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Ases en la manga

TODAS LAS FAMILIAS FELICES

Carlos Fuentes

Alfaguara, Madrid

360 pp.

19,50 €

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«Todas las familias felices se asemejan; cada familia infeliz lo es a su manera». Carlos Fuentes, en un breve ensayo sobre sus padres, alude al aforismo de Tolstói y propone una idea opuesta y complementaria: «Formamos una familia feliz. A los ojos de Tolstói, pues, no una familia demasiado interesante. Pero, ¿quién quiere ser interesante al precio de ser infeliz?»En esto creo, Barcelona, Seix Barral, 2002, p. 87.. Obviamente, la pregunta es retórica, pero podemos reformularla de manera más fructífera en el campo de la literatura: ¿quién quiere historias felices en vez de historias interesantes? Como dijo la novelista y filósofa Iris Murdoch, la felicidad acaso escribe en blanco, o no deja rastro sobre la página. A la inversa, la literatura vive del conflicto.

Puede decirse que Fuentes, cuya vasta obra atraviesa la historia y sociedad mexicanas, adora el conflicto. En el ar­tícu­lo «Novela», de En esto creo, afirma que «debemos vernos y ver el mundo como proyectos inacabados, personali­dades permanentemente incompletas y voces que no han dicho su última palabra». Y poco más adelante: «Un mundo en rápida transformación propone, como lo sugiere Kundera, redefinirnos constantemente como seres problemáticos, acaso enigmáticos, pero jamás portadores de respuestas dogmáticas o de realidades concluidas […]. La política puede ser dogmática. La novela sólo puede ser enigmática»Ibídem, pp. 205-206.. No es poco significativa la referencia a Kundera, porque además Fuentes cree, como su compatriota Octavio Paz, en las virtudes de una literatura cosmopolita y translingüística, en permanente conversación consigo misma. Así, Todas las familias felices no sólo estudia el enigma de la vida familiar, sino que lo hace en el marco de lo universalizable. El paisaje es a primera vista México, pero México representa el mundo.

En su período tardío, Fuentes sigue siendo un experimentador dinámico. Todas las familias, desafiando los moldes genéricos, se compone de dieciséis relatos no del todo independientes (tres de ellos, por ejemplo, comparten personajes), entre los que se intercalan coros de voces anónimas similares a los de la tragedia clásica. Escritos en versículos, estos interludios simbolizan, por usar la definición que aparece en uno de los cuentos, «esa especie de coro que acompaña sin quererlo a cada citadino y se va transmitiendo de voz en voz, pasando por oídos indiferentes que desconocen su propia función de transmitir noticias» (p. 147). Esto es, la cacofonía de la ciudad. El resultado de tales contrapuntos es una forma híbrida, a caballo entre la iluminación fugaz del cuento y la resonancia interna de la novela. Indudablemente, la mezcla o indeterminación formal le interesa sobremanera a Fuentes: en su libro anterior, Inquieta compañía, los cuentos venían aunados temáticamente, mientras que La frontera de cristal se presenta como «una novela en nueve cuentos».

El estilo mismo de Todas las familias, en particular en los coros, reproduce a nivel verbal ese bullicio indeterminado. Lo culto convive con lo coloquial y los regionalismos con lo literario. A Fuentes le fascina el dialecto y su prosa es hospitalaria a la variedad lingüística de México y Latinoamérica. En una de las mejores frases del libro, un mujer le dice a su amante: «No me pigmalionices, güey» (p. 285); es decir, Bernard Shaw subtitulado en mexicano. Fuentes parece decidido además a desplegar toda la panoplia de recursos retóricos que se le conocen de libros anteriores: monólogos interiores, puntuación dislocada, lirismo descriptivo y estocadas de aforismos. Es como si su estilo estuviera pasando por una segunda pubertad. A la manera de Flaubert, disfruta incluso de utilizar clichés como elementos de caracterización; uno de sus personajes, cuya pasión son los boleros, piensa cómicamente sólo en frases hechas: «Aquel que de su boca la miel quisiera, pagaría con brillantes su pecado» (p. 13).
 

Todas las familias felices es, como puede suponerse, un título irónico. Las familias de estos cuentos no sólo son infelices a su manera, sino que son infelices de manera ejemplar. Presenciamos el enfrentamiento entre padres e hijos, las desavenencias de los amantes, los dolores del duelo, el sacrificio personal, la re­lación entre vida privada e historia, las coer­ciones del paternalismo, la política de la insatisfacción personal, el paso del tiempo y el refugio de la memoria. La variedad es en sí misma imponente. Pero el primer problema de Fuentes –un gran problema– es su sordera al pulso de lo cotidiano. Muchos de los cuentos –«Una familia de tantas», «Una prima sin gracia» o «Madre dolorosa»– se agotan en su propia ejemplaridad: exponen una idea posible de la desdicha familiar, pero no nos persuaden de una realidad intransferible. Falta el peso específico del detalle. O tomemos «Una familia armada», donde un general del ejército mexicano se enfrenta con sus hijos, uno guerrillero, el otro delator oportunista de su hermano. El general, fiel a su código de honor, perdona al primero y sentencia al segundo. ¿No es demasiado redonda la fábula? Peor aún, no se encuentra nada que no se sepa de antemano: parte del tema del traidor y del héroe y en él se consume. El mismo problema, incidentalmente, embarga a ciertas metáforas de Fuentes. En «Una familia de tantas» se dice: «Si los hijos eran alambristas en el circo de la vida, los padres serían la red de seguridad que recibía sus caídas y les impedía morir estrellados» (p. 30). Pese al circo, la idea es consabida, redundante.
Esta especie de didacticismo es uno de los riesgos permanentes de Fuentes: lo vemos plasmado, por ejemplo, en una novela insalvable como Instinto de Inez. Pero Fuentes es también demasiado inteligente, demasiado vigoroso, como para no trascender sus falencias, de ahí que Todas las familias felices no sea un intento fallido. En «El hijo de la estrella», acaso el mejor cuento de la colección, sobre un actor entrado en años que convive con su hijo discapacitado, encontramos este pasaje:

«Ahora, cuando cumples el rito de rasurarte cada mañana, empiezas a ­creer que tu antiguo rostro se pierde, aunque no de manera banal, por el simple paso del tiempo, sino de otra manera más misteriosa, más cercana, a la vez, a la vida real y a la representación teatral. Sientes que has superado todas las caras de tu vida, las del actor y las del hombre, las de la estrella y las del amante, las de papel y la de carne y hueso» (p. 314).

He aquí un momento narrativo logrado. La segunda persona recrea la intimidad del personaje, las cadencias mansas acompañan el movimiento en ralentí de la reflexión. Ni más ni menos –y no es poco–, la prosa descubre lo que descubre un hombre. La circunstancia es a la vez sumamente personal y de una conmovedora universalidad. Fuentes, después de todo, sigue teniendo escondidos algunos ases en la manga. 

 

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Ficha técnica

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