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Amores no siempre correspondidos

Anglomanía

IAN BURUMA

Random House, Nueva York

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¿Qué pueden tener en común François-Marie Arouet dit Voltaire, Goethe, el príncipe Hermann von Pückler-Muskau, el barón de Coubertin, Karl Marx, Alexander Herzen, el káiser Guillermo II, Theodor Herzl, sir Isaiah Berlin o el propio Ian Buruma, autor de esta notable reflexión? No otra cosa que el tic de la Anglomanía, que da lugar al título de su libro, también conocida como anglofilia o debilidad por lo inglés, una condición que a lo largo de los dos últimos siglos ha afectado perdurablemente a todos esos personajes y a otros muchos más.

Pero ¿es posible que tan desigual colección, donde se cuentan además de las dos más conocidas encarnaciones de la sagesse y die Bildung, el último monarca absolutista alemán más un noble compatriota suyo, amante de los parques, el padre francés de las Olimpiadas griegas modernas, un inerme radical ruso, quien, como el celebrado asno o perro, que tanto da, de Joannes Buridanus, se pasó la vida indeciso y como pasmado entre el liberalismo y el populismo, y varios judíos de diverso pelaje: un revolucionario que abominaba el judaísmo, un nacionalista sionista y cosmopolita –átenme esa mosca por el rabo– y dos liberales de pura cepa, uno letón y otro holandés; es posible, digo, que semejante tropa, a la que pertenecen también numerosos banqueros bilbaínos, pudiera desarrollar toda ella un tic exactamente igual, es decir, tuviesen todos ellos la misma y cabal noción de lo inglés? Buruma se inclina por el buen camino y rápidamente nos pone en antecedentes de que no. Lo inglés es cosa distinta para cada uno de ellos, a veces incluso contradictoria, y por ende mudable, escurridiza, engañosa en fin, con lo que sus anglomanías tenían texturas y pintitas de colores tan diferentes como pueden tenerlas dos chaquetas de tweed, a pesar de ser no otra cosa que dos chaquetas de tweed. Y así el general Pinochet está pagando merecidamente caro el creer que ser un gentleman era sólo cosa de tener licencia para matar y hacerse jalear por la baronesa Thatcher.

La vulgata psicoanalítica tiene una explicación para esto, como para casi todo. Un mismo sueño puede contar dos narraciones distintas. Aunque la representación sea igual, en cada ensoñación hay diversos modos de condensación de los símbolos y, por tanto, diversos desplazamientos cuyo significado varía, a menudo de forma notabilísima en cada individuo. El mecanismo de la proyección actúa de forma similar. Nuestros deseos, nuestras expectativas, nuestros conflictos se expresan elípticamente y se resuelven de modo ficticio, o aun real, cuando los representamos en otros sujetos o experiencias. Si queremos ponernos trascendentes con Feuerbach, que no andaba tan descaminado, el ser supremo de las religiones no es otra cosa que la suma de las miserias de los fieles elevada a la enésima potencia. Algo de esto se olía el Pseudo-Dionisio Areopagita cuando recordaba por si acaso que de la divinidad sólo pueda hablarse de forma apofática, tollendo ponens.

Lo cual que de Albión, más humilde que Dios, aunque tal vez no mucho más, sí puede hablarse con muchos nombres, no todos coincidentes, como sucede con la tribu de anglómanos que Buruma trae a colación. Pero no es menos cierto que su diversidad no es incontable y que sus varios argumentos suelen rendir culto en fin de cuentas a una de las dos diosas adversarias de W. H. Auden, Arcadia y Utopía. Y así lo que unos verán en Albión será una de esas deidades ctónicas que mira al pasado y lo mantiene joven, en tanto que, para otros, Britannia será la lanza de Atenea, la recta línea de la razón que se proyecta hacia el futuro.

