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Literatura y misterio. Tres antologías de cuentos españoles

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No sé si en este momento del siglo, tan apropiado para hacer balance, se puede seguir hablando de tradiciones literarias. A estas alturas, parece que la lengua es la única tradición que nos queda, aunque amenazada por numerosos irredentismos, infiltraciones y pérdidas, porque la literatura ha entrado también en ese proceso de globalización que parece el destino de todas las grandes estructuras económicas y mentales. Quizá el simple planteamiento de la cuestión sea en sí mismo anacrónico. No obstante, y ciñéndonos a un género, el del cuento literario, la reciente aparición de tres antologías que recogen muestras del relato breve español correspondientes a la Edad Media (siglos XIII a XV ), así como a los siglos XVI y XVII, puede permitirnos algunas consideraciones sobre la vigencia del género entre nosotros. Pues el siglo XX ha mostrado que la cultura del cuento literario ha estado presente con vitalidad entre los autores españoles, y los últimos años ofrecen cierta recuperación editorial, y acaso lectora, del relato breve, haciendo ver en muchos jóvenes autores una dedicación que no sólo es testimonio de fértil invención y destreza técnica, sino también de generosidad, en tiempos en que imaginar una trama y estirarla hasta convertirla en novela, parece estar al alcance de cualquier persona medianamente pública.

En años no muy lejanos circulaba entre nosotros la idea de que los españoles apenas escribíamos cuentos, como circula la de que no escribimos memorias, y se oponía tal abandono a la al parecer enorme abundancia anglosajona en ambos campos. Los latinoamericanos pusieron de moda el cuento en lengua castellana, y sin duda su fulgor universal oscureció el que pudiera tener nuestra producción, pero ahora sabemos que en España en ningún momento, ni siquiera cuando la industria editorial le dio las espaldas al género, dejaron de escribirse cuentos. Para repasar el arte del cuento en pretéritas épocas españolas, y conocer las raíces de esa invención que sigue tan viva, las tres antologías son extraordinariamente útiles.

Maravillas y espantos titula su recopilación Silvia Iriso, que presenta veintiséis cuentos medievales, extraídos de colecciones y libros significativos, desde las venerables Calila e Dimna, Sendebar o Barlaam y Josafat hasta el Esopete Ystoriado, tras espigar también en varios centones, ejemplarios libros de caballería y otros textos semejantes. La gracia de los cuentos está en que, utilizados para apoyar la labor didáctica o el esfuerzo de los predicadores, suele fulgurar en ellos un nódulo narrativo que tiene más fuerza que las adherencias pedagógicas y doctrinales. La seleccionadora se pregunta si «no será la doctrina una máscara que esconde en realidad actitudes y placeres literarios muy semejantes a los actuales», y la cuestión es sugerente. En la curiosidad del sabio Bercebuey por encontrar las plantas y yerbas de las que sacar «melecinas que resucitasen los muertos» hay un tema suficiente para estimular la imaginación, por más que el narrador haga derivar el breve relato hacia un símbolo pedagógico. Así, resultan en sí mismas materia de invención literaria, sin perjuicio de las enseñanzas que su conocimiento o lectura comporte, la historia del horrendo diablo que toma forma de hermosa mujer para tentar al santo ermitaño o el lago cuyas aguas bullentes y abrasadoras rodean a una hermosa dama –otro horrendo diablo– y ocultan un país de gente muda («El Caballero Atrevido y la doncella del lago», de El libro del caballero Zifar). Hasta las historias misóginas del Arcipreste de Talavera, si las despojamos de sus exordios y moralejas, resultan sorprendentes o desenfadadas tramas de venganzas y engaños.

La antología presenta un panorama abigarrado en que se mezclan con naturalidad lo realista y lo fantástico en lo cotidiano. Breves ficciones sobre las relaciones humanas en la vida de cada día (Los falsos amigos, El maestro sastre y su discípulo, Los dos compañeros, La pecunia fallada), largas aventuras de enamorados en dificultades (La historia del noble caballero Paris y de la muy hermosa doncella Viana), la selección presenta un abanico representativo del imaginario narrativo medieval, en que no faltan la historia de la muchacha que se corta las manos para prevenir el asedio incestuoso de su padre ni la descripción puntual de los territorios en que gobernaba el mítico preste Juan de las Indias, que tanto fascinó la imaginación de la baja Edad Media.

