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Bernhard y el cine

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Thomas Bernhard era un hombre de teatro, en todos los sentidos. De joven estudió dramaturgia (no música) en el Mozarteum de Salzburgo y, aunque nadie haya visto nunca la tesis sobre Brecht y Artaud con la que decía haberse graduado, todos los que lo conocieron están de acuerdo en que el joven Bernhard era un actor estimable. Quizá el que nunca llegara a serlo profesionalmente se debió sólo a su pésima memoria para retener textos. (Hay quien dice que los largos parlamentos sin puntuación de sus obras de teatro fueron luego su venganza). En cualquier caso, Bernhard, a partir de 1970, fecha de Una fiesta para Boris, escribe y estrena teatro sin cesar y, aunque en alguna ocasión declaró que lo hacía por razones crematísticas (el teatro en Austria era y es infinitamente más rentable que la novela, por no hablar de la poesía), sabido es que no hay que hacer demasiado caso a lo que Bernhard decía de sí mismo, pues era un artista de declaraciones contradictorias. Así, aunque a veces expresó su desprecio por los actores, a pocas personas admiró tanto como a algunos de ellos: Minetti, Bruno Ganz, Marianne Hoppe… En cualquier caso, son innumerables los austriacos que jamás han leído un relato de Bernhard, pero pocos los que no han visto alguna vez una obra de teatro suya, aunque sólo sea el inevitable Heldenplatz. Hoy, aunque la estatura de Bernhard como dramaturgo pueda ser discutida (en España nunca ha sido reconocida realmente), en su país no tienen la menor duda al respecto. Más aún, Elfriede Jelinek ha llegado a decir que toda la obra de Bernhard es teatral y que, al leerlo, se oye inmediatamente una voz que recita, y la verdad es que las múltiples y excelentes adaptaciones teatrales de su obra en prosa (El sobrino de Wittgenstein, Maestros antiguos, El malogrado) parecen darle la razón. Es ya casi un tópico decir que Bernhard no sólo tenía una concepción teatral del mundo, sino que, con sus escándalos, consiguió convertir a Austria entera en su escenario. Gitta Honegger, en una biografía recientemente publicadaGitta Honegger y Thomas Bernhard, The Making of an Austrian. Yale University Press, New Haven/Londres, 2001. , considera que la vida de Bernhard no fue más que una continua performance, una representación.

¿Qué ocurre con el cine? Bernhard parece desconocer casi su existencia. Ni él ni sus personajes hablan nunca de cine, van al cine, comentan una película… ¿Cómo es posible que eso ocurra en el país de Erich von Stroheim, Joseph Sternberg o Billy Wilder? En 1994, Ferry Radax, que filmó uno de los dos únicos guiones cinematográficos que Bernhard escribió, se preguntaba: «¿Qué tiene que ver Bernhard con el cine?», y su respuesta era: «Bastante poco»Ferry Radax, «Thomas Bernhard und der Film», en Joachim Lachinger y Alfred Pitterschatscher (eds.), Literarisches Kolloquium Thomas Bernhard (Materialen), publication PNº 1, Bibliothek del Provinz, Weitra 1994, págs. 200 y sigs. .

Sin embargo, la realidad es que Bernhard, entre 1952 y 1955, ejerció la crítica de cine como colaborador del Demokratisches Volksblatt de Salzburgo. Fue Josef Kaut, entonces director del periódico, quien (en atención a su abuela y gracias sobre todo a la recomendación de Carl Zuckmayer) contrató a aquel joven de 21 años recién salido del sanatorio, como cronista de tribunales y reportero para todo, y fueron unos años (reflejados sobre todo en Acontecimientos y El imitador de voces), muy importantes para su formación. Hay que decir que sus crónicas aparecen firmadas con su propio nombre, pero también con diversos seudónimos o sin nombre alguno, lo que hace que no siempre sea fácil la atribución.

