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Volar cerca del viento

André Malraux. Una vida

OLIVIER TODD

Tusquets, Barcelona

Trad. de Encarna Castejón

752 págs.

23,08 €

L’amitié André Malraux. Souvenirs et témoignages

HENRI GODARD

Gallimard, París

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Esculpiré mi propia estatua», afirmó el joven André Malraux. Siempre conseguía más de lo que se esperaba de él y acabó creando un coloso. Puede que algunos escritores franceses del siglo xx hayan sido intelectualmente más agudos (Sartre, Aron) o estilísticamente más dotados (Gide, Céline), pero en cuanto a pura energía, aliento épico y amplitud de intereses, ninguno parece acercarse a Malraux.

Sobresale, por encima de todo, porque fue un hombre de acción, no sólo de palabras. En la década de 1920, Malraux viajó al Lejano Oriente, denunció los males del colonialismo asumiendo riesgos personales y siguió escribiendo novelas innovadoras sobre las luchas revolucionarias en China. Combatió en la guerra civil española y vivió para escribir otra obra maestra sobre ella. A partir de 1945 el aura de Malraux, como genio literario y como cabecilla de la resistencia contra los nazis, fue verdaderamente impresionante. Se convirtió en la mano derecha del general De Gaulle y, posteriormente, en su ministro más prominente, al tiempo que encontraba tiempo para escribir libros sobre historia del arte que introdujeron al público francés a todas las grandes civilizaciones, empezando por la babilonia. Cuando dieron lugar a una serie de televisión, Malraux deslumbró a los espectadores, como había hecho con toda una generación de intelectuales, con su erudición, sus tics faciales y su modo de hablar entrecortado. Cuando murió, en 1976, ningún estudiante francés podía concluir el bachillerato sin que le hubieran pedido comentar las declaraciones del gran hombre sobre la vida, la muerte y el arte. Por lo que respecta a su papel de amanuense de un estadista histórico y testigo de sus pensamientos más íntimos, no cabe encontrar equivalente alguno entre los grandes escritores de ningún país, tal y como señaló el propio Malraux en su libro de recuerdos sobre De Gaulle.

Para quienes sospechen que esta reputación podría ser algo exagerada, la biografía de Olivier Todd les resultará esclarecedora. Este libro, fruto de una formidable labor de investigación, no va a arrojar a la estatua de Malraux de su pedestal, pero sí que consigue dejarla en el sitio que le corresponde. La portada marca el tono. Todd no ha elegido el retrato del apuesto escritor treintañero, con sus cabellos revueltos por el viento y un cigarrillo en sus labios, que aparece en las portadas de otras biografías, así como en la edición de sus obras de la Pléiade. En esa famosa fotografía, Malraux parece el yerno con el que sueña cualquier padre: distante, seguro de sí mismo, heroico. Por contraste, el rostro que nos mira desde la cubierta de este libro tiene unos ojos sombríos, hipnóticos y se apoya estudiadamente en una mano, en una actitud de intensidad reflexiva. El Malraux de Todd tiene el aire de ese hombre que se las da de interesante y contra el que todas las madres previenen a sus hijas.

El lado sórdido de Malraux no fue nunca un secreto. Abandonó el colegio a los diecisiete años para negociar con libros de segunda mano y vagar por ahí con artistas, apostando correctamente a que su sabiduría de la calle y su talento verbal le resultarían más útiles en el París bohemio que en la Sorbona. Su pasión por el trapicheo no lo abandonaría nunca y finalmente haría de él un hombre rico. Malraux fue noticia por primera vez cuando tenía veintidós años: tras organizar una expedición «arqueológica» a la selva camboyana, fue capturado por las autoridades coloniales francesas cuando se largaba llevándose varias estatuas que había arrancado de un templo budista. Fue juzgado y condenado por robo, pero lo liberaron en segunda instancia después de que sus amigos artistas de París organizaran un escándalo.

Todd cuenta bien esta historia, al igual que las posteriores y menos difundidas cacerías de objetos y los negocios sucios de Malraux en Asia. Biógrafos más favorables, como Jean Lacouture (1973) o Curtis Cate (1995), han tendido a presentar estos episodios como la otra cara de la moneda del amor que Malraux sentía por el arte y su interés por otras civilizaciones. En el relato de Todd no se encuentran este tipo de excusas, y es justo que así sea. Estas historias son fascinantes en sí mismas; tratar de infundirles cualquier significado más profundo sería quedarse prendado de la ofuscación malrauxiana.