Brilla con luz propia la historia de la isla en que una hija incestuosa, tras asesinar a su madre con la ayuda del padre, tiene de él un vástago de apariencia tan horripilante que su descripción puede resistir sin desventaja la comparación con los más modernos seres de lo macabro informático (La isla del diablo y el Endriago, cuento extraído del Amadís). Y en La espantosa y maravillosa vida de Roberto el Diablo, que remata la antología, encontraremos una ficción peculiar, la historia del matrimonio que, desesperado al no tener el hijo que tanto piden a Dios, deciden pedírselo al diablo, y traen al mundo a un malvado criminal que con los años se transformará en piadoso penitente. Una historia que encandiló a toda Europa y cuya sustancia se filtra en cuentos orales tan conocidos como Blancaflor, la hija del diablo y en leyendas como la montserratina de Fra Joan Garí.

De las otras dos antologías es responsable Gonzalo Pontón. Prodigios y pasiones subtitula la que recoge doce cuentos del siglo XVI, y sin duda los relatos se ajustan al enunciado. El origen de los relatos son textos ya conocidos y venerables (El Crótalon de Cristóbal de Villalón, remedo argumental de El Gallo de Luciano de Samósata; la Diana de Jorge de Montemayor; El patrañuelo, de Juan de Timoneda), pero también están presentes libros más olvidados, y hasta prohibidos en su día, como el Jardín de flores curiosas de Antonio de Torquemada, la Silva curiosa de Julián de Medrano, la Silva de varia lección de Pedro Mexía y otros. Algunos libros de caballería, como El cuarto libro del caballero Reinaldos de Montalbán que trata de los grandes hechos del invencible caballero Baldo sirve de fuente para la Historia de Falqueto, con una asombrosa metamorfosis, pero también se recoge, en otro registro temático, la historia de Abindarráez y Jarifa, a la vez amorosa y caballeresca.

El conjunto resulta muy ecléctico, con historias de curiosas conductas y rivalidades, comportamientos caballerescos, peripecias eróticas de diverso signo, en que no está ausente la ambigüedad y lo incestuoso, y una habitual incidencia de lo mágico, de lo fantástico. Hay en el conjunto hasta una historia de aire «gótico» avant la lettre, como señala el antólogo al comentar el cuento de Los peregrinos a Santiago de Julián de Medrano, en que figuran lugares apartados y tenebrosos, las fatales maldiciones del más allá y hasta un personaje jorobado buen conocedor de las artes mágicas.

Como en la selección de Silvia Iriso, la sustancia narrativa o lo asombroso del caso que se relata oscurecen y minimizan lo que pudiere haber de ejemplar en cada historia. Prima en ellas la gracia de la trama y el saberla contar, como en todos los relatos estimables. Y hay que celebrar que entre los relatos recogidos figure uno inédito hasta la publicación de la antología, De ciertas burlas que hicieron unos estudiantes una noche…, de Pedro de Salazar, en que se narran las travesuras de los susodichos con el cuerpo de un ahorcado, que les sirve de aparente reclamo vivo para estafar a diversos mercaderes y causar revuelo en un burdel.

La tercera antología, también editada por Gonzalo Pontón, recoge once cuentos españoles del siglo XVII y se subtitula Desatinos y amoríos. Más que cuentos en sentido estricto –piezas de poca extensión–, la mayoría corresponderían a lo que en su tiempo se denominó «novelas», el modelo de ficción inventado en Italia que Miguel de Cervantes popularizó entre nosotros, cuentos largos, o casi lo que ahora llamamos «novelas cortas». Algunos están extrapolados también de libros de mayor asunto y extensión, como la segunda parte del Guzmán de Alfarache, el Quijote de Avellaneda o la Vida del escudero Marcos de Obregrón.