Voltaire es uno de los más principales entre los hijos de Atenea. Entre 1726 y 1729 residió al otro lado del canal de la Mancha. Son bien conocidos sus encontronazos con el caballero de Rohan y la golpiza que recibió a manos de sus sicarios, tal vez el de Rohan se sentía demasiado caballero como para ensuciar las propias en medir las costillas (voltairiser) de alguien que no pertenecía a la nobleza. Una breve estancia en la Bastilla convenció al astuto hijo del notario Arouet de que convenía poner mar por medio. Pero también es cierto que Voltaire podía haber tomado las de Villadiego en otra dirección, hacia Suecia como lo hiciera el ínclito Monsieur des Cartes, o hacia Rusia, o hacia Berlín y Potsdam, por ejemplo, aunque por lo que le pasó en la corte de Federico II en años posteriores, parece que la de irse a Inglaterra fue una sabia decisión. Además, desde que leyera un ensayo de Miège sobre «La condición actual de Gran Bretaña e Irlanda», la idea de familiarizarse con el país de ultramar le rondaba incesante en la cabeza. Hasta aprendió la lengua.

¿Qué proyectaba Voltaire en su gira inglesa? Como cada hijo de vecino, lo que le faltaba en casa. En su caso, unas condiciones de vida en que el caballero de Rohan y sus pares no pudiesen echarle encima con alevosía impune a una partida de matones. Pero Voltaire con su inteligencia superior sabía bien que esa necesidad particular solamente estaría a salvo si ningún noble botarate pudiese tomar la justicia por su mano, es decir, cuando hubiese unas leyes que tratasen a todos por igual, sin distingos de cuna. Ese es el gran hallazgo político de las Lettres philosophiques. Por fortuna, tan ejemplar aspiración no era puro platonismo, sino que podía ser observada vivita y coleando una vez alcanzadas las blancas rocas de Dover, de donde parece traer causa lo de Albión. Allí residía el imperio de la ley, the rule of law de los anglómanos, la libertad moderna, en fin, más allá de la justicia señorial o los privilegios feudales. A la libertad la fecunda con impar afición el comercio, hoy diríamos el crecimiento económico, que suele ser condición necesaria de aquélla, pues donde no hay harina todo es mohína.

La Gloriosa de 1688, al reconocer la tolerancia religiosa, amén de algunas otras libertades públicas no indignas de mención, abrió las puertas precisamente para la expansión del bienestar económico, en contraste con lo que había sucedido en Francia tan sólo tres años antes cuando Luis XIV revocó el Edicto de Nantes e inició así una sangría con sus más emprendedores ciudadanos. Voltaire se lanza a tumba abierta en el elogio de la Bolsa londinense, «donde judíos, mahometanos y cristianos tratan unos con otros como si fueran de la misma religión y no reputan de infieles más que a aquellos que entran en bancarrota; donde el presbiteriano se fía del anabaptista y el anglicano endosa las letras del cuáquero»Voltaire, Lettres philosophiques, ed. a cargo de F. Deloffre, Gallimard, París, 1986.. El bienestar es el otro nombre de la libertad.

Sin duda, tal visión estaba tocada por un punto de utopismo. La Inglaterra del siglo XVIII no era más que una sociedad señorial, pero aún quedaban en ella numerosos vestigios del viejo orden. Todavía hoy persiste esa antigualla de la Cámara de los Lores, una de las pocas instituciones políticas de Europa en donde el derecho de la sangre o el favor real excluyen el principio electivo. Así pues, la monarquía limitada de los Hannover emergía sobre el fondo de una sociedad férreamente dominada por una elite aún ligada a la propiedad agraria, pero cada vez más unida por lazos de sangre y de fortuna con los grandes intereses comerciales, en suma, por el patriciado whig. Como ha dicho, entre otros, Roy PorterR. Porter, English Society in the Eighteenth Century, Penguin Books, Harmondsworth, 1986, pág. 64. Porter prolonga la tesis de J. H. Plumb y marca las distancias con el gran patriarca de la historiografía británica de la primera mitad del siglo XX , sir Lewis Namier, menos proclive a destacar las aristas cortantes del patriciado dieciochesco., era una sociedad muy compleja, hecha de perceptibles pero poco rígidas transacciones sociales, una sociedad estamental ya en transición hacia el orden industrial, con una considerable movilidad, que iba zapando muy de a poco los cimientos del patrocinio y la deferencia hacia el poderoso. Poco tenía que ver con la pirámide mucho más escalonada y abrupta que se daba en el resto de la Europa de entonces. La pleamar económica de los whigs, además, hizo subir a todos los barcos y eso facilitaba el llevar con mayor desenvoltura la carga del contrato social, apoyado por una fiera legislación penal que convertía a los pobres en delincuentesE. P. Thompson, Whigs and Hunters, Penguin Books, Harmondsworth, 1975.y hacía que muchos de ellos encontraran prematura muerte en el fatídico árbol de TyburnD. Hay y otros, Albion’s Fatal Tree, Penguin Books, Harmondsworth, 1975..

