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Constitucionalismo español

LA CONSTITUCIÓN DE 1931

Santos Juliá

520 pp.

56 Ä

LA CONSTITUCIÓN DE 1876

Joaquín Varela-Suanzes Carpegna

464 pp.

54 €

LAS CONSTITUCIONES NO PROMULGADAS DE 1856 Y 1873

Isabel Casanova Aguilar

496 pp.

55 €

LA CONSTITUCIÓN DE 1869

Manuel Pérez Ledesma

504 pp.

55 €

LA CONSTITUCIÓN DE 1845

Juan L. Marcuello Benedicto

464 pp.

54 €

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Hay planes editoriales que, en su misma dificultad y envergadura, cuesta solo imaginar. Y más en un momento en que vender libros –cuando menos, cierto tipo de libros– se ha convertido, en no pequeña medida, en una hazaña. Pese a ello, la editorial Iustel ha tenido el coraje comercial de acometer un proyecto que estaba sin hacer, por más que fuera obvia la urgencia de ponerse con él manos a la obra: llevar a cabo una completa edición crítica de todas y cada una de las Constituciones aprobadas o proyectadas en España desde comienzos del siglo xix hasta que, al final del siglo XX, se elaboró la que está hoy vigente. Esta reseña tiene, por eso, un carácter especial, pues no se refieren en ella un libro o dos, sino nueve exactamente: los correspondientes al Estatuto de Bayona (1808); a las Constituciones de 1812, 1845, 1869, 1876, 1931 y 1978; al Estatuto Real 1834 y la Constitución de 1837; y a las Constituciones no promulgadas de 1856 y 1873.

 
El desafío, como parece fácil de entender, era complejo, pero los editores tuvieron el acierto de poner su proyecto en manos de un director, Miguel Artola, que a su condición de gran historiador aúna otra que no resultaba para el caso menos relevante: la de ser un coordinador que, además de estar dispuesto a elegir a sus colaboradores sin más norte que el de su valía intelectual y sus conocimientos, lo estuviera también a mostrarse con todos ellos inflexible hasta el punto en que hay que serlo para que lo que se le ha encargado no acabe embarrancando en un mar de incumplimientos y demoras. El resultado final de la combinación de todas esas circunstancias está bien a la vista: por primera vez contamos con los textos de todas las Constituciones españolas –vigentes en su momento o frustradas antes de su final puesta en vigor– en una edición que resulta de extraordinaria utilidad para los interesados en nuestra historia política y constitucional. El modelo al que se ajustan tales ediciones, por lo demás, es siempre el mismo: en primer lugar, un extenso y documentado estudio preliminar, que sitúa el texto (o textos) de que se trate en cada caso en su marco histórico preciso y analiza el proceso constituyente que condujo a su elaboración, estudio realizado por un especialista en la Constitución o, en todo caso, en el período; tras ello, el texto mismo de la respectiva o de las respectivas leyes constitucionales; y, finalmente, un amplio apéndice de documentos, relacionados con la Constitución y/o con el período en el que aquella se elabora, que viene a suponer en extensión, en términos generales, las dos terceras partes de cada uno de los volúmenes de la colección. Los nombres de quienes de ellos se hacen responsables, historiadores o constitucionalistas, no dejan lugar a dudas sobre el alto valor del producto final que se ofrece a los lectores. 
 
Más allá del interés y calidad particular de cada uno de estos nueve volúmenes, que resumen ciento sesenta y seis años de historia política y constitucional española, lo cierto es que la obra dirigida por Artola supone, vista en su conjunto, un paso muy notable, respecto de lo que, en esa esfera científica, estaba hasta la fecha disponible. Y ello porque desde que el constitucionalista Luis Sánchez Agesta –si es que cabe calificar de ese modo a quien pretendía serlo en un país sin Constitución– publicara en el ya remoto año 1955, y en el Instituto de Estudios Políticos de la época, su pionera Historia del constitucionalismo español, las aportaciones de conjunto sobre la evolución de nuestro constitucionalismo se habían limitado a lo siguiente: a nuevos intentos de contar resumidamente toda nuestra historia constitucional, de entre los que destaca, a mi juicio, el breve pero excelente ensayo de Jordi Solé Tura y Eliseo Aja (Constituciones y períodos constituyentes en España. 1808-1936, aparecido en 1977 y luego reeditado sin cesar por la editorial Siglo xxi); o a ediciones conjuntas de los textos constitucionales españoles, a los que se añadía, en el mejor de los casos, un breve estudio introductorio general. Ello no quiere decir, desde luego, que desde que, con la aprobación de la Constitución de 1978, se reasienta en España la normalidad constitucional no se recuperase también una tendencia, que ha ido incrementándose poco a poco, a investigar a través de estudios monográficos nuestro pasado constitucional, pues, lejos de ello, en estas tres últimas décadas han apareciendo innumerables trabajos –bien es cierto que de calidad no siempre coincidente– sobre aspectos particulares de la historia constitucional española. Algunos grupos de profesores –de manera muy especial, el de constitucionalistas que, en la Universidad de Oviedo, encabeza Joaquín Varela-Suanzes– se han destacado en esa línea investigadora, realizando aportaciones al conocimiento de nuestro pasado constitucional que son ya sencillamente indispensables.
 
