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Benditos herejes

HETERODOXOS ESPAÑOLES. EL CENTRO DE ESTUDIOS HISTÓRICOS, 1910-1936

José María López Sánchez

CSIC/Marcial Pons, Madrid

480 pp.

25 €

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Oportet haereses esse, dijo Pablo a los Corintios en sentencia que sería recogida astutamente por Marcelino Menéndez Pelayo en su discurso preliminar a la Historia de los heterodoxos españoles. Aunque en ese texto de 1877 anunciaba que nada iba a decir de «la era revolucionaria y de los sucesos posteriores» a 1868, tanto el desmentido del capítulo IV del Libro Octavo como el tremendo epílogo de los heterodoxos –firmado en 1882– terminaron por testimoniar que el recuerdo apocalíptico de 1873 había motivado no poco la redacción del libro. Sin duda, en el magín del polígrafo santanderino se confundía con aquél el empuje crítico de ese «pan­teís­mo germánico» o krausismo del cual habría de nacer la Institución Libre de Enseñanza, origen primero de la Junta para Ampliación de Estudios –cuyo centenario se cumple en este 2007– y, al cabo, del Centro de Estudios Históricos en 1910.

Y es que el atávico recelo del ultramontano ante todo lo que sea modernidad también hubo de trasladarse a la difícil instalación de los altos estudios en España. De ahí que el título elegido por López Sánchez para su monografía –que proviene de la trayectoria que trazan una tesis de licenciatura y la consecutiva de doctorado– reclame con diafanidad que la historia minuciosa del Centro de Estudios Históricos ha de entenderse como una continua pelea de los herejes por subsistir. Nació casi de milagro la Junta de Ampliación de Estudios por real decreto del 11 de enero de 1907, hubo de sufrir la hostilidad del gobierno largo de Maura, y sólo el empuje de­cididamente liberal de Canalejas permitiría que en la Gaceta del 19 de marzo de 1910 se leyese el real decreto de la fundación del Centro de Estudios Históricos. Un año, ese de 1910, que para los católicos «menéndezpelayistas» había de parecer un 1873 redivivo, y así se evidenció en manifestaciones callejeras contra la política religiosa del gobierno Canalejas, pero también en peleas ideo­lógicas –y es un ejemplo, creo, revelador– en el seno mismo del catálogo de la más moderna empresa editorial del momento, puesto que la «Biblioteca Renacimiento» de aquel año acogió tanto la anticlerical A.M.D.G. de Pérez de Ayala como las ortodoxas El amor de los amores, de Ricardo León, Dulce dueño, de la Pardo Bazán, y Despertar para morir, de Concha Espina. De 1910 en adelante no cesó el hostigamiento a la Junta o al Centro de Estudios por parte de los diputados reac­cionarios: que Hilario Ayuso les llamase «Junta de Cabaret» en 1914, Pío Zabala «sustitucionistas», que Romualdo de Toledo en 1934 tronase que la Junta era «una institución vieja y agotada» o que el diputado del Partido Popular Agrario José Ibáñez Martín en 1935 pretendiera, una vez más, que la Junta y toda su por entonces fértil cosecha institucional se disolviese como un azucarillo en la más fiel y dócil estructura universitaria, no deben tomarse jamás como epifenómenos o anecdotillas de parlamento, máxime si conocemos el triste final de desa­rraigo, diáspora y exilio de buena parte de los heterodoxos y la usurpación, cuando no devastación, de sus instalaciones.

El principal reto al que se enfrentaba López Sánchez para su libro provenía, quizá, de que la historia, a grandes rasgos o tangencialmente, de la Junta y del Centro había sido tratada en numerosos libros y artículos (pienso en los dedicados a Castillejo, Menéndez Pidal, Altamira, la Escuela Española de Filología, Sánchez Albornoz, Castro…) que a veces rayaban en una hagiografía de santoral laico propia de una legítima defensa del hereje perseguido. Divide López Sánchez su estudio en dos partes bien diferenciadas, tal vez demasiado diferenciadas. La primera, un análisis prolijo del Centro de Estudios y sus secciones, de sus triunfos y pequeñas miserias, casi año a año y fundamentado en el análisis menudo de libros de actas y otros legajos conservados, señaladamente, en la Residencia de Estudiantes. Y la segunda, un cumplido certificado de modernidad de los logros intelectuales de las secciones filológica, histórica y de historia jurídica, mediante su examen y comparación con la filología, historiografía e historia del derecho europeas del si­glo xix. Sin duda eran necesarios ambos capítulos, bien para ofrecer al fin una minuta fiable del Centro, bien para demostrar cómo sus frutos estuvieron a la altura europea de los tiempos, aunque aquel primero se resienta de un exceso de detalle y «recuento»propio de la tesis doctoral de origen, y este segundo apartado resulte en ocasiones un apresurado resumen de manuales de historiografía.

A pesar del planteamiento del libro, que provoca en ocasiones reiteraciones innecesarias en la nutrida relación de nóminas, revistas, secciones y volúmenes surgidos de la labor del Centro, López Sánchez concluye su discurso con solvencia, en tanto que deja bien a las claras cómo el titánico esfuerzo de un puñado de investigadores supo crear escuela en un país que habría de abandonar una edad de bronce para penetrar en otra de plata en el asombroso lapso de apenas un puñado de años.

Así es: «Oportet haereses esse, ut qui probati sunt manifesti fiant in vobis» («Conviene que haya en el mundo herejías y engaños de hombres malvados para que con esta ocasión se conozcan los verdaderamente buenos», en la personal traducción de fray Luis de Granada) dejó escrito Menéndez Pelayo citando a san Pablo para que quedase bien manifiesta la línea divisoria entre el impulso nacionalista, progresivo e intelectual de unos, y el acomodado casticis­mo de quienes pretendieron seguir la fácil senda de los guardianes de la historia tan excelentemente estudiada por Ignacio Peiró hace ya algunos años. Contra vientos, mareas y contiendas, la semilla de la labor del Centro germinó y aun creció como resistencia silenciosa –en feliz sintagma del no menos logrado estudio de Jordi Gracia– hasta los días que ­corren. Podemos contarlo; López Sánchez lo ha vuelto a contar otra vez, con pasión y detenimiento. 

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Ficha técnica

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