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«La vida es ante todo lucha»

RECUERDOS DE MI VIDA

Santiago Ramón y Cajal

Crítica, Barcelona

918 pp.

59,50 €

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Los Recuerdos de mi vida de Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) constan de dos libros de contenido muy distinto.Tan sólo los une la urdimbre mental de su autor, un personaje de actitudes desmedidas convencido del poder absoluto del esfuerzo de la voluntad, y un estilo altisonante lleno de expansiones morales y patrióticas que pueden llegar a fatigar. En nuestros tiempos de desazón nacionalista, sorprende que su patriotismo esté por encima incluso de las luchas de clase. Por ejemplo, si los ricos pensasen más en la patria y en la raza en lugar de entregarse al «sport extranjero», al «culto enervador a su majestad la mujer», al palco, las apuestas y los toros, entonces podríamos olvidar incluso la triste verdad de que su riqueza es «el sobretrabajo del proletariado» (p. 85).

La primera parte, que se publicó en 1901, cuando el autor rozaba el medio siglo, cubre la infancia y juventud hasta aproximadamente los veinticinco años, mientras que la segunda, añadida en 1917 (y reeditada en 1923), es básicamente una biografía científica del período siguiente hasta su jubilación en 1922, cuando flaqueó su moral combativa: «Somos otros y acaso peores –señala en la última página–, porque lo ganado en experiencia lo hemos perdido en entusiasmo y fe».

La primera parte, antes de la conversión a la ciencia, es un documento espléndido en el que, sobre un borroso trasfondo de pronunciamientos militares, liberales y reaccionarios, se dibujan con vigor las aventuras de un rebelde indomeñable y arisco por los pueblos del Alto Aragón. Si su talento literario fuese parejo al científico, hubiera escrito un libro aún más portentoso. Pero el ambiente en que creció no era el de su contemporáneo, el neurofisiólogo y también premio Nobel Charles Sherrington (1857-1952), en cuyo hogar se reunían literatos y eruditos, sino un muy modesto hogar rural. La madre callada y ausente de la narración sólo servía como menestral, mientras que el padre, cirujano-barbero, autoritario y más terco que el hijo, abomina de las artes plásticas y la literatura, tratando de instilar en la mente del retoño el realismo y la docilidad a golpe de estaca. Sólo conseguiría quebrar su carácter salvaje, que se crece con el castigo al final de esta primera parte, ayudado por los estragos del paludismo y la disentería que nuestro autor contrajo en la manigua cubana.

Los modelos literarios de Ramón y Cajal fueron las traducciones de escritores románticos (Lamartine, Chateaubriand, Dumas,Victor Hugo) leídos de tapadillo en la infancia, trufados más adelante con la retórica altisonante del admirado Castelar y la cultura general que fue adhiriéndosele en los casinos y tertulias. De ahí su tendencia a un orden de palabras engolado y a romper continuamente la narración con reflexiones morales y didácticas para comentar lo que muestran con claridad los hechos y ya habíamos entendido perfectamente.

Sin tantos arrequives, tendríamos una excelente obra picaresca. La primera gracia que se nos cuenta del zagal cuando tenía menos de cuatro años consistió en apalear, tal vez por disipar el tedio, a un caballo que le devolvió el cumplido con una coz en la frente de tal potencia que se le dio por muerto. No era más que el comienzo. La desmesura del niño puede calibrarse por tres episodios tempranos grabados en su mente. Uno –la victoria española en Tetuán– despertó en él «el culto fervoroso hacia los héroes de la raza» y lo convirtió para siempre en un patriota que trocaría las armas por el microscopio en aras de la nación. El segundo –un eclipse de sol– engendró la admiración por la capacidad predictiva (para él casi causadora) de la ciencia, si bien la confianza en el orden del cosmos se mitigó con la tercera. Un buen día cayó en la escuela un rayo que después de cometer tal desmán pedagógico atacó a la Providencia, pues saltó a la torre del campanario e hirió de muerte al cura que tocaba las campanas para exorcizar la borrasca. El ministro de Dios colgando boca abajo en la torre proclamaba la impotencia de la superstición frente a la naturaleza desatada.