Todd muestra que Malraux no era simplemente un embaucador, sino también un mentiroso patológico. Quienes leen sus escritos autobiográficos, especialmente las Antimémoires (1967), se quedan impresionados con el incesante fanfarroneo y las constantes menciones de gente importante: Mao, Kennedy, Nehru, Trotsky… Malraux sólo conoce a hombres excepcionales, participa en todos los acontecimientos históricos y siempre muestra valor en las situaciones comprometidas. Todd hurga en los archivos y expone la maraña de medias verdades y auténticas trolas en las que descansa buena parte de la reputación de Malraux. Nunca fue, como mantuvo, un miembro del Kuomintang en los años veinte: sus dos novelas chinas, Les conquérants y La condition humaine, se basaron en un par de breves visitas a China, habladurías y su propia imaginación. Tampoco vio una gran dosis de acción en la guerra civil española: al frente de un escuadrón aéreo internacional, su principal papel estaba en la retaguardia. Malraux pretendía haber sido herido en combate, pero la única herida que sufrió en España fue una pierna magullada después de un despegue chapucero.

La mayor mentira de todas guarda relación con su papel en la Resistencia. Malraux luchó valerosamente al frente de una unidad que creó en los últimos meses de la ocupación alemana. Pero su afirmación de haber sido uno de los primeros líderes franceses en la clandestinidad –que le ayudó a obtener el codiciado título de «Compañero de la Liberación», la Legión de Honor y la Orden a los Servicios Distinguidos británica– carecía por completo de fundamento. Pasó la mayor parte de la guerra tratando de pasar inadvertido en el centro de Francia y sólo en marzo de 1944 logró entrar a formar parte de la Resistencia, unas semanas antes del desembarco aliado.

Todd no desacredita sistemáticamente a Malraux. Da crédito cuando merece ser dado y, viniendo de un crítico tan duro, cualquier elogio suena especialmente auténtico. Malraux, escribe Todd, poseía una extraña capacidad para pasar de lo ridículo a lo sublime y conseguir que las cosas sucedieran. Después de su ridícula aventura camboyana decidió reinventarse como un prominente defensor de los pueblos oprimidos de Indochina. Vendió su último Picasso falso para recaudar fondos y fundó un periódico en Saigón que conocería un éxito inmediato y que se convertiría en una espina para los administradores coloniales franceses. Malraux mostró una visión y una resolución similares durante la guerra civil española. Desde el principio defendió que los republicanos necesitaban aviones y que Francia tenía la obligación de ayudar. Presionó incansablemente a los ministros en Madrid y París. En unas pocas semanas, el hombre que nunca había llevado un arma o volado un avión estaba al frente de un escuadrón internacional. Él mismo se concedió el rango de teniente coronel (nunca había sido siquiera un soldado raso), una graduación que con el tiempo sería reconocida por las autoridades españolas. Y, lo que es más crucial, Malraux se ganó el respeto del variopinto grupo de mercenarios curtidos y voluntarios idealistas a cuyo mando estaba.

A veces uno se siente obligado a admirar el descaro del Malraux impostor. A lo largo de toda su vida cultivó el mito de que había conocido a Mao en China en los años veinte. Lo cierto es que los dos hombres coincidieron una única vez, en 1965. Malraux, por entonces ministro, se encontraba de visita privada en Pekín y tras muchos ruegos le concedieron una entrevista con el Gran Timonel. Todd, citando documentos diplomáticos, muestra que un apenas amable Mao sólo le contó perogrulladas a un más que ansioso Malraux. Las Antimémoires , sin embargo, describen un encuentro de grandes mentes en el que se habló de guerra, hermandad, revolución y religión. Sobre la base de este relato espurio, Richard Nixon convocó a Malraux a la Casa Blanca en 1972 cuando aquél estaba a punto de tener un encuentro (verdaderamente histórico) con Mao.

Malraux se encontraba entonces debilitado por la depresión y el alcohol pero, impulsado por la emoción de conocer a otro líder mundial, voló a Washington y le dio a un asustado Nixon una grandiosa charla sobre geoestrategia, comunismo y los misterios de Oriente. «Encontrará a un hombre que ha tenido un destino fantástico», le dijo a Nixon. «Probablemente pensará que le está hablando a usted, pero en realidad estará dirigiéndose a la muerte.»

