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Un genio de la adaptación

Speer. Eine Biographie

JOACHIM FEST

Alexander Fest Verlag, Berlín

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«El verdadero criminal de la Alemania nazi», le llamaba ya en 1947 el historiador británico Hugh R. Trevor-Roper. Para su biógrafo Joachim Fest, en cambio, es y seguirá siendo un «enigma» impenetrable. Albert Speer, arquitecto favorito y ministro de Armamento de Hitler. El único de los poderosos paladines de Hitler –Goering, Goebbels, Himmler, Bormann y Speer– que sobrevivió a la decadencia del régimen nazi y escapó a la pena de muerte, con la que contaba, en el proceso de Nuremberg contra los principales criminales de guerra, el 1 de octubre de 1946. Al cabo de veinte años de prisión, Speer abandonó la prisión de Spandau. Tres años después se publicaron sus Recuerdos, un best-seller que cayó como una bomba y suscitó gran expectación a escala internacional.

Joachim Fest tuvo una participación no pequeña en el éxito de esas memorias, porque fue él, junto con el editor Wolf Jobst Siedler, el que asesoró a su autor y se encargó de las tareas de edición. Durante ese trabajo reunió un montón de notas. El deseo de aprovecharlas al fin y, al mismo tiempo, librarse del pesado reproche de haber ayudado a Speer a estilizar su personaje y convertirlo en mito, podría haber movido a Fest, dieciocho años después de la muerte de Speer, a presentar su biografía. Poco tiene que contar en ella que resulte nuevo o inesperado.

La «clave» de la historia de Speer la aporta la «relación, tan especial como singular», entre Albert Speer y Adolf Hitler. Sin Hitler como «centro de gravedad», la vida de Speer no habría sido, sin duda, la que fue, recalca con toda razón Fest. Pero lo que distingue a esa relación entre el dictador y su alter ego de todas las demás relaciones personales de Hitler –incluyendo la que mantuvo con Goebbels– fue la amistad, lindante con el cariño, que Hitler sintió por el arquitecto, dieciséis años más joven que él. Éste llegó a reconocer ante el tribunal de Nuremberg: «Si Hitler hubiera tenido amigos, sin duda yo habría sido uno de los más íntimos»; una manifestación cuya, sin duda, calculada pero asombrosa sinceridad le reportó simpatías más que perjudicarle. Viceversa, Speer admiró al «Führer» por encima de todo, después de verle actuar como orador por vez primera en diciembre de 1930 y sucumbir de inmediato a él. Ni pudo sustraerse a la sugestión emanada por el hombre ni sus planes criminales le plantearon dudas.

Nacido en 1905, hijo de la gran burguesía, Albert Speer perteneció a los «jóvenes de la generación de la guerra», que trataba de escapar a la complicada realidad de la posguerra y mostraba, por una parte, un romanticismo soñador, y, por otra, un gélido pragmatismo. Sólo tras su «experiencia del despertar» se adhirió el hasta entonces por completo apolítico Speer al «partido de Hitler», el 1 de marzo de 1931, con el número de afiliado 474.481. Al año siguiente, el NSDAP de Berlín dio su primer encargo al joven arquitecto.

Desde ese momento, la carrera de Speer estuvo asegurada: reformó el Ministerio de Goebbels y –en un tiempo récord, que se hizo legendario– su vivienda ministerial, organizó la manifestación del 1. o de Mayo y los bastidores del congreso del partido en Nuremberg y tuvo ocasión de restaurar y amueblar la vivienda en Berlín del nuevo Canciller del Reich. Las casi diarias visitas de Hitler a la obra fueron el comienzo de su extraña amistad. En pocos meses, Hitler incluyó a Speer en su círculo más íntimo, un privilegio que más de un envidioso registró con incrédulo asombro.

La biografía de Fest describe el ascenso de Speer al cargo de «Inspector General de la Capital del Reich», el Berlín que –dentro del espíritu y el estilo de la época– debía ofrecer el rostro megalómano de una «capital mundial de la Germania», y a «ministro de Armamento y Producción de Guerra del Reich». Desde 1943, Speer, al que Hitler había otorgado poderes casi ilimitados, actuó como una especie de «dictador económico» del Reich panalemán y sus conquistas. Su posición de poder, a costa del cada vez más en desgracia Goering y en constante rivalidad con Himmler, Goebbels y Bormann, fortaleció a Speer en la creencia frívola e ingenua de ser el «segundo hombre del Estado» y el sucesor favorecido por Hitler, en su calidad de «político artista». Aunque se supone que Hitler dijo a Speer: «Firmo todo lo que me viene de usted», en el juego de intrigas con sus competidores sufrió retrocesos y derrotas cada vez más amargos.