Más a gusto con las cosas que con las personas, se entregó a los grandes placeres del carácter independiente: destruir la propiedad y desafiar a la autoridad. Como adalid de pandillas y hondero diestro, abrazó el principio de la caridad, según el cual es mejor dar que recibir. Mal estudiante por desinterés, se dio como el divino Newton de niño a la fabricación de artefactos, en general bélicos, pero también de pinceles, pigmentos y flautas. Esta inclinación tecnológica nunca lo abandonaría, pues en su profesión destacó por la preparación de placas rápidas desconocidas en España, por la invención de técnicas de teñido para sus preparaciones, por la aplicación de la fotografía a la litografía, e incluso por un diseño para mejorar el fonógrafo. Gracias a esta habilidad pudo obviar la animadversión de su padre hacia la pintura, proveyéndose por su cuenta del material necesario para ilustrar los márgenes de los libros de texto y las paredes de las vallas y de las mazmorras (que visitaba a menudo) con paisajes, escenas de guerra y caricaturas de los profesores. La oposición a la literatura del progenitor no fue mayor óbice. Con el pretexto de repasar las lecciones, se encerraba en un desván desde el que accedía al tejado por el que entraba a la buhardilla de un vecino repleta de novelas románticas que reafirmaban e inspiraban sus tendencias heroicas al coraje, la energía de la voluntad y la acción.

Puesto que todo héroe está abocado al fracaso para dar paso al espíritu (al menos eso pretende Hegel), sus aventuras acababan con frecuencia en soberanas palizas ofrecidas generosamente por el padre, los vecinos y aun los escolapios con todo tipo de instrumental, vergajos y trancas, sin despreciar las tenazas, hasta que en una ocasión se echó cuatro días al monte por el terror al castigo. Y, también como tantos héroes, conoció la mazmorra. Quizá sorprenda en esta época de tantos miramientos con los mozalbetes escolarizados que en aquellos benditos años muchas nobles instituciones pedagógicas dispusiesen de calabozos. En uno, verdadera cueva de Platón, descubrió a los nueve años el principio de la cámara oscura, pues la luz penetraba por un agujero fino y proyectaba sobre la pared las vívidas escenas de la plaza. Más adelante comprobó personalmente que el instituto de Huesca tenía una cárcel donde se encerraba a los tiernos niños durante veinticuatro horas. Pero ese no era sino un comienzo, pues llegó incluso a ser encarcelado cuatro días en los calabozos municipales de Ayerbe (¿cómo vamos a inventar algo así?) por haber experimentado con un cañón de diseño y factura propios en la portilla de un huerto.

Exacerbado pero no vencido, el progenitor buscó nuevos remedios que vinieron a dar en ponerlo primero de mancebo en una barbería y de aprendiz de zapatero después. Destacó en la fabricación de calzado fino, pero el padre desoyó las recomendaciones del patrón de dedicar al muchacho a ese arte. No se doblegó nuestro héroe, por lo que, con el aumento de la edad, su actividad pandillera ganó en armamento, organización y osadía, atacando a guardias y arrieros con riesgo de pasar de la travesura a la delincuencia juvenil. De nuevo el padre, severo pero amoroso, ingenió otros métodos, esta vez con éxito, pues cuando el mozo tenía dieciséis años se le ocurrió reclutarlo para montar un laboratorio anatómico en el granero lo que, a fin de proveerlo de materiales, exigía excursiones nocturnas al camposanto. Ningún joven lector de Bécquer podía negarse a tales excursiones. En este punto, ay, la fiera empezó a comer en la mano.

