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Apariciones y apariencias

LA TRILOGÍA DE LA NIEBLA

Carlos Ruiz Zafón

Planeta, Barcelona

877 pp.

27,50 euros

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Resulta curioso comprobar cómo la mayoría de las portadas de los best-sellers actuales, engalanadas con arabescos y títulos en relieve que refulgen metálicos sobre satinados motivos nebulosos, se confunden en los escaparates con las de aquellas obras cuyo ornato reclama la atención exclusiva de los jóvenes lectores. Parece, en efecto, que muchas de las novelas más vendidas del momento han adoptado de algunos libros destinados al público juvenil una estética que refleja una motivación de fondo tan paradójica como eficaz: que no hay fórmula más provechosa para cultivar una nutrida y fiel parroquia de lectores que la de constituirla en congregación exclusiva y selecta, en hermandad unida por un secreto. El libro se exhibe y engalana, en consecuencia, como custodio de un arcano, y su autor oficia, por tanto, como mistagogo que transmite verdades veladas por la Historia o que se vale de la magia para iniciar a los iletrados en valores cívicos propios de los contenidos transversales del currículo de la ESO. Habida cuenta del éxito de la fórmula, no es de extrañar que las leyendas urbanas o las teorías conspiracionistas hayan acabado influyendo en la conciencia colectiva más que las crónicas históricas y políticas porque, a la postre, no importa que uno llegue a ser más sabio tras la lectura, lo que interesa es que salga de ella más enterado.

Desde este horizonte de expectativas, no sería descabellado recibir La trilogía de la niebla, que reúne las novelas juveniles El príncipe de la niebla, El palacio de la medianoche y Las luces de septiembre, publicadas en 1993, 1994 y 1995, respectivamente, con el recelo que provocan las obras consignadas a rellenar los silencios de un autor de moda y a contribuir, gracias al interés fetichista, a la inercia de su éxito. Una sospecha, además, que parece avalar el prólogo del volumen, en el que su autor destaca (de manera pleonástica) que en la trilogía se encuentra «buena parte del arsenal de recursos que más adelante desarrollaría en trabajos posteriores». Sin embargo, es de justicia reconocer desde el principio la honestidad literaria de esta trilogía; aunque el resultado sea en muchos aspectos cuestionable, la apuesta por la ficción y la fantasía como entidades no subsidiarias del tacho de lo cotidiano, tal y como está el patio, no es mérito baladí.

Sólo el arranque de la primera novela discurre por las transitadas sendas didácticas a las que antes me refería. La narración se ambienta en el sur de Inglaterra durante el ve­rano de 1943, tiempo de guerra en el que el protagonista, Max Carver, que cumple trece años, tendrá que afrontar un cambio de residencia familiar y de percepción del mundo. Como en todo relato de formación, el pubescente cuenta con algunos talismanes –un reloj y un libro sobre Copérnico, en este caso– que cifran el significado profundo de la fábula. Sin embargo, Carlos Ruiz Zafón prefiere –con buen criterio– sortear las posibilidades didácticas que se le ofrecen y centrar la peripecia en el relato del hecho traumático inherente a cualquier rito de paso. La trama, por tanto, que se articula sobre esquemas muy reconocibles (casa con espíritus, ado­lescentes investigadores que cuentan con la ayuda de un joven lugareño del que se enamora la hermana del protagonista, oscuros secretos familiares…), crece en intensidad (de acción) conforme va integrando los elementos sobrenaturales que explican el conflicto y que están destinados a sustanciarse en el personaje antagonista.

El palacio de la medianoche y Las luces de septiembre se urden sobre un patrón muy similar al de El príncipe de la niebla y, como en ella, tanto la intriga como el valor simbólico de la narración dependen de esa presencia espectral y diabólica cuya construcción constituye el mayor valor de la trilogía. Y no sólo porque esta figura, como todo «malo», se revista con la fascinante estética del lado oscuro, sino porque en ocasiones su maldad logra escapar, como en la literatura infantil clásica, de las lizas de la moralidad maniquea. Carlos Ruiz Zafón sabe huir de la melifluidad con que instruyen la mayoría de los catones contemporáneos y apuesta por difuminar los contornos de la responsabilidad ética; de hecho, los dilemas que se plantean (la venganza por honor, la responsabilidad mefistofélica o la alienación por la orfandad) se encarnan, siguiendo la tradición del Doppelgänger (el doble fantasmal de un ser vivo), en un personaje bipolar que propicia la interpretación dialéctica de los conflictos.

Ahora bien, partiendo de esta ambición, tal vez habría cabido esperar que las novelas hubiesen adoptado formas de expresión acordes a la entidad de ese universo. Es cierto que hay una evolución clara (y aun sorprendente si se cuenta con el poco margen de tiempo que transcurrió entre sus respectivas publicaciones) en el discurso de las tres novelas. En El palacio de la medianoche, por ejemplo, que se ambienta en Calcuta y que discurre, como El príncipe de la niebla, por cauces genéricos conocidos (los del relato de orfanato, en esta ocasión), se abandona la linealidad narrativa y se complican los tiempos, las voces (de forma redundante en los resúmenes, sobre todo) y la trama (con un desenlace demasiado dilatado). Y en Las luces de septiembre, la mejor del conjunto, hay un mayor dominio del ritmo del relato, se escamotean de modo más eficaz los resortes de la intriga y se dota de mayor pertinencia a la atmósfera.

Pero estos vestigios de habilidad narrativa (el «arsenal de recursos» al que se refiere el autor) no son tantos ni tan eficaces como para justi­ficar por sí mismos el universo de ficción plano y previsible que se advierte en muchas páginas. Hasta cierto punto, la previsibilidad podría entenderse como una consecuencia lógica del respeto a determinados clichés genéricos; la falta de profundidad, en cambio, sólo puede obedecer a una consideración del hecho ficcional y de la escritura que podría calificarse de pragmática. Porque el hecho de que Carlos Ruiz Zafón trufe su prosa con imágenes convencionales y lexicalizadas tal vez actúe en beneficio de la agilidad lectora, pero impide que el mundo narrativo amplíe su sentido con otras sugerencias. El arte de la insinuación, en definitiva, que depende del lenguaje literario más que de la configuración de los hechos, está limitado por la visión unidireccional de la fábula. Obsérvese, en este sentido, la redundante recurrencia verbal de construcciones como «lo que parecía ser», mediante las que se suministra la incertidumbre en lugar de promoverla.

Quizás a La trilogía de la niebla no le muevan los intereses espurios que avalan el vicariato de la ficción respecto a la realidad, pero tampoco logra escapar del todo de uno de sus principios básicos. Lo afirma un personaje de Las luces de septiembre: «la única moraleja que se puede sacar de esta historia, o de cualquier otra, es que, en la vida real, a diferencia de la ficción, nada es lo que parece». Ese es el problema: si en la ficción todo es lo que parece, acaso no se puedan formar lectores, sino adeptos. 

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Ficha técnica

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