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Amansar a los hombres

Music as medicine. The History of Music since Antiquity

PEREGRINE HORDEN

Ashgate, Aldershot

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Se dice que fue Friedrich von Ardenberg, el poeta romántico alemán más conocido como Novalis, quien afirmó que toda enfermedad era un problema musical; su cura, una solución también musical. Esta concepción de la música como panacea, que ha seducido a tantas generaciones a lo largo de la historia, es precisamente la que Music as Medicine trata de evitar desde el principio. Sorprendentemente, no nos encontramos ante una defensa a ultranza de la musicoterapia, como cabría esperar en una obra dedicada a trazar una historia del poder curativo de la música a través de diferentes espacios y culturas. Muy al contrario, el propósito de su editor (y auténtico factótum, algo que muy pocas veces sucede en recopilaciones de este tipo) es, como queda advertido ya en la introducción, ofrecer una revisión histórica del tema, desterrando los tópicos e investigando hasta qué punto lo que se conoce actualmente como musicoterapia tuvo esa consideración en el pasado.

Para ello, la obra propone un ameno recorrido desde la Antigüedad clásica hasta nuestros días en el que, de forma sistemática, erudita y escéptica, el lector se deja cautivar por las visiones de figuras de la talla de Pitágoras, Platón o Marsilio Ficino, sin olvidar por ello la práctica médica, a menudo tan desligada de las teorías sobre la «música de las esferas» defendidas por los filósofos. Y es que si algo se deduce de la lectura de este libro es que nada o muy poco tenían que ver las conclusiones de poetas y pensadores con los tratamientos recomendados por los médicos, para quienes la música no pasaba de ser, por lo general, una forma más de distracción o alivio, como la buena conversación, el vino, los baños o el ejercicio físico.

Pero entonces, ¿qué tenía la música para que, a diferencia del resto de los remedios habituales, se convirtiera tan a menudo en el auxilio más recurrido y ensalzado? ¿Por qué ya desde tiempos muy remotos se confiaba en su capacidad para aplacar la ira de los antepasados, a quienes se creía responsables de enviar las enfermedades desde el otro mundo? Sin llegar a reivindicar la existencia de una continuidad histórica en la práctica de la musicoterapia, lo cierto es que dos ideas aparecen como constantes a lo largo del libro. Una, que la regularidad (ya sea rítmica o armónica) de la música podría aliviar o incluso recomponer las irregularidades o desequilibrios del ser humano. La otra, que cada tipo de música se correspondería con un determinado carácter, actitud o estado de ánimo.

Partiendo de esa convicción, común a tantas culturas, acerca de la íntima conexión entre la música y las emociones humanas (y, asimismo, entre éstas y la salud), el libro se nutre de la interminable cantidad de ejemplos en que se muestran las asombrosas virtudes sanadoras de la música. Si para Platón el cuerpo era instrumento musical y el alma, afinación; si, a su vez, el alma mortal basaba su afinación en los mismos principios matemáticos de orden y proporción que regían el universo, ¿qué mejor medio que la música para sintonizar el espíritu de cada individuo con el alma del mundo, unión en la que se basaba toda armonía y todo bienestar? Esa sería, muchos siglos después, la teoría sostenida por los llamados neoplatónicos, algunos de los cuales, como Marsilio Ficino (una suerte de Orfeo reencarnado para muchos de sus contemporáneos), llegaron a defender que sólo la música era capaz de crear un estado de conciencia tal que permitía al intérprete (o, en su caso, al oyente) acceder a un tipo de conocimiento suprarracional y, en consecuencia, a la liberación de las ataduras del pensamiento lógico.

Menos entusiastas que sus predecesores, muchos tratadistas del Medievo, recomendaron, no obstante, la música como remedio eficaz para sus pacientes por considerarla capaz de afectar profundamente tanto a las «facultades» como a los «accidentes» del alma, esto es, tanto a los sentidos internos (imaginación, sentido común y memoria, fundamentalmente) como a los afectos. La música, valorada en mayor o menor medida por quienes reflexionaban sobre sus potencialidades, ofrecía la característica peculiar de su doble función, ya que era capaz bien de calmar, bien de excitar o estimular. Dicha ambivalencia, reconocida ya en los dos famosos modos griegos dórico y frigio (el uno solemne y representado por la lira de Apolo; el otro emotivo y apasionado, expresado a través del aulos, la flauta doble de la antigua Grecia), llegaría a constituir, de hecho, la clave de la música como dispensadora de salud. Pocos mitos han tenido tanto calado en la cultura occidental como el de Orfeo y su lira amansando a las fieras; en su transposición bíblica, el exorcismo lo realiza David para aplacar la furia de Saúl, su perseguidor. Enfermos de amor, melancólicos, coléricos, posesos…: para quienes bailaban en la cuerda floja de las emociones la música era el acicate que conseguía despertar las pasiones vivificadoras y el bálsamo que apaciguaba las obsesiones más enquistadas.