Con la entrada en la Universidad de Zaragoza, las aventuras cedieron paso a las mohosas anécdotas de clase sobre los profesores, aunque aún asomaron ciertas desmesuras, como la de pasar dos horas diarias en un gimnasio durante medio año para superar la afrenta de haber perdido un pulso, lo que le permitió además ganar un duelo a bastonazos con un rival en el cortejo de una dama. Andando el tiempo, abandonaría el ejercicio físico, justificándolo retrospectivamente con pseudoexplicaciones neurológicas del tenor de que las acciones motoras embotan el espíritu al absorber la energía asociativa de la mente, lo que –según pretende– ignoran los educadores ingleses.También más adelante abandonará por motivos parejos la práctica del ajedrez, en el que no era nada malo. Los libros de los románticos que antaño leía con fruición son ya tildados de «imbéciles lecturas» y se sustituyen por la mal asimilada ingestión de cuanto libro de filosofía encontrara en la biblioteca universitaria, desde los empiristas ingleses y Kant hasta el idealismo absoluto… y Balmes.Todo por mor de «apropiarme de los ardides de la sofística para asombrar a los amigos», excursión que lo sumió en los pantanos del idealismo y en un cierto descreimiento del que sólo se salvaron, y no es poco, la inmortalidad del alma y la existencia de una entidad regidora del universo.

Terminada la carrera de medicina, y tras un período en el cuerpo de sanidad militar durante la guerra carlista que le permitió constatar el españolismo de los catalanes, inició su última aventura al alistarse en el ejército expedicionario de Cuba, beatífica isla donde encontró su camino de Damasco. La corrupción e ineptitud tornaron a nuestro ejército impotente incluso contra el espíritu «lánguido y perezoso del criollo» y contra la no menos «lánguida y fascinadora hermosura» de las cubanas. Y, sobre todo –añadiríamos-, contra los mosquitos. El paludismo y la disentería agotaron sus fuerzas musculares y abrieron las puertas a las mentales. El viejo capitán de bandoleros cedió finalmente al sólido sentido común del padre, pues una vez licenciado y repatriado, se dedicó bajo su tutela al estudio, a la investigación y a las oposiciones tras casarse con una mujer invisible y abnegada.

La segunda parte de esta autobiografía resulta gris y tediosa desde el punto de vista dramático, pero tiene el interés de presentar un retrato disperso de las más variadas opiniones del autor y de dar un pormenor más notarial que bien articulado de sus logros científicos. Por más que las contribuciones de Ramón y Cajal transformasen radicalmente el campo de los estudios neurológicos, él mismo fue un mal historiador de su disciplina, más preocupado por registrar los detalles de sus innumerables trabajos que capaz de ofrecer un panorama global de su impacto en ella.

La imagen que se desprende en estas páginas del ciudadano (no del científico) es la de un filósofo de casino con una ideología mal articulada, ora progresista, ora retrógrada, como corresponde a su formación autodidacta y errática. Su visión de las mujeres revela el sometimiento a los prejuicios no analizados de su medio, a pesar de que parece apreciar a John Stuart Mill (a quien una errata convierte en Mili). La mujer, si es buena, es madre y esposa, teniendo como atributos centrales la propia negación, el trabajo y el sufrimiento. Su madre y su mujer son dos figuras totalmente desdibujadas en esta historia. De la segunda le atrajo su «infantil inocencia» y «melancólica resignación», pues «la armonía y paz del matrimonio tienen por condición inexcusable el que la mujer acepte de buen grado el ideal de vida perseguido por el esposo» (pp. 346-347).Al visitar los Estados Unidos de Norteamérica en 1899 se topó con que campaba allí la «locura feminista» de «solteronas típicas». Cuando unas periodistas quisieron entrevistar a su mujer, «tímida y nerviosa como buena española», para preguntarle sobre la condición de la mujer en nuestro país, el macho alfa las atajó y puso en su sitio con esta fina ironía: «En nuestro país vivimos por desgracia tan atrasados que las mujeres se contentan todavía con ser femeninas y no feministas.Y al parecer ello les basta para su felicidad y la dicha del hogar» (p. 586).