En esos años publica críticas de unas treinta y tantas películas, de las que, en general, no parece tener una opinión muy alta. Habla muchas veces con desprecio de las películas «de gángsters y vaqueros» y, con sorprendente moralismo, les achaca la elevada tasa de delincuencia de Salzburgo en aquellos años de la posguerraVéase, por ejemplo «Prozesse, nichts als Prozesse», Demokratisches Volksblatt, 28 de noviembre de 1952, en Jens Dittmar (ed.): Aus dem Gerichtssaal (Thomas Bernhards Salzburg in den 50er Jahren), Edition S. Viena 1992. Otra crónica, sobre un asalto a mano armada cometido por un chico de 19 años, se titula: «No tenía dinero para ir al cine» (íd., 23 de julio de 1952). . Aunque nadie parece haberse molestado en estudiar a fondo esas críticas, Harald WaitzbauerHarald Waitzbauer, Thomas Bernhard inSalzburg (Alltaggeschichte einer Provinzstadt 1943-1955), Böhlau Verlag. Viena/Colonia/Weimar, 1995. Véase también Herbert Moritz: Lehrjahre (Thomas Bernhard – Von Journalisten zum Dichter), publication PNº1, Bibliothek der Provinz. Weitra, 1992. da algunos datos interesantes. Bernhard rara vez escribe críticas favorables y casi nunca si las películas son norteamericanas. Su bestia negra, sin embargo, parece ser (y la verdad es que no se le puede reprochar), Franz Antel, uno de los directores austriacos más prolíficos, pésimos y longevos. Así, comentando Die süssesten Früchte (Los frutos más dulces) Bernhard escribe que «se trata (por desgracia) de una película austriaca» y que es «una ensalada de pésimo gusto hecha de chistes malos y viejísimos y capaz de revolver el estómago al espectador más sentado». Su película preferida en esos años (lo que dice bastante a su favor) es Carrie de William Wyler (Jennifer Jones, Lawrence Olivier), en lo que puede haber influido el prestigio de Theodor Dreisser, autor de la novela en que se basa. (En aquellos años de ocupación americana, Bernhard era visitante asiduo de la Amerikahaus de Salzburgo y allí aprendió a conocer a Faulkner, Thornton Wilder, O'Neill o Saroyan.) También tiene palabras amables para La llamada de la selva (dirigida por el experto William Wellman y famosa por su accidentado rodaje en Alaska con la tórrida pareja Clark Gable/Loretta Young), película que, por razones inexplicables, aparece en Salzburgo casi veinte años después de haber sido rodada y a la que Bernhard califica de «muy respetable». Sin embargo, un par de westerns maestros de Anthony Mann (Horizontes lejanos y Colorado Jim) lo dejan frío, aunque elogie las «magníficas vistas» del primero. Y Me siento rejuvenecer de Howard Hawks no parece decirle nada, no obstante los famosos «acetatos» de Marilyn Monroe. En general, al joven y sexualmente inseguro Bernhard no le impresionan las suntuosas Rita Hayworth (Salomé), Yvonne de Carlo (Capitán Panamá), Jane Russell (The Las Vegas Story) o Silvana Pampanini (Okey Nerón). Sus actores favoritos, si los tiene, son los habituales de aquella época, falsamente rutilante, del cine alemán y austriaco: Curd Jürgens, Heinrich George, Karlheinz Böhm, Jan Kiepura, Heinz Rühmann, Gert Fröbe, Willi Fritsch…, y Paula Wessely, Martha Eggerth, Zarah Leander (aunque la ponga verde en su crítica de Ave Maria), Marianne Hold, Christine Kaufmann o Cristina Söderbaum. En general, parece ignorar los nombres de los directores, y ni siquiera el de Veit Harlan, cuyo El corazón delator se estrena en aquellos años, parece suscitar en él ninguna reacción, a pesar del reciente proceso de desnazificación sufrido por el autor de El judío Süss. A veces resulta sorprendente: por ejemplo al entusiasmarse con Salto mortale, típica película de circo de Viktor Tourjansky.

