolución bifásica en favor de prender una conflagración europea haciéndose de inmediato con el poder en Rusia. Su eslogan corregido era «Todo el poder para los soviets», los consejos de las bases de trabajadores y soldados que proliferaron a partir de febrero. Al detallar el camino de Lenin hasta Octubre, Service vuelve a argüir en contra de la teoría de que tenía un plan general. Lenin procedió, escribe, «tanteando el terreno […] constantemente al acecho de cualesquiera debilidades» del gobierno provisional.

Y, una vez más, su juicio fue errático. Como ya se ha dicho, abandonó Petrogrado justo cuando estaba estallando la semiinsurrección conocida como los Días de Julio; esa acción chapucera casi destruyó la organización bolchevique y envió al propio Lenin a esconderse en la semiautónoma Finlandia. De nuevo estaba equivocado en septiembre cuando, desde Helsinki, bombardeó al Comité Central del partido con llamamientos a una insurrección inmediata, una decisión que habría resultado nefasta. Pero el Comité Central, prudentemente, no le hizo caso; y cuando accedió a sus ruegos, a finales de octubre, ignoró sus instrucciones para un golpe del partido; lo que hizo fue seguir el plan de Trostsky para tomar el poder en nombre de los soviets.

Pero el poder sin más no era el objetivo de Lenin en Octubre; quería el poder con un propósito: precipitar el milenio marxista. Por eso trabajó en su refugio finlandés en su último gran escrito, Estado y Revolución, en el que bosquejaba su visión del futuro de Rusia. El nuevo orden comenzaría como una «dictadura del proletariado» con mano de hierro que habría de expropiar a las antiguas clases explotadoras. Pero pronto maduraría en un «estado comunal» en el que los ciudadanos normales pudieran controlar todos los asuntos de la sociedad por medio de la democracia directa más pura. Rechazada con demasiada frecuencia como una aberración cuasi-anarquista en la carrera de Lenin, su autor consideró este tratado como su obra maestra. Sus propuestas, por supuesto, nunca se aplicaron; pero la ilusión de un «radiante futuro» que proyectaba sería tan necesaria como la coerción para mantener a la vanguardia de Lenin en el poder durante setenta y cuatro años.

¿Cuán indispensable fue el liderazgo personal de Lenin para situar a su partido en el primer lugar? Aunque Service no aborda este tema explícitamente, una respuesta de «sí y no» se desprende con claridad de su relato. La respuesta es «sí» en el sentido de que una organización militante de extrema izquierda, por rudimentaria que fuera, era necesaria para dar el golpe y Lenin había construido de hecho esa organización y le había infundido voluntad revolucionaria. La respuesta es «no» en el sentido de que después de la Revolución de Febrero, la frágil «dualidad de poder» entre el gobierno provisional y los soviets de base no podía deshacerse hasta que el país tocara fondo, creando, por tanto, un vacío al que pudiera acceder fácilmente una organización determinada. Y había un número suficiente de otros revolucionarios acérrimos disponibles para improvisar una vanguardia de este tipo si el propio Lenin no la hubiese construido.

A los cuarenta y siete años, por tanto, Lenin alcanzó el poder estatal. Una vez allí, su fanatismo pragmático pasó a ser cada vez más «creativo», ya que su lectura de la ciencia de Marx había demostrado ser drásticamente defectuosa. La premisa de que la revolución rusa desencadenaría una europea resultó ser falsa y la primera dictadura proletaria del mundo se encontró con que apenas se mantenía a flote en un mar de campesinos. Sin embargo, como partido de trabajadores que era, los bolcheviques tenían que perseguir una política «proletaria» en cualquier caso; por eso, entre 1918 y 1921, se comprometieron a crear un orden comunista únicamente en Rusia. Se nacionalizó la totalidad de la industria y el comercio y al menos se habló de planificación económica. Una vez que la «guerra de clases en los pueblos» no consiguió alimentar a las ciudades, el trabajo se hizo por medio de requisas de grano obligatorias. Sólo cuando el «comunismo de guerra» dio lugar al desastre y el hambre, en 1921, se renegó de él como el producto de la emergencia impuesta por la guerra civil. Pero la propiedad privada y el mercado siguieron siendo un anatema para los bolcheviques, incluso cuando fueron obligados temporalmente a suspender la posterior puesta en práctica de su credo.

A pesar de esta derrota, Lenin, que no había administrado nunca nada en su vida a excepción de un periódico de refugiados políticos, demostró ser un jefe de gobierno muy eficaz, aunque poco ortodoxo. En vista de las grandes dificultades, logró mantener y consolidar el poder bolchevique de un modo espléndido. Suprimió todos los partidos rivales, tanto socialistas como «burgueses». Subordinó temporalmente la revolución mundial a preservar el poder soviético por medio de la costosa paz que firmó por separado con Alemania en Brest-Litovsk en 1918 (sólo para arremeter contra Europa en 1920 con una invasión de Polonia que concluyó en fiasco). Improvisó un sistema político sin precedentes, el Estado-Partido, en el que el gobierno «soviético» formal estaba controlado por un aparato comunista paralelo. Aunque seguía siendo dogmático en su marxismo, y estaba siempre dispuesto a censurar por escrito a «renegados» como Kautsky, dejó de estar obsesionado por «romper» con sus propios camaradas rebeldes con objeto de consolidar el Partido. Lo que hizo, en cambio, fue convencerlos y engatusarlos para que siguieran su ejemplo.