Todd es especialmente esclarecedor cuando habla de los vínculos de Malraux con los comunistas. Aunque creía firmemente en la Revolución, Malraux no fue nunca un marxista y criticó a los burócratas del Komintern en algunas de sus novelas. Sus coqueteos con Moscú comenzaron después de que Hitler ascendiera al poder. Malraux sintió que la principal prioridad era la lucha contra el fascismo; no había que provocar el antagonismo de los aliados soviéticos. Él y André Gide fueron los principales activos intelectuales de Moscú en Occidente, y eran especialmente valiosos porque se los tenía por pensadores fieramente independientes. Después de que Gide se pasara a la realidad en 1937, Malraux se convirtió en el único y más influyente promotor de las causas comunistas en nombre del antifascismo. Sus actividades como simpatizante en los años treinta están documentadas públicamente. Lo que Todd revela es hasta qué extremo llegó este celo prosoviético. Malraux sentía que había que sacrificar la verdad en favor del interés político. Sabía que los comunistas estaban dando caza a los anarquistas españoles pero, al contrario que Orwell, optó por no mencionar la guerra civil dentro de la guerra civil.

Malraux también sabía muy bien que los juicios en Moscú eran una farsa, pero se negó a condenarlos en público. Le dijo a Georges Bernanos, un católico reaccionario que denunció el fascismo en España y en otros países: «Tú elegiste escribir la verdad en contra de tu partido. Yo nunca pude escribir la verdad en contra del Partido Comunista». Lo que es peor, intentó impedir que otros lo hicieran. Cuando Gide le mostró el manuscrito de su revelador Retourde l’URSS , Malraux sugirió que aquél no era el momento de hablar mal de la Unión Soviética y que la publicación había de posponerse. Como señala Todd, Malraux se halla cerca de una visión leninista de la ética política: la verdad es cualquier cosa que resulte útil al partido, y la falsedad todo aquello que le sea perjudicial.

A partir de 1945, concluida la amenaza nazi, Malraux vio el estalinismo como el principal peligro en su país y en el extranjero, una posición reconfortante dado el control que entonces tenía el Partido Comunista de la vida intelectual francesa. Pero ¿en qué credo se basaba la política de Malraux? Evidentemente, no la fe en el sistema parlamentario, ya que él y De Gaulle lo acusaban de todos los problemas de Francia. Tras buscar en los escritos de Malraux pistas en torno a sus ideas políticas subyacentes, uno se queda impresionado por su pobreza. Para él, la palabra «revolución» nunca perdió su mística. Cuando se reunió con Mao, Malraux, que tenía entonces sesenta y cuatro años, ensalzó al «más grande de todos los revolucionarios desde Lenin». Porque Vladimir Ilich también fue un gran hombre y el hecho de que creara un estado policial es irrelevante. Lenin, nos informa Malraux, «se quedó muy sorprendido por la necesidad de la Cheka». Como Lenin fundó la policía secreta soviética, esto equivale a decir que Hitler se quedó sorprendido por la necesidad de la Gestapo. Conceptos como democracia, derechos individuales, imperio de la ley y totalitarismo eran ajenos a Malraux. Como observa Todd, su filosofía política se basaba en poco más que el culto al héroe. La historia la hicieron gente como Alejandro, Napoleón, Lenin, Gandhi, Mao; y Francia sólo podía ser salvada por De Gaulle.

¿Y qué hay del pensamiento artístico de Malraux? El número total de sus escritos sobre el tema es impresionante: La Psychologie de l’art (tres volúmenes), Le Musée imaginaire de la sculpture mondiale (tres volúmenes), La Métamorphose des dieux (tres volúmenes), más varias monografías. Pero las ideas de Malraux sobre la cultura son tan esquivas como su filosofía política. Malraux nunca se demora en un solo lugar, o en un solo artista, durante más de media frase: Braque, Dante, Vermeer, Beethoven y Rodin aparecen mencionados en una carrera sin resuello a través de los siglos. En el centro de su pensamiento se halla la idea de que con el paso del tiempo todas las grandes obras escaparán a la civilización en la que nacieron y se unirán en un único mundo de verdades eternas, o, en palabras de Malraux, «un reino donde un dios mexicano pase a ser una escultura y deje de ser un fetiche, donde las naturalezas muertas de Chardin se unan con los reyes de Chartres y los dioses de Elephanta en una presencia común, el primer mundo del arte universal». Malraux no analiza ninguna de estas obras en detalle: deja esta labor a los simples expertos. El problema es que el lector no tiene ninguna idea clara de lo que está hablando. Todd defiende que estas pontificaciones son la antítesis del tipo de historia del arte erudita y accesible practicada, por ejemplo, por Kenneth Clark y Ernst Gombrich.