En descargo de Bernhard, habría que decir algo sobre el papel que ocupaba (y quizá ocupa) el cine en la cultura austriaca. Emigrados los grandes creadores, primero a Alemania y luego, en su mayoría, a Hollywood, la producción cinematográfica austriaca, satélite de la alemana en los años treinta y, más aún, cuarenta, se especializa en la opereta o la comedia musical, costumbrista o folclórica. Sus cimas más altas las alcanza con Willi Forst (Vuelan mis canciones, Maskerade), pero hay otras películas que dejaron su impronta, incluso en el lenguaje popular de muchos países de Europa (como El trío de la bencina, de Wilhelm Thiele). Lo curioso es que, todavía hoy, en Viena, hay un cine (el «Bellaria», Museumstrasse 3) que lleva más de medio siglo programando esa clase de películas, con una clientela absolutamente fiel.

Bernhard, en Salzburgo, escribe en los años cincuenta crítica para un público apasionado pero que tiene muy claro que el cine (con minúscula) no es un arte, sino un entretenimiento. Como dice Jens Dittmar, «en un periódico como el Demokratisches Blatt la crítica analítica no estaba bien vista. El crítico artístico o literario era un reportero que tenía que limitarse al qué, cuándo y dónde».

El primer contacto de Bernhard con el cine por dentro se produce muchos años más tarde, en 1970. Con motivo del estreno mundial de Una fiesta para Boris, Bernhard va a Hamburgo, y allí accede a hacer una larga entrevista televisiva con Ferry Radax (Tres días). Se trata del primer documento filmado realmente importante desde el punto de vista autobiográfico y, a pesar de sus reticencias iniciales, Bernhard se queda tan satisfecho que decide escribir para Ferry Radax un guión cinematográfico.

Radax llevaba tiempo interesado en la posible filmación de Helada, aunque para él el mejor Bernhard fuera y es el de la segunda parte de Trastorno, y había hablado también con Bernhard de la posibilidad de llevar al cine este «retrato colectivo de nuestro alpino país». Bernhard, sin embargo, insistió en utilizar un relato, El italianoEl libro El italiano acaba de ser publicado por Alianza Editorial. , escrito en 1963, cuyo origen, en definitiva, hay que buscar en La piel del lobo (1960) de Hans Lebert: el tema es la conspiración de silencio austriaca para ocultar (o achacar a los alemanes) los crímenes de guerra.

Bernhard escribe el guión en Bruselas (en casa de su amigo Alexander Uexküll-Gyllenband), en sólo diez días, y consigue de Residenz Verlag 100.000 chelines en concepto de derechos de autor. Su guión es eminentemente literario y sin demasiados puntos de contacto con el relato original, que amplía y desarrolla. Las referencias a Kafka son claras, pero el agrimensor se ha convertido en varios agrimensores. Y los cuartetos de cuerda de Bartók son el trasfondo obsesivo. A Bernhard le gusta su propio guión, pero Radax lo considera más o menos imposible de filmar (entre otras cosas, hubiera durado cinco horas y media), por lo que lo reescribe con Gerard Vandenberg, su cámara, en la taberna local. El escenario del rodaje, evidentemente, tiene que ser la señorial mansión de Wolfsegg, para Bernhard la encarnación de Casa Austria, de Austria misma, como luego explicará en su novela Extinción (1986). Y en el rodaje abundan los incidentes. En un momento dado, Bernhard (en ausencia del director) se presenta en Wolfsegg, devasta los decorados, arrancándolos de las paredes, y envía un telegrama a la radiotelevisión de la Alemania Occidental que coproduce la película: «Detengan inmediatamente rodaje. Director totalmente incapaz, no ha entendido nada. Lástima de cada marco malgastado». Ferry Radax, a pesar de todo, consigue terminar su filme sin Bernhard y se lo proyecta, en presencia del productor y el «redactor» de la emisora. Al acabar, se produce un silencio. Luego Bernhard dice: «Lástima de cada marco no puesto a disposición de Radax».

