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Dos homosexualidades

MY LIVES

Edmund White

Bloomsbury, Londres

GENET

Edmund White

Debolsillo, Barcelona

Trad. de Rossend Arquès

1.038 pp.

9,95 euros

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Cuenta Edmund White (Cincinnati, Ohio, 1940) en su autobiografía,My lives, cómo recibió la sugerencia de escribir la vida de Jean Genet, «gran novelista, ladrón y homosexual». El editor de White, Bill Whitehead, buscaba en 1987 un biógrafo para Genet, y White se ofreció, aunque, seropositivo, no esperaba durar más de dos años. Calculando que necesitaría un mínimo de tres para investigar y escribir, aceptó el encargo como un desafío al destino, y se dedicó a la biografía que, a su juicio, merecía Genet: escrupulosamente documentada, detallada, estrictamente cronológica. Después de siete años de trabajo, White alcanzó plenamente sus objetivos. Dice White que los dos primeros años de trabajo se le fueron en descubrir que ignoraba las técnicas y mecanismos del género biográfico, pero, poco a poco, ayudado por los amigos, aprendió a investigar, desechar chismes y discernir entre versiones contrapuestas de un mismo episodio. Su Genet es excelente, convincente, verosímil.

Jean Genet (París, 1910-1986) fue «uno de los más originales y sólidos novelistas franceses del siglo XX », según White. Puesto que el genio, también dramaturgo y cineasta, disfrutaba inventando mentiras poéticas sobre sí mismo, su biógrafo americano debió de leer con encantada precaución las cinco novelas autobiográficas que Genet escribió en cinco años, entre 1942 y 1947, la exuberante memoria trágica, obscena y fabulosamente dolorosa de un niño abandonado, huérfano, sometido a unos padres adoptivos terribles, abyecto delincuente. Pero Edmund White descubrió en sus indagaciones que Genet fue un niño modelo, con las mejores notas de la comarca y un rasgo muy especial. «Mi más preciado tesoro es la homosexualidad», decía Genet, en una época en la que ser homosexual era una vergüenza.

White ha contado la vida de Genet y la magnífica creación del personaje Genet por el propio Genet. Niño abandonado por su madre, entregado a la beneficencia, adoptado, a cambio de una retribución estatal, por una familia aldeana y artesana, Genet fue buen estudiante, dócil, lector y soñador, feliz entre niñas y mujeres que le enseñaban a hacer vestidos y dulces. Monaguillo del coro, le gustaban los secretos con las niñas y los besos con los niños. Huía del trabajo manual y la vida corriente. Leía novelas, veía y contaba películas, jugaba a muñecas y misas. Parece que intentó adaptarse al juicio que, homosexual, les merecía a los suyos, como si no quisiera contradecirles. Habiendo traicionado lo que esperaban de él, adoptó el nuevo personaje que se le exigía ser: hijo falso, falso niño devoto, amigo falso, falso campesino, auténtico delincuente, es decir, ladrón de lápices y caramelos. Se empeñó en que la vida imaginada resultara verdadera.Alardeó de traidor y ladrón, de probable asesino. El teatro es el núcleo de la obra de Genet, dice White.

Ser un huérfano protegido por la beneficencia suponía ser distinto, visible, vestido de un modo especial. Genet transformó las exigencias de la realidad en espectáculo y escándalo, dandismo y pornografía. Sesentón, se le recuerda bailando en ropa íntima de mujer, rosa, ante los Panteras Negras, en Connecticut. Decía sentirse en casa entre gente oprimida, de color, negro de color blanco o rosa. Alimentaba fantasías de odio a Francia. El niño de mejores notas de la comarca, futuro tipógrafo en París, empezó a convertirse en personaje de fábula cuando huyó de la escuela de formación profesional y mereció su primera ficha antropométrica policial. El médico de la policía le diagnosticó al pequeño Genet de trece años un empacho de novelas de aventuras, debilidad mental y física, delirios de presunto rey o caballero andante. Genet se creía descendiente de Ricardo Corazón de León, un Plantagenet, y ya nunca dejaría de huir, hacia ciudades portuarias, siempre con el sueño de fugarse al extranjero.

Había empezado a fraguar su grandilocuente ópera sórdido-amorosa de presos, soldados, siervos y vagabundos. Los asesinos eran encantadores. Lee Harvey Oswald, el asesino de Kennedy, era digno de simpatía. «Estoy con todos los hombres solos», decía Genet en una entrevista para Playboy, en 1964, y comparaba a uno de sus amados protegidos, aprendiz de piloto de carreras, con Oswald. «El piloto está solo, como Oswald […] Arriesga la vida […] Debe ser absolutamente delicado». En la novela Diario del ladrón (1949) apuntaba la estrecha relación entre los delincuentes y las flores: la fragilidad, la delicadeza floral obedecería a la misma naturaleza que la insensibilidad brutal de los criminales. El símbolo que vivifica la obra de Genet es el crimen, un asunto de asesinos homosexuales y hermosos, bestiales, traicioneros, chulos cobardes y travestis histéricos. La violencia, la traición, la histeria y la cobardía son formas del heroísmo. El viejo Genet persistiría en su culto a héroes colectivos: los palestinos, los Panteras Negras estadounidenseses, los inmigrantes marroquíes y argelinos en Francia.