De todo ese conjunto de aportaciones, y de esta nueva y fundamental obra que ahora se reseña, cabe deducir una conclusión que, en gran medida, pone en solfa una tesis que, acuñada sobre todo por los llamados hispanistas, acabó por asentarse, también entre nosotros, con ese marchamo, difícil de remover, de las verdades evidentes por sí mismas y sobre las que huelga, en consecuencia, cualquier demostración: la de la singularidad española. Constitucionalmente hablando, España habría sido, así, durante las dos últimas centurias un país distinto a todos los europeos de su espacio geopolítico, como lo demostraría el gran número de Constituciones aprobadas (o intentadas) a lo largo de su historia y la escasa vigencia de la mayor parte de las mismas. Spain was different: de eso ha pretendido convencérsenos a fuer de destacar como elementos singulares algunos que parecían serlo por el simple hecho de que, quien los afirmaba como tales, no tenía delante de sus ojos (porque no quería o no sabía) elementos de comparación que le permitieran constatar o refutar la verocidad de sus asertos. Pues la verdad histórica es que la evolución constitucional española no fue durante el siglo XIX (el siglo XX, como ahora comentaré, por desgracia fue otra cosa) muy distinta de la de otros Estados europeos. 
 
Nuestra primera Constitución, la 1812, data los orígenes (cierto que fugaces) del constitucionalismo español en un momento que puso a España por delante de todos sus vecinos europeos, con las únicas excepciones de Inglaterra, Francia y Suecia. Y aunque es verdad que la historia del constitucionalismo español fue la de un constante tejer y destejer (en el que, subrayémoslo, los tejedores moderados o conservadores tuvieron mucho más trabajo que los progresistas y avanzados), lo es también que algo parecido ocurrió en otros Estados europeos, entre los que Francia fue sin duda el principal: las siete Constituciones que estuvieron vigentes en España entre la de 1812 y 1931 no son pocas, desde luego, pero menos que las once que rigieron en Francia en idéntico período. Finalmente, no cabe duda de que mientras que la monarquía inglesa (y las nórdicas, con ritmos diferentes) se parlamentarizaban a lo largo del siglo XIX, y Francia, ante la imposibilidad de hacerlo, optaba por iniciar, en 1870, ya sin retorno, el camino del republicanismo, España vivió, tras la aprobación de la Constitución de 1876 y la implantación, de su mano, del régimen político de la Restauración, un sistema de parlamentarismo invertido, en el que el rey designaba al presidente del Gobierno para que aquel intentara componer un parlamento a su medida, en lugar de ser la correlación de fuerzas existente en el seno de este último la que determinaba el nombramiento de jefe de Gobierno por parte del jefe del Estado. Pero tampoco en esta esfera el caso español fue tan distinto de otros europeos: así sucedió, también, en gran medida, en Italia y Alemania, tras la consecución de su unidad nacional, así aconteció en Portugal y así, en fin, en los pocos Estados europeos que, fuera de los previamente nombrados, habían accedido al constitucionalismo.
 
¿Cuál fue, por tanto, nuestra singularidad? La del siglo XX, aunque tampoco de todo él en realidad. Es conocido que tras la crisis de la monarquía alfonsina en 1931, España se incorpora con cierto retraso al constitucionalismo democrático del período de entreguerras, que, además de vigente en las monarquías europeas ya parlamentarizadas (la británica y las nórdicas) y en alguna república aislada (la francesa o la suiza), se amplió con la aprobación de Constituciones de tal naturaleza en Finlandia y Alemania (1919), Checoslovaquia, Austria y Polonia (1921), Albania (1925), Grecia (1927) y ya, finalmente, España (1931). El auge de los autoritarismos que precedió al inicio de la Segunda Guerra Mundial se llevó por delante, sin embargo, una buena parte de esas democracias, incluida la española, que naufraga tras la tragedia de una brutal sublevación militar y una guerra civil devastadora. Pero, a diferencia de lo que sucede en los países que, tras el final de la contienda, no quedan bajo el dominio soviético, y logran recuperar, en consecuencia, sus instituciones democráticas (Alemania, Italia y los países ocupados), España deberá soportar una larga dictadura, que convierte finalmente al siglo xx en nuestra más destacada, y desastrosa, singularidad. Por eso, cuando España recupera al fin las instituciones democráticas de la mano de la Constitución de 1978, todas las naciones de Europa occidental (salvo Portugal durante un largo período y Grecia durante uno mucho más breve) llevaban casi cuatro décadas viviendo en democracia.
 
El lector bien informado que maneje cualquiera de los documentadísimos volúmenes que componen este gran proyecto cultural de la editorial Iustel podrá comprobar, quizá con sorpresa, que ni nuestro liberalismo revolucionario fue distinto del francés o el portugués, ni nuestra monarquía constitucional tan diferente de la francesa, la italiana o la alemana, ni nuestro republicanismo tan diverso del vigente en Europa en el período que medió entre las dos guerras mundiales. La auténtica peculiaridad constitucional española sería fundamentalmente por eso, a la postre, la derivada de la larga dictadura franquista que se asentó en España en medio del desinterés, cuando no de la activa falta de solidaridad, de gran parte de las democracias europeas. Aunque claro, el franquismo, como es obvio, no tiene, porque no puede tenerlo, un espacio en esta historia. Porque la historia del constitucionalismo es siempre, en todas partes, la de la construcción progresiva de la libertad y no la de su destrucción por la fuerza de las armas.
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