La película recibe el premio Adolf Grimme de 1972 (como mejor película «experimental») y, típicamente, Bernhard parece considerar que se trata de un premio exclusivamente suyo, a pesar de que recompensa también a director y cámara. En cualquier caso, sus relaciones con Radax atraviesan de momento un período rosado, y todo parece indicar que el proyecto de llevar Helada al cine se realizará. A Bernhard le complace el guión que ha escrito Radax, que es lo importante. Sin embargo, poco a poco, Bernhard se va desilusionando. Considera que, en realidad, la labor del director de El italiano no vale lo que ha cobrado por ella, y juega claramente con la idea de dirigir sus propias películas. Parece estimar que, en él, el cine es algo tan natural como conducir camiones (Bernhard se jactaba siempre de haber conseguido su permiso de conducir camiones a la primera, cuando conductores expertos fracasaban), y que la labor de un director de cine se reduce en definitiva a citar a la gente y decidir dónde colocar la cámara. Llega un momento en que Radax cae en desgracia y eso hace que Helada no llegue a rodarse nunca. También el plan de filmar En la linde de los árboles fracasa. (Hennetmair, amigo íntimo de Bernhard en aquellos años, relata cómo éste ve, por televisión, Weekend de Godard y hace comentarios sarcásticos sobre lo mucho que podría aprender Radax, simplemente de la introducciónHennetmair, Karl Ignaz, Ein Jahr mit Thomas Bernhard (Das versiegelte Tagebuch 1972), Residenz Verlag, Salzburgo/Viena, 2000..)

En cuanto a Der Kulterer (1973), la otra película (y guión) de Bernhard, la historia es algo distinta. Vojtech Jasny, un director checo que consiguió cierto renombre internacional con Un día, un gato y eligió la libertad en Occidente, lleva a la pantalla un relato de Bernhard de 1969 (basado en El cartero, publicado en 1962), que lleva por título el nombre de un personaje real, más o menos amigo de Bernhard (Franz Kulterer), al cual, por cierto, no le hizo ninguna gracia aparecer como recluso, cuando en su vida había pisado la cárcel. (Kulterer, escritor y publicista, dirigió la revista Eröffnungen de Klagenfurt y la pequeña editorial Kleinmayr que publicó el libro de poemas de Bernhard: Los locos. Los reclusos.) Se trata de una adaptación más comercial, con un actor famoso (Helmut Qualtlinger), al que se debe también la voz narradora, pero de la que Bernhard no parecía estar demasiado orgulloso, pese a haberse rodado, realistamente, en el presidio de Garsten. En todo caso, en el guión su preocupación por la técnica cinematográfica es más clara. El protagonista interviene a la vez como narrador (generalmente con la imagen congelada) y como protagonista (generalmente en dialecto), y Bruckner sustituye a Bartók.

Bernhard nunca llegó a dirigir una película. Quizá realmente lo hubiera hecho muy bien. En los últimos tiempos seguía acariciando la idea pero, curiosamente, decía que prefería que el guión lo escribieran otros. Algún contacto ocasional con Axel Corti (que llevó al cine a Werfel y Joseph Roth), no condujo a nada. Y hoy sigue cinematográficamente inédito. Una película austriaco-alemana-holandesa de Frouke Fokkema, El desvío (2001), es sólo el documento de una relación personal de su directora con Bernhard, y su mayor atractivo la actuación de Joachim Bissmeier, cuyo parecido físico con el maestro es asombroso. Por lo demás, la obra de Bernhard continúa cerrada al cine, a lo que contribuye no poco el hecho de que Thomas Bernhard sea hoy una marca registrada y las garantías de calidad exigidas para utilizarla muy estrictas.

El cine austriaco (no el de la opereta y los trajes folclóricos) cuenta con realizadores más que capaces de afrontar el desafío. El nombre obvio es el de Michael Haneke (Código desconocido, La pianista), a quienes muchos califican ya de Bernhard cinematográfico. Haneke es propenso al exceso (al fin y al cabo, la famosa «exageración» bernhardiana), pero tiene talento a raudales, y a Bernhard, seguramente, le hubiera encantado colaborar con él… al menos durante unos meses.

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