Como es lógico, por la propia evolución del género y del arte de narrar, esta selección ofrece las muestras más logradas técnica y literariamente de las tres antologías, y algunas piezas maestras en nuestra historia literaria: la novela sobre tres maridos burlados que Tirso de Molina incluyó en el cigarral quinto de Los cigarrales de Toledo –y que, dicho sea de paso, tanto tiene que ver con el tema del durmiente despierto que originará La vida es sueño–, La prudente venganza, que Lope de Vega incluyó en la Circe como «novela segunda a Marcia Leonarda» con el título La más prudente venganza, o El castigo de la miseria, de María de Zayas y Sotomayor. En el brillante conjunto se incluye Rinconete y Cortadillo, estupendo cuadro de costumbres que se hace cuento gracias a ese final en que Cervantes, anunciándonos la continuación futura de la historia, deja en marcha de modo impecable el movimiento narrativo en la imaginación lectora. También está recogida la Historia del doctor Sagredo de Vicente Espinel.

En este caso hay también ficciones que resultan verdaderos descubrimientos, como la Historia de Nicéforo y Dárdano, de Antonio de Eslava, curioso precedente del rey Lear, o dos estupendas historias de generosidades amorosamente recompensadas por extraños caminos, La constante cordobesa, de Gonzalo de Céspedes y Meneses, y Las dos hermanas, del desconocidísimo Baltasar Mateo Velázquez. En general, los relatos muestran el mundo de la pasión amorosa, el juego de persecuciones y acosos a la mujer deseada, ajustes de cuentas, escarnios y burlas, confianzas traicionadas, trágicos equívocos y toda la utillería sentimental y dramática propia de su tiempo. La brevedad de las piezas permite que luzca con brillantez la capacidad de síntesis del género para crear escenarios y atmósferas y reflejar con certeza el clima moral y social de una época. Aunque no eran todavía los tiempos de la ficción psicológica, hay que destacar la construcción de los personajes, los pícaros y hampones, en el caso de Cervantes, el retrato del hidalgo soberbio y clasista, extraordinaria creación de Baltasar Mateo Velázquez, el refinado, cruel e hipócrita vengador de su honra que presenta Lope con extraña complacencia, o el miserable avariento, con su ceguera y engaño, que crea María de Zayas. También suele ser muy convincente, y hasta moderna, la destreza con que se utiliza el punto de vista y la voz del narrador. Sólo hay una pieza, Los peligros de la ausencia, de José Camerino, cuyo lenguaje ha envejecido demasiado, pero no deja de tener su gracia encontrársela como contraste estético de las demás.

Las tres antologías son muy recomendables, y sus breves prólogos, con el glosario que las acompaña, suficientemente esclarecedores. Recopilaciones como éstas, que rastrean en la literatura para seleccionar piezas representativas de las tramas y el modo de narrar en los antiguos cuentistas, son importantes no sólo como fuente de grata e higiénica lectura, sino para intentar fijar ciertas señales propias de una narrativa, si es que tales señales existen. Claro que sería absurdo pretender establecer una relación directa entre ese venerable patrimonio y las ficciones breves que escribimos los españoles en nuestros días, pero hay aspectos –determinadas visiones de lo burlesco y de lo macabro, y hasta la presencia intermitente de lo fantástico en mitad de la pretendida crónica de lo cotidiano– en que no sería difícil rastrear similitudes y hasta recurrencias. A mí se me ocurre que una constante en la ficción española pudiera estar, más que en la propensión realista, en la presencia usual de las restricciones de la realidad, las necesidades de comida, cobijo, vestido, a que nuestros héroes y heroínas suelen verse constreñidos. Parece que aquello que le dijo el ventero a don Quijote de que hasta los caballeros andantes, para andar por el mundo, necesitan llevar mudas de repuesto y dinero para pagar el hospedaje, es algo que está firmemente asumido por la generalidad de los escritores españoles de todos los tiempos, y que puede rastrearse sin dificultad incluso en relatos de corte fantástico.

En cualquier caso, lo que no parece ofrecer dudas es la permanencia del cuento literario en lengua castellana como género en la creación de los autores españoles desde hace siete centurias y media, lo que no está mal, incluso para quienes aborrecen hablar de tradición.

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