Edmund White reconstruye los verdaderos delitos, miserables, del pequeño delincuente Genet, que tanto magnificó sus fechorías, artista del exhibicionismo criminal: fugas, cambios de nombre en el pasaporte, viajes sin billete, robo en tiendas (hay una escena ridícula, en la que Genet, treintañero, con una pieza de tela recién robada bajo el brazo, es perseguido por dos policías que lo aterrorizan con el ruido que hacen, al correr, sus impermeables de goma), libros en anticuarios y librerías, los autógrafos de los reyes Carlos IX y Francisco I de Francia. Estos malos pasos lo llevaron repetidamente a la cárcel, donde, «en el aislamiento que los santos del catolicismo buscaban», Genet encontró iluminación y redención a través de la literatura. El detonante para escribir habría sido el tacto de una tarjeta de Navidad, un papel granuloso que le recordó la nieve.

Las cinco novelas autobiográficas de Genet unen las emociones del melodrama cinematográfico y una serpenteante elaboración lingüística, proustiano-carnal, de clichés del folletín sobre criminales y sexo angustioso. Visiones de película contada en el dormitorio de un correccional se transforman en «frases largas, ornamentales», como si se quisiera prolongar «una confesión insolente», sugería Sartre, mientras White habla de prosa «artificial y amenazante». El lenguaje de Genet tiene algo de virgen andaluza de Semana Santa. «El genio es la desesperación superada por el rigor», decía Genet, que no creía en el talento como don divino. La poesía es una cuestión de esfuerzo y voluntad, concluía. Desde Santa María de las Flores (1943) y Milagro de la Rosa (1946), su infancia y la colonia penitenciara juvenil anunciaban el Diario del ladrón, la formación o deformación en el viaje más allá de la ley, hasta Pompas fúnebres (1947), como si la epopeya del héroe coincidiera con la historia de Francia, en tiempos de hijos perdidos, asesinatos, guerra civil, derrota y venganza. Narrar es el arte de transmutar hiperbólicamente anécdotas personales.

En Querelle de Brest (1947), la novela que invoca el nombre del amigo de la infancia y la llamada de los puertos de mar que sentía Genet, se formula, desde la autoridad del escritor confesional, una teoría: así como el asesinato cambia la esencia de un hombre porque lo transforma en asesino, la homosexualidad opera, en el acto de la sodomización, una transubstanciación semejante: la conversión a la homosexualidad. Existe una dimensión mítica en la homosexualidad: crea personalidades, personajes.White apunta que el adolescente Genet convirtió, gracias a ser homosexual, una experiencia terrible en idilio: «Cuando llegué a la colonia una tarde de septiembre […] me convertí repentinamente en personaje de película, transportado por un sueño […] fallecido antes de morir». Concentración de todas las técnicas coercitivas propias de la familia, el ejército, la fábrica, la escuela, el sistema judicial y la cárcel, la colonia penitenciaria era el paraíso que nos abre la puerta después de morir. La imaginería de Genet es profundamente católica.

El joven Genet tomó una decisión en el reformatorio: estar del lado de su bando, es decir, del crimen, apreciado estéticamente como ámbito de una moral medieval. El honor, la fuerza, la tradición, la dominación, la lealtad y la traición serían sus temas. El mundo de la gran literatura, heroico, de Rimbaud y de Proust, le permitiría ser dignamente, heroicamente, aquello de lo que se le había acusado desde la niñez: embustero, cobarde, ladrón, traidor y maricón. La literatura elogia a los odiosos criminales de la vida real, diría Genet. La novela de aventuras y el folletín podían ser transformados, mediante esfuerzo y disciplina, en literatura de calidad.

La homosexualidad era la dulzura de ser recibido entre otros hombres, preso, y soldado en Beirut, Damasco y Marruecos, desertor, y vagabundo en España, y en Europa, a pie y en trenes, huyendo, hasta Albania, por Yugoslavia, Polonia, Alemania, Austria, Checoslovaquia, sin cambiarse nunca de ropa, viajando con una cartera de cuero llena de papeles. Dio clases de francés a señoras alemanas de Brno. Se llevó un abrigo del consulado de Francia en Trieste. Robó en los cepillos de las iglesias polacas.Vivió de la prostitución en Berlín. Robar en Alemania no tenía mérito: a nadie escandalizaba la delincuencia en un país donde los policías eran criminales.