Todo sumado, sin embargo, esa tácita economía moral parecía más llevadera para la mayoría de los británicos que los sobresaltos del siglo anterior o que las delicias del absolutismo continental, aunque no fuera aún la libertad de los modernos. En tales circunstancias, los intentos jacobitas de restaurar el viejo orden dinástico, feudalizante y catolicón estaban llamados al fracaso, y al romántico Bonnie Prince Charlie en 1746 Cumberland le dio su merecido en Culloden.

En la realidad, pues, el movimiento inglés hacia la utopía racional era mucho más lento y sinuoso de cuanto creyera Voltaire. Al cabo, otros grandes devotos del ascenso de la razón británica, la mayoría exiliados de 1848, hubieron de pasar para su desazón por un amargo aprendizaje que a algunos les llevó a trocar su anglomanía en anglofobia. El más conocido, tal vez, fue Karl Marx que de saludar los disturbios domingueros del 24 de junio de 1855 contra el Trade Bill con aquello de «la revolución inglesa empezó ayer en Hyde Park»I. Buruma, Anglomanía, cit., pág. 118., oh santa impaciencia revolucionaria, dio en ver a su país de adopción como un cementerio de revoluciones, en donde hasta los proletarios eran burgueses. Digamos por si puede servir de descargo que en la primera fecha el hombre acababa prácticamente de llegar a Londres y aún no había visto lo que eran unos buenos disturbios del pan, habitualmente tan feroces como pasajerosG. Rudé, The Crowd in History, Serif, Nueva York, 1995..

Otros muchos se quejarían con él de la inconstancia de la amada. Para Alexandre Ledru-Rollin que en 1849 había llegado a ser, por dos horas, presidente de la República francesa, Inglaterra no había sido capaz de alumbrar una cultura y unos valores realmente beneficiosos para la humanidad. En Mazzini, su amor por Albión chocaba constantemente con la escasa afición británica por el republicanismo y la exaltación. La política exterior británica desmentía a menudo los ideales proclamados de la libertad para todos y se vendía en el mercado de los intereses mercenarios. La única excepción en este coro de plañideras era Herzen, que decía saber, tal vez había leído a Burke, la necesidad de conciliarse con la historia y las tradiciones si es que la libertad ha de florecer.

Pero ¿hasta dónde habría de llegar el pacto? Una vez entreabierta la compuerta, por ella se precipitan los otros anglómanos, los feligreses de la Arcadia feliz. Y lo hacen con tanto ardor que, en el límite, lo único que ya importa son las tradiciones inglesas o las tradiciones a secas, el alma de las naciones, sin preguntarse si éstas pueden legitimarse al margen de las instituciones que hicieron germinar la libertad. Algo así se había atisbado ya en la recepción germánica de Shakespeare. Las primorosas traducciones de August Wilhelm von Schlegel, uno de los primeros románticos teutones, al tiempo de popularizarlo entre las clases burguesas de la nonnata nación alemana, le dan al bardo de Stratford un tinte sobre todo estético y sajón; ahora es, sobre todo, un genio nórdico, el cantor de una sociedad de héroes que no podía parangonarse con la Inglaterra mercantilista y demótica que tanto impresionó a Voltaire.