Hasta ahí el mundo de los filósofos y los poetas, cuya trascendencia se dejaría sentir no sólo entre los idealistas del Renacimiento sino también entre personalidades tan complejas como las de Robert Burton o el jesuita Athanasius Kircher. Pero, como apuntábamos al principio, el principal mérito del libro no radica en sus inspiradas páginas sobre la música «divina», que tanto placer procuran al lector, sino más bien en el desafío que supone la confrontación de todos esos esquemas con la experiencia real de la enfermedad. Es ahí donde la parte dedicada al tarantismo cobra un relieve fundamental, ya que, como pocas veces en la historia, representa un auténtico testimonio de la aplicación de la música a la curación de una dolencia al margen de las categorías médico-religiosas dominantes. No es mucho lo que puede añadirse sobre el tema a la genial e insuperable aportación del gran antropólogo italiano Ernesto de Martino (quien ya en 1959 iba a dejar sentada la interpretación cultural acerca de la supuesta picadura de la tarántula, de los males que provocaba y de su posterior curación mediante la música y la danza principalmente), pero las reflexiones que la relectura del fenómeno provoca en los autores del libro sobre la importancia del contexto simbólico-cultural en cualquier forma de curación resultan definitivas para cuestionar las supuestas capacidades milagrosas de la música.

La última parte del libro, dedicada a las corrientes modernas de la musicoterapia durante los siglos XIX y XX, resulta –en comparación con el resto– deshilvanada y desigual. Con la excepción de algunos momentos brillantes, como los que nos transportan al ambiente de ciertos hospitales ingleses de finales del siglo XIX en los que llegó a contratarse a músicos profesionales para aliviar a sus pacientes, el tono general decae. No en vano, este declive coincide con la época en que comienzan a agotarse las interpretaciones globales, así como con el fenómeno reciente de la profesionalización de la musicoterapia como disciplina autónoma. No obstante, la espina dorsal que recorre todo el libro, esto es, la polémica sobre si la música cura por su impacto físico, emocional o cultural, encuentra su razón de ser precisamente al final, una vez recorrido el camino de manos de los dieciséis autores que firman la obra.

No puede decirse que todos los capítulos estén a la misma altura. Como es de esperar en cualquier colección de ensayos, las diferencias entre unas y otras contribuciones son sensibles, de modo que, junto a pequeñas obras maestras del género (entre las que deben mencionarse las aportaciones de Martin West, Angela Voss, Peter Murray Jones o David Gentilcore, por citar solamente cuatro de las más destacables), se deslizan algunos artículos cuyo tono más academicista y limitado consigue rebajar la euforia y el entusiasmo que casi siempre transmite la obra. No obstante, y esa es una de las principales virtudes del libro, Peregrine Horden consigue enlazar sutilmente todo lo escrito de manera a un tiempo pedagógica y honda a través de sus constantes intervenciones, presentadas bajo la forma de comentarios a las cinco partes en que se divide Music as Medicine. Su labor de guía/editor se convierte así en uno de los aspectos más originales y, por qué no decirlo, dignos de imitación si pensamos en la cantidad de volúmenes compilatorios que a diario se publican sin ton ni son, como si la sola coincidencia temática justificara su edición conjunta.

Son muchos los motivos por los que merece la pena adentrarse en esta historia de la música entendida como medicina, muchas las reflexiones que suscita y que nos invitan a retrotraernos a los tiempos, no tan pretéritos pero sí olvidados, en que cada experiencia musical constituía un acontecimiento vital de primer orden, una excepción armoniosa en medio del silencio, el ruido o la furia. Hoy en día la música mecanizada –omnipresente y utilizada abusivamente para provocar emociones a la carta– ha pasado a ser un objeto de consumo más en la mayoría de los casos. Está ahí, en todas partes, la oímos pero apenas la escuchamos, viene y se va por su propio pie, y sólo de tanto en tanto nos conmueve, como un lejano vestigio de lo que fue.

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