Su filosofía de café se revela en muchos órdenes.Tan pronto se declara espiritualista como un materialista dispuesto a reducir el espíritu y la razón a meras acciones celulares; tan pronto abraza el darwinismo como ve flaquear su fe evolucionista al contemplar el fino diseño de la retina que al parecer desafía la selección natural. Su concepción de la ciencia acusa un crudo positivismo decimonónico que lo hace declararse partidario de «la religión de los hechos», firmes como la roca frente la volubilidad de las doctrinas. Lejos de nosotros achacarle aquí no haber creído en el actual tantarantán de la construcción social de los hechos; pero su filosofía contrasta seriamente con su experiencia científica. Hubo de luchar continuamente para defender sus observaciones frente a las de sus émulos, por lo que no es obvio que los hechos sean tan firmes; continuamente hubo de criticar los hechos de los rivales como artefactos de técnicas inadecuadas, diagnóstico que exige una crítica de los métodos empleados desde una teoría de los procedimientos. Quizá ello se compadezca bien con que se encontrase habitualmente más cómodo en la indagación anatómica que en las interpretaciones fisiológicas, que suele tomar como adornos y aficiones que deja para otros. Así, cuando pronunció su Croonian Lecture en la Royal Society de Londres, dice haber añadido a la presentación «algunas interpretaciones fisiológicas y aun psicológicas más o menos verosímiles» para ponerse a tono con el auditorio y sin duda con su anfitrión, Charles Sherrington, que destacó en estos extremos, lo que tal vez explique que este otro pilar de la neurología no ocupe un lugar más relevante en su autobiografía. Aunque deseaba –como Sherrington– entender la fisiología de la conducta y la vida mental, sus grandes aportaciones consistieron en desvelar la constitución y conexión de las neuronas y la estructura de los centros nerviosos.

Ramón y Cajal comenzó sus investigaciones en un momento en que los conocimientos anatómicos e histológicos del sistema nervioso eran fragmentarios y en el que se desconocía en gran medida la conexión entre los aspectos estructurales y funcionales. Por ello eran continuas e inacabables las controversias tanto empíricas como teóricas que, al decir de Thomas S. Kuhn, caracterizan los períodos preparadigmáticos de la ciencia, antes de que la aparición de un logro sobresaliente o un texto fundacional consiga un consenso generalizado que oriente y dirija el esfuerzo investigador de la colectividad. A poner fin a dicha situación se dedicarían los trabajos de Ramón y Cajal desde el annus mirabilis de 1888, que cristalizarían en su Textura del sistema nervioso del hombre y los vertebrados (1897-1904) y en la no menos notable obra de su contemporáneo Sherrington, The Integrative Action of the Nervous System (1906), cuyo centenario también se celebra este año y que, no sin cierto exceso, se ha comparado con los Principia de Newton.

Antes de que nuestro hombre entrara en la palestra internacional, la visión dominante era la un tanto vaga teoría reticular de Camillo Golgi, nueve años mayor que Ramón y Cajal, con quien compartiría el Premio Nobel. Esta doctrina estimaba que los impulsos nerviosos se transmitían indiferenciadamente por todo el organismo mediante una red continua de fibras nerviosas unidas entre sí. Esta visión derivaba de la escasa resolución obtenida con los procedimientos de separación y teñido al uso. Las técnicas de Ramón y Cajal permitieron una discriminación más fina que condujo a lo que luego se llamaría teoría neuronal (el término «neurona» fue introducido por su seguidor Waldeyer-Hartz). Según esta teoría, las vías nerviosas están formadas por células separadas y discontinuas, pero en contacto, lo que permite rastrear las conexiones entre diversos centros frente a la inextricable maraña de la teoría reticular. Además, Ramón y Cajal estableció la polarización de las células, en el sentido de que la transmisión se realiza en un solo sentido, desde las arborescencias dendríticas al soma y de éste al axón (aunque en ocasiones se haga sin pasar por el soma), describiendo además las diferentes estructuras y divisiones que presentan las excrecencias extrasomáticas. Esta teoría creó un nuevo paradigma en la neurociencia, pues abrió un nuevo mundo para levantar un mapa de qué se conecta con qué y empezar a comprender el sistema nervioso. Sherrington dio luego el nombre de «sinapsis» a la brecha intercelular por la que se transmite el impulso nervioso, iniciando el estudio de la electrofisiología mucho antes de que el microscopio electrónico mostrase de forma patente la discontinuidad celular de Ramón y Cajal.