Pero la homosexualidad siempre parecía escandalosa, y agradablemente feudal, con sus pequeñas sociedades masculinas organizadas jerárquicamente, casi como la literatura. Genet dominó las amistades y alianzas literarias: deslumbró a Jean Cocteau, y tuvo el instinto de pasar en el momento preciso por Saint-Germain-des-Près, el mundo existencialista. Encantó a JeanPaul Sartre y Simone de Beauvoir, que lo vio como un matón genial, un estereotipo, impertinente observador, dogmático y libre. Sartre le dedicó su estudio sobre Baudelaire (1947) y lo consagró en su San Genet, comediante y mártir (1952). Cuando Sartre visitó Nueva York, nueva capital universal después de la guerra, en enero de 1946, presentó a Genet como el verdadero genio literario de Francia, un talento cartesiano, y la crítica americana situó a Genet entre Proust y Céline.

Hubo un punto, a propósito de la homosexualidad, en el que Sartre y Genet no se pusieron de acuerdo. La homosexualidad, para Sartre, alcanzaba la categoría de destino porque era una elección libre: «Lo que uno elige libremente para sí mismo coincide con lo que llamamos destino». Pero Genet pensaba que uno no elige su orientación sexual. «Se me impuso como el color de mis ojos», decía Genet; «regalo de Dios o del Diablo», dice un personaje del teatro genetiano. Genet llegó a vivirla como ministerio religioso, o paternal, entregándose a la educación de sus jóvenes enamorados. A la periodista de Playboy le comentó la relación entre homosexualidad y pedagogía, a propósito de un muchacho al que Genet preparaba para ser piloto de carreras después de regalarle un bólido y enseñarle a escribir (el piloto y Genet tenían exactamente la misma letra, dice White). A otros amores los entrenó en el funambulismo o la lucha libre, y todos acabaron estropeados. Genet decía que «la feminidad propia de la pederastia envuelve al joven, y quizá le permite desarrollar mejor su bondad». Aunque se portaba como un padre más que como una madre, la virilidad le parecía teatral, cinematográfica, un repertorio de poses propias de Albert Camus. Genet tenía por norma casar a sus amantes y hacerles una casa, en la que se reservaba una habitación que no usaba nunca.

Este dato lo da Edmund White en su autobiografía, My lives, como si la vida no fuera una, sino varias, según con quien nos juntemos, o según nuestras posesiones: los capítulos de la autobiografía de White se titulan «Mis psiquiatras», «Mi madre», «Mi padre», «Mis putos», «Mis rubios», «Mis mujeres», «Mi Europa», «Mi dueño», «Mi Genet»… Aquí, como en la biografía de Genet, la homosexualidad es el centro de la vida, lo fundamental, el impulso para escribir y vivir, el núcleo de la personalidad, crucial para el desarrollo de la novela moderna, porque condujo a una reinvención del amor y a la aceptación de que los papeles sexuales no están repartidos por naturaleza. Genet, precisamente, habría demostrado que la novela no es sólo mimética, sino que puede ser profética.

Pero en la autobiografía de White la homosexualidad ha perdido la ampulosidad heroica, trágica y subversiva de Genet, y es motivo de comedia. Es la vía para hacerse un personaje humorístico, y para hacer amigos, más que pupilos pedagógicos y filiales. La homosexualidad, según White, se basa en el modelo de la amistad: es afecto, competición, envidia y celos.Todo es jugueteo, como las relaciones sadomasoquistas del sesentón White con el joven actor T: «El masoquismo le da al esclavo algo sexy que hacer con su abyección». Las homosexualidades de Genet y White son dos cosas distintas, aunque el humor de White a veces sea triste, como ocurre en otra espléndida autobiografía homosexual,I Remember, de Joe Brainard, una enumeración de cientos de recuerdos (uno de los recuerdos de Brainard: «Me acuerdo de cuando, en el instituto, quería ser guapo y querido por todos»), el libro del que tomó Georges Perec la idea para su Je me souviens. La tristeza viene de la sensación de que el progreso es reversible, como lo demuestran los años del sida: «Yo igualaba liberación personal y libertad sexual», dice White, y el sida anunciaba el retorno inesperado a la dolorosa adolescencia, avergonzada de sí misma y ensimismada.

Edmund White recuerda que, hacia 1950 y 1960, la homosexualidad tenía una satánica majestad, enfermedad y maldad a la vez, y que luego se reveló como una ocasión gozosa de amistad y sexualidad, aunque, como ha escrito Adam Phillips, propiciara «una intimidad impersonal», que quizá tenga que ver con la impersonalidad de los artistas y la capacidad de impersonation (es decir, de imitar o encarnar personalidades ajenas) de los actores. En todo caso, según las Vidas de White, parece redimir alegremente de la fealdad de las cosas vulgares. La homosexualidad era como Europa. Un homosexual americano, según White, veía a Europa como el paraíso, el continente de los ídolos a los que el novelista autobiográfico White ha dedicado libros: Proust y Genet. El americano homosexual era perseguido en su país por psiquiatras, sacerdotes y policías, como enfermo mental, pecador y delincuente, una especie de Jean Genet sin genio. Pero Edmund White ha acabado advirtiendo que Europa, el paraíso, sólo fue una fantasía americana, una utopía.

 

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