Todd es más benévolo con Malraux como novelista. En sus primeros libros, los personajes tienden a ser estereotipos y el estilo acartonado, pero aprendió rápidamente. Logró tener buena mano para las escenas de aventuras, especialmente las basadas en sus propias experiencias. Al fin y al cabo, ganar el Premio Goncourt a la edad de treinta y dos años, como hizo Malraux, no es algo nada habitual. El comentario de Todd sobre La voie royale, una animada historia basada en su expedición camboyana, es probablemente cierto y aplicable a la ficción de Malraux en su conjunto: «encuentra un lugar respetable entre Joseph Conrad y Julio Verne».

Pero uno saca la impresión de que Malraux no confiaba en sus propios poderes literarios. ¿Por qué, si no, elegía títulos tan portentosos como La condition humaine –en contraposición a, digamos, «Alzamiento en Shanghai»– o L’espoir, en vez de «Homenaje a la España republicana»? Del mismo modo, las memorias de Malraux tienen que ser Antimémoires ; el relato de su roce con la muerte tras una infección de pulmón en 1972 se titula Lazare y su libro sobre De Gaulle, Les chênes qu’on bat («robles talados», una cita de Hugo).

De un egomaníaco de este calibre podría esperarse que en la vida real fuera insufrible. Pero, según todos los testimonios, Malraux era el más encantador de los hombres. Podía ser tonto (Todd escribe que en una ocasión hizo que su compañera metiera las bolsas de la compra en un ascensor porque «cuando el general De Gaulle lleva bolsas, deja de ser De Gaulle»), pero nunca vengativo. Malraux estaba demasiado ocupado esculpiendo su propia estatua para perder el tiempo en contiendas insignificantes. Durante la purga de intelectuales franceses posterior a la guerra, firmó una petición en favor de Lucien Rebatet, un colaboracionista pronazi que había escrito cosas terribles sobre él.

L’amitié André Malraux es una colección de testimonios previamente publicados de amigos famosos y no tan famosos. Lo que resulta aquí más sorprendente es que todos ellos supieron ver a través de las mentiras y el autoengrandecimiento, a pesar de lo cual no pudieron dejar de admirar y querer a Malraux. Su amigo Eddy du Perron (a quien está dedicada La condition humaine ) le brinda un tributo especialmente conmovedor. En una novela con personajes reales bajo nombres ficticios publicada a mediados de los años treinta, Du Perron cita a Clara Malraux –cuyo tempestuoso matrimonio con André finalizó en divorcio una década más tarde– afirmando cuán impresionada había quedado con la amabilidad de Malraux desde el comienzo de su relación. «Estaba convencida de que todos los hombres inteligentes eran abominablemente crueles», afirmó una (temporalmente) aleccionada Clara. «Encontrarlo en aquel momento fue lo más inteligente que hice nunca.»

Otro testigo de la decencia de Malraux es Raymond Aron, un amigo de toda la vida. Los dos no podían ser más diferentes: Malraux el exaltado, el revolucionario, el profeta, y Aron el introvertido, el liberal precavido, el racionalista. Pero los dos congeniaron desde el momento en que se conocieron, en 1932. Aron, entonces completamente desconocido, fue muy consciente de la superioridad de Malraux «y lo admitió sin amargura». Con el tiempo, la aprobación que hizo Aron de Malraux como escritor sería menos rotunda: «Un tercio genio, un tercio falso, un tercio incomprensible», escribió. Esto podría aun pecar de exceso de generosidad y es una prueba de que, hasta el final, el carisma de André Malraux podía llegar a ofuscar las mejores cabezas.

Traducción de Luis Gago.
© The Times Literary Supplement
www.the-tls.co.uk

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