Tampoco la relación entre Hitler y Speer estuvo libre de crisis y desilusiones. Sin duda el «ministro favorito» se mostraba extremadamente seguro de sí mismo y jamás subalterno ante su «Führer», expresaba libremente sus críticas y en una ocasión se atrevió a desechar, calificándola de «disparate», la nueva «cosmovisión», en presencia de su cada vez más convencido autor y ejecutor. Al final, Speer pudo incluso hacer fracasar impunemente la «orden Nerón» de destrucción total, pero en vista de la amenazante derrota, Hitler, que esperaba milagros de su ministro de Armamento, se vio cada vez más defraudado en sus expectativas y dolorosamente obligado a retirarle su especial favor.

«Sin mi trabajo, quizá la guerra se habría perdido en 1942-1943», escribió Speer a finales de marzo de 1945 a su comandante supremo. De hecho, con su talento para la organización y la improvisación, pero también con una auténtica furia en el trabajo, Speer había logrado cosas asombrosas: bajo su égida se triplicó la producción de armamentos, que alcanzó su punto culminante –lo que nadie habría creído posible– entre junio y agosto de 1944. Con su «revolución industrial», Speer fue el que «culminó el Estado del Führer», juzgó Trevor-Roper. Una no deseada exageración mítica, porque tan notable como el «milagro armamentístico» de Speer es el poco conocido hecho de que en los años precedentes la producción de armamento era caótica, ineficaz y en parte recesiva, lo que adelgaza notablemente el «milagro».

El artista que siempre afirmó estar fuera de lugar en la política, resultó en realidad un nacionalsocialista radical, que abogó por la guerra y desde 1943 –junto con Goebbels–, por la «guerra total», con toda su dureza y brutalidad para con la población civil y los pueblos esclavizados. Mientras en sus Recuerdos Speer destaca su boicot, con riesgo de su vida, a la orden de Hitler de destruir todas las industrias e infraestructuras que pudieran caer en manos del enemigo, investigaciones más precisas muestran que promovió la «resistencia» hasta el fin en todos los frentes que se derrumbaban.

El punto más delicado de la biografía de Speer es su postura ante la persecución de los judíos y el Holocausto. A Fest le importaba especialmente arrojar toda la luz posible sobre la complicidad y culpabilidad de Speer. Ante los jueces de Nuremberg, el acusado había reconocido su corresponsabilidad general en los «crímenes horrendos» del régimen nazi. Muchos años después ya no confesaba más que «oscuras intuiciones sobre algunas monstruosidades», ninguna aprobación y desde luego ninguna orden por su parte. Preguntado por Fest acerca de la «noche de cristal», el pogrom antijudío del 9 de noviembre de 1938, Speer se mostró desvalido: «Ya no comprendía al hombre que era entonces», apolítico y tecnocrático. Casi con esas mismas palabras comentaba acto seguido la «eliminación de las viviendas judías» de Berlín, que entraba dentro de su ámbito de responsabilidad. Por desgracia, dijo, había mirado para otro lado… como forzado por un reflejo inconsciente. De este modo, Speer es un «enigma» para Fest, que como biógrafo se estrella en los acantilados de las contradicciones internas y de la «indiferencia moral» de este hombre, y no puede más que sospechar «que por su forma de ser era incapaz de entender la culpa».

Enredado en la rueda de la psicología barata, Fest no va más lejos de lo que iba Gitta Sereny en su voluminosa biografía de Speer, La lucha con la verdad, publicada en 1995, que se remonta a sus orígenes de niño no querido y al pacto con el diablo en el que ese niño vende sin duda su alma, pero recibe cariño a cambio desde el principio hasta el final. La visión más clara la tuvo, ya en la primavera de 1944, el publicista alemán Sebastian Haffner, que trabajó en el exilio inglés: Speer, dijo, no padecía los escrúpulos psicológicos y espirituales que habrían estorbado el manejo de la monstruosa maquinaria de su época.

En cualquier caso, hubo una constante en la vida de Speer: fue, en palabras de Fest, un «genio de la adaptación». No sólo porque aceptó de buen grado y cumplió al cien por cien todas las funciones que le encomendó el régimen nazi, sino sobre todo porque estaba dispuesto a seguir su camino dentro de cualquier sistema. Después del suicidio de Hitler, Speer redactó un llamamiento al pueblo alemán que parece consagrar a la eternidad la «personalidad histórica» del Führer. Tres días después supo «hacerse imprescindible» en el gobierno provisional del sucesor de Hitler, Dönitz. Bajo custodia de los americanos, Speer creyó con toda seriedad en su honorable futuro como «el futuro ministro de Reconstrucción por mandato aliado». Y en Nuremberg se adaptó hasta tal punto a unas condiciones totalmente distintas que su existencia no terminó al final de una cuerda, como se esperaba.

Todavía en 1966, liberado de la prisión de Spandau, se mantenía inquebrantable su voluntad de sacar de la situación el mejor partido para su persona. Speer fue sin duda un oportunista, pero no del tipo defensivo, sino del ofensivo, que aprovecha cualquier ocasión y explota todas sus capacidades para tener éxito en la máxima medida. Contemporáneos con visión de futuro como Haffner han visto en él al prototipo del «directivo revolucionario». También habría podido tener éxito como arquitecto decisivo de su época. Si unas cuantas cosas hubieran sido de otra manera.

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