Las claves de su éxito fueron las excelentes preparaciones y el uso de materiales con estructura simple, como los procedentes de embriones, que permitían desenredar la madeja del tejido de fibras nerviosas. Empezó con las técnicas de Golgi de sales de plata, que mejoró en 1903 mediante el hallazgo del procedimiento del nitrato de plata reducido, con el que accedió al estudio fino de la estructura de las neuronas y refutó la teoría de las microfibrillas de Apathy, con la que este autor y muchos otros pretendían reavivar la doctrina reticular. Estaría aquí fuera de lugar hacer mención de la apabullante cantidad y finura de los hallazgos gracias a los cuales describió y clasificó células del cerebelo y la médula, estableció patrones estructurales del córtex y consiguió la identificación histológica de las zonas de localización cerebral. La versión francesa de su Textura del sistema nervioso, publicada en 1909-1911 con nuevas aportaciones, fue un punto de referencia de la especialidad al aclarar las estructuras básicas del sistema nervioso y sentar las bases para el estudio de lo que aún quedaba por conocer. En ella investigó anatómicamente el significado funcional de los centros, los mecanismos de operación y los patrones de desarrollo ontogenético y filogenético.Todo ello se complementaría a continuación con el análisis de la dinámica neuronal merced al estudio de la degeneración traumática y la regeneración de las neuronas, lo que plasmó en su otro gran libro, Estudios sobre la degeneración y regeneración del sistema nervioso (1913-1914). Después de la Gran Guerra, aún continuó trabajando, sobre todo en el sistema nervioso de invertebrados, y descubrió un nuevo método de teñido con sublimado de oro gracias al cual abrió el camino al estudio de la neurología que, andando el tiempo, sería importante para la investigación sobre tumores.Y, lo que no es menos importante, creó una buena escuela en el instituto fundado para él por el Gobierno, con lo que consiguió el anhelo de sus esfuerzos patrióticos: que los españoles hiciesen sonar su voz en el coro internacional.Afortunadamente, murió antes de que Franco diera al traste con todo ello.

Ha sido una buena idea reeditar este libro en el centenario de la concesión del Premio Nobel a Ramón y Cajal, aunque es una pena que la edición deje mucho que desear. Para empezar, el texto está trufado de erratas, que una somera corrección de pruebas hubiera evitado, y, para seguir, el trabajo de edición resulta pobre. No se ha confeccionado un índice analítico (algo lamentablemente típico de este país) que permita moverse con soltura por una obra tan voluminosa y que en sus dos terceras partes no es una novela, sino una memoria de investigaciones.Tampoco encontrará el lector nota alguna que explique lo que con el transcurso de casi un siglo exige comentarios y contexto. El introductor, que parece conocer bien los trabajos de nuestro hombre, apenas se aparta de sus descripciones, infectándose incluso de sus excesos patrioteros. Por ejemplo, se siente «desconsolado» porque algunos de aquí criticaran la teoría neuronal ¡siendo españoles!, y plantea en tono cuasimoral el flaquear de la fe en dicha teoría. Hay un tono hagiográfico mal avenido con una historia informativa y sobria, pues al lector actual le interesaría más bien que se le explicase sin alamares la importancia histórica y el impacto de la obra del autor: cómo estaban antes las cosas y cómo quedaron después. Es una lástima que no se haya ofrecido un análisis de las frecuentes polémicas mantenidas por Ramón y Cajal, pues, como ha mostrado la historiografía reciente de la ciencia, las polémicas son episodios cruciales para captar los compromisos teóricos y metodológicos de los grupos enfrentados, para estudiar la fuerza de los argumentos y los experimentos, la estructura de las comunidades, de la autoridad y de la comunicación, y para entender la dinámica del cambio científico. Aun así, no sería justo desestimar el esfuerzo realizado y dejar de recomendar una obra cuya primera parte encantará a todo el mundo y la segunda, a los estudiosos.

 

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