Hacia todos los demás, sin embargo, utilizó la categoría marxista, maravillosamente elástica, de la «lucha de clases», que en la práctica significaba violencia y terror. El siguiente ejemplo de 1918, citado por Service, es característico:

«¡Camaradas! La insurrección de cinco distritos kulaks debería reprimirse sin piedad. [… ]
1. Colgando (y asegurarse de que el ahorcamiento tiene lugar a la vista del pueblo) no menos de un centenar de kulaks conocidos, ricos, chupasangres.
2. Publicando sus nombres.
3. Apoderándonos de todo su grano.
4. Designando rehenes. […] Haciéndolo de tal modo que en centenares de kilómetros alrededor la gente pueda ver, temblar, saber, gritar: están estrangulando y estrangularán hasta la muerte a los kulaks chupasangres».

Fue precisamente este fanatismo ideológico el que produjo el desastre del comunismo de guerra, desencadenando a la postre tanto la revuelta de los obreros como la de los campesinos. Y fueron estas revueltas las que obligaron a Lenin a retirarse a la cuasi-capitalista Nueva Política Económica (NPE) de 1921, que permitía una economía parcial de mercado. Service resalta acertadamente cuán reacios eran Lenin y el Partido a tomar este rumbo «menchevique».

Aun así, perdurará, sin duda, la creencia de que la NPE fue la verdadera elección de Lenin para el socialismo.

Pero esto es difícilmente plausible. El año siguiente, un infarto lo apartó de la política activa y nunca llegó a ver las plenas repercusiones de la NPE. Sólo a mediados de los años veinte quedó claro que un mercado parcialmente libre para el grano campesino amenazaba el monopolio del poder político por parte del Partido, un poder cuya construcción había constituido la misión de su vida. De todos modos, según fue apagándose, víctima de la arterioesclerosis y la parálisis, fue vagamente consciente de que algo había ido muy mal con su gran apuesta de Octubre.

En los años treinta, por supuesto, Stalin logró sacar finalmente adelante esa apuesta con la institucionalización del comunismo de guerra en sus planes quinquenales. La esperanza en el siempre diferido «radiante futuro» aparentemente prometido por la Revolución de Octubre ha generado siempre presión para rescatar a Lenin de las garras totalitarias de su sucesor. La historiografía de la Unión Soviética es, por ello, inusualmente rica en especulaciones contrafácticas; y la primera de ellas es: si hubiera vivido Lenin, entonces habría surgido seguramente algo mejor. Pero el verdadero tema al juzgar el legado de Octubre no es Lenin el hombre; es el leninismo como sistema, un sistema, además, creado para conseguir la utopía marxista de una sociedad sin mercado y sin propiedad.

Service es sensato al escribir sobre las credenciales de Stalin como un heredero apropiado de este sistema:

«Las ideas de Lenin sobre la violencia, la dictadura, el terror, el centralismo, la jerarquía y el liderazgo fueron esenciales en el pensamiento de Stalin. Lenin, además, había legado los instrumentos terroristas a su sucesor: la checa, los campos de trabajos forzados, el estado unipartidista, los medios de comunicación mono-ideológicos, la arbitrariedad administrativa legalizada, la supresión de elecciones libres y populares, la prohibición de disentimientos internos dentro del partido».

Y con estos medios, Stalin fue realmente capaz de construir el socialismo como un no-capitalismo integral.

Sin embargo, nada permanece ya de su obra y de la de Lenin: el Partido, el plan, la policía están todos en el montón de ceniza de la historia. El libro de Ilya Zbarsky, Los embalsamadores de Lenin, proporciona por ello un epílogo adecuado para la historia bolchevique. Tras la muerte del fundador, en 1924, sus camaradas, temerosos de un futuro sin el líder que los había conducido al poder y la gloria, quisieron mantenerlo siempre con ellos. El padre de Zbarsky estaba entre los embalsamadores; y en los años treinta su hijo se unió a él en el instituto científico que controlaba el cadáver. Los dos entraron así en la élite soviética y las memorias del hijo nos ofrecen la curiosa estampa del estalinismo visto desde el interior de la tumba de Lenin. Los Zbarsky, además, hicieron su trabajo realmente muy bien. En las librerías de Moscú es ahora imposible encontrar una copia de ¿Qué hacer? (o, puestos a ello, del Manifiesto Comunista). La única inmortalidad que sigue disfrutando el autor de Octubre es en forma de una momia embalsamada en un mausoleo.

 

Traducción de Luis Gago

© The New York Review of Books www.nybooks.com

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