Goethe, que comenzó admirando en Shakespeare el paradigma de la cultura nacional que al contemplar la catedral de Estrasburgo ambicionaba para sí y para la aún inexistente Deutschland, echa al cabo por el mismo atajo de Schlegel y le convierte en el epítome del clasicismo weimariano que complementaría a aquélla. La anglomanía de Goethe transformaba a Shakespeare y, de paso, a Albión en una Kultur, en un aliento estético sin nexo alguno con su compleja realidad. Con Herder, Inglaterra, como los demás Völker, es sobre todo un carácter colectivo, una nación, una unidad de destino en lo universal en la que resalta el fulgor de la cultura nacional y, por cima, el poder, mejor sin contrapesos democráticos, porque uno sabe dónde empieza la democracia, pero nunca dónde puede acabar. Quedaba allanado el camino, aún un siglo hasta ser macabramente inaugurado, pese a los esfuerzos del káiser Guillermo II por hacerlo antes, para que los capitostes nazis pudiesen reunirse en 1940 en Weimar a celebrar el aniversario de Shakespeare, justo mientras planeaban invadir Gran Bretaña y sustituir la rule of law por el Führerprinzip. Gloria a Macbeth y Gloucester, vergüenza para Otelo y Falstaff. Ya sabemos lo que hicieron con Shylock. La patraña arcádica se onaniza con la conversión de las juventudes hitlerianas en «los Nuevos Isabelinos, jóvenes, vigorosos, comandados por un señor poderoso»I. Buruma, Anglomanía, cit., pág. 67..

Claro que si los alemanes lo habían hecho, también otros pueblos podrían convertirse en naciones. Bastaba con seguir la misma receta, dotarse de un pasado nacional, así fuese éste verdadero o hubiese que inventarlo. Si los bávaros podían vestir su tracht, por qué no habrían de ser verosímiles los tartans y los kilts escoceses, tan fruto de la fábula como aquéllosH. Trevor-Roper, The Invention of Tradition: The Highland Tradition of Scotland, en E. Hobsbawm y T. Ranger (eds.), The Invention of Tradition, Cambridge UP, Cambridge, 1983. De entre los increíbles tipos y pillos que allí aparecen uno no puede por menos de quedar rendido ante los hermanos Allen.. Durante el siglo XIX se asiste a una verdadera carrera en pelo por ver quién muestra mayor imaginación en esto de inventarse o ilustrar ensaladas protonacionalistasE. Hobsbawm, Nations and Nationalismsince 1870, Cambridge UP, Cambridge, 1990, cap. 2. También E. Gellner, Nations and Nationalism, Cornell UP, Ithaca, 1983.. La ikurriña es un ejemplo entre mil, no por más cercano menos inquietante, y dan ganas de ser lapidario junto con Buruma para recordar que allí donde la identidad política de la democracia es inexistente, allí germinan la insensatez histórica y el populismoI. Buruma, Anglomanía, cit., pág. 77.. Normalmente con atroces resultados si se les deja sueltos.

Nadie seguramente aprendió esta lección de modo tan amargo como los judíos alemanes. Shylock aceptaba invitaciones de los goyim sólo porque en ello podía haber ocasión de negocio (But yet I’ll go in hate, to feed upon the prodigal Christian… For I did dream of money-bags tonight), pero desde comienzos del siglo XIX fueron legión los judíos alemanes, el padre de Marx uno de ellos, que querían en verdad asimilarse con su nación en agraz, apostasía mediante si fuere menester.

La asimilación con dignidad resultó imposible. Cuanto más se parecían a los alemanes, tanto más abominaban éstos de los judíos. El pangermanismo, que había contenido al inicio un grano de liberalismo, lo echó de su boca, se tornó agrio, racista, wagneriano. Los que no supieron reaccionar a tiempo iban a aprender el terrible significado de la palabra shoah. Otros hallaron una nueva patria en Inglaterra o en los Estados Unidos y de entre ellos saldrían algunos de los más justificadamente encendidos anglómanos anónimos. Otros, en fin, siguieron el sueño de Herzl en la patria sionista que, por cierto, a punto estuvo de ser Uganda.

El aristocrático Herzl soñaba con que cada sionista fuera un gentleman y que la capital del estado judío se embelleciese con jardines ingleses. Basta con pasear por Jerusalén para caer en la cuenta de que no se ha podido conseguir lo segundo. Si, además, una mayoría de judíos llega alguna vez a empeñarse en buscar su identidad en las aleluyas nacionalistas o en el fundamentalismo religioso, lejos de la anglomanía volteriana y democrática, es bien posible que tampoco cuaje su primer y más importante sueño. Tal parece que esto valga también para cualquiera otra condición.

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