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Todo lo que nunca deseó estudiar sobre biotecnología molecular y que tampoco quiso preguntar

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LECHUGAS SIN GENES

Recientemente, un periodista, que compartía una ensalada con un biólogo, exclamó: «¡Si yo sólo aspiro a que la lechuga que yo tenga que consumir no tenga genes!». Cuando el biólogo le explicó que al comer ésta no había más opción que engullir unos 25.000 genes del genoma de Lactuca sativa y varios miles de genes adicionales correspondientes a los genomas de los microorganismos que habitual y cómodamente habitan en la superficie de las turgentes hojas, el periodista quedó atónito.

Según un eurobarómetro de hace unos meses, más de dos tercios de los europeos estaban en contra de los alimentos transgénicos. Sin embargo, en la misma encuesta se incluía una aseveración –los tomates normales no tienen genes, los transgénicos sí– frente a la que también más de dos tercios de los encuestados se mostraban de acuerdo o confesaban su ignorancia. Es una lástima que dicho eurobarómetro no registrara la proporción correspondiente al encabezamiento «no saben, pero sí contestan», aunque es fácil colegir que dicha fracción era alta y en extremo vergonzante. Resulta evidente que la ciencia como consenso social avanza que es una barbaridad.

Se ha debatido con vigor respecto a las consecuencias negativas de la marginación que el estudio de las lenguas y culturas clásicas sufre en nuestro sistema educativo. También se ha señalado con razón el peligro de que nuestra juventud crezca sin memoria de nuestra herencia histórica. El propósito de esta reseña es contribuir a paliar una carencia cultural no menos grave que las recién mencionadas. Me refiero al desconocimiento generalizado que tenemos de los conceptos más elementales relativos a nuestra biología y a la de las especies vivas que nos rodean.

Los avances de conocimiento biológico y de la biotecnología destacan en el panorama científico-técnico de este fin de siglo y han impregnado las más diversas vertientes de nuestra vida cotidiana sin que se haya aceptado que un mínimo de estos conocimientos debería formar parte integral de la cultura general. La ignorancia de los hechos básicos relativos a nuestra herencia genética o a nuestra alimentación se considera incluso de buen tono. Esto se refleja de entrada en el caos semántico que se ha creado en torno a la biotecnología, del que hay que culpar no sólo a la ignorancia del ciudadano sino también a la torpeza de los científicos y a la dictadura de los medios de comunicación. Es preciso despejar este caos si queremos entendernos a partir de la ciencia y no a sus espaldas.

UN LENGUAJE EXTRAVIADO

Términos tales como organismos genéticamente modificados (OGM), alimentos transgénicos, ingeniería genética, ADN recombinante, transferencia génica, clonación, alimentos naturales, mejora genética e, incluso, biotecnología han invadido nuestro lenguaje cotidiano sin orden ni concierto. A estas alturas empieza a ser difícil normalizar la situación, pero tratemos de contribuir a ello.

La definición de biotecnología abarca a todas las tecnologías mediadas por un ser vivo o por partes de él, sean éstas células o enzimas aisladas. Bajo esta definición se incluyen desde la propia agricultura, inventada hace diez milenios, y la fabricación de las veinticuatro clases de cerveza mesopotámica, que tanto gustaban a Nabucodonosor, hasta la última forma de producir insulina humana. No es apropiado, por tanto, usar el término de forma restringida para referirse exclusivamente a los últimos avances basados en la biología molecular. Para esto último resulta más adecuado el uso de la expresión «biotecnología molecular», que da título al primero de los libros reseñados, libro que cubre todas las tecnologías asociadas al manejo del ADN en el tubo de ensayo.

Casi todo lo que ponemos en nuestra mesa ha sido genéticamente modificado. La domesticación de plantas y animales supuso una alteración muy drástica de sus genomas y la mejora genética subsiguiente ha ido añadiendo modificaciones extensas y sustanciales. Lo importante es la naturaleza de los cambios introducidos y no los métodos empleados para ello. De hecho, la ingeniería genética es sólo uno de esos métodos –una modalidad más de mejora genética– y sólo sirve para modificar uno o pocos genes de forma muy selectiva. No serviría para obtener razas de perro tan distintas –en su tamaño, morfología y temperamento– como el chihuahua y el pit bull terrier, que en cambio han surgido de la mano del hombre gracias a los métodos genéticos más tradicionales. En consecuencia, resulta absurdo denominar OGM sólo a los productos de la ingeniería genética para contraponerlos a los supuestamente «naturales».

Casi nada de lo que ponemos en nuestra mesa es natural, hasta el punto de que la mayoría de los organismos de los que derivamos nuestro alimento han perdido su capacidad de sobrevivir por sí mismos en la naturaleza. Es más, para llegar a nuestra mesa han debido sufrir alteraciones genéticas que les priven de infinidad de sustancias naturales que son tóxicas o inhibitorias para el ser humano. Una variedad moderna, modificada por ingeniería genética, está tan lejos de ser natural como las que la precedieron. ¡Por fortuna! Ya que es obvio que natural no es sinónimo de inocuo.

Se consideran organismos transgénicos aquellos cuyo genoma ha sido alterado por ingeniería genética o, si se prefiere, por sastrería genética, ya que las operaciones fundamentales de esta vía experimental consisten en cortar y coser (unir) piezas de ADN. Un gen es un tramo de ADN (una secuencia construida con las bases A, T, G, C) que, en general, determina una proteína (una secuencia de aminoácidos), de acuerdo con las equivalencias plasmadas en la clave genética. Mediante la nueva tecnología se puede alterar un genoma por la adición de uno o varios (pocos) genes que previamente no formaban parte de él o por la inutilización de uno o varios genes entre los ya existentes. Estas operaciones se hacen para conferir caracteres deseables y para eliminar caracteres indeseables del organismo, respectivamente, objetivos que no difieren de los de la mejora genética tradicional.

En lo que difieren la vieja y la nueva tecnología es en el repertorio génico que se puede manejar –genes de la misma especie, en el caso de la vieja, y de cualquier especie, en el de la nueva– y en el modo de introducir y transferir la modificación genética, por vía sexual o por adición exógena (transformación), respectivamente. Los organismos modificados por transformación se suelen denominar transgénicos. Llamar transgénicos a los alimentos derivados de dichos organismos resulta menos apropiado porque, como dice el refrán, «degradado es todo gen que entra por boca de cristiano». Es absurdo llamar transgénico al azúcar procedente de una remolacha transgénica, ya que es un producto químico puro, esencialmente indistinguible del aislado de la remolacha normal o de la caña de azúcar.

Lo que llama más la atención a los que no son especialistas es que se pueda extraer el ADN de cualquier organismo, aislar de él genes concretos, modificar y recombinar éstos en el tubo de ensayo –el ADN no debe llamarse recombinante porque no se recombina a sí mismo– y devolverlos al mismo organismo o a otro distinto del de partida. Al experto no le sorprende esto porque sabe desde hace muchas décadas que los genes no son más que moléculas.

Se clona una molécula de ADN, una célula o un organismo si se multiplican de forma idéntica por cualquier procedimiento. La clonación, por tanto, no implica introducir alteración genética alguna, aunque lo previamente alterado pueda ser clonado y lo clonado pueda ser expresado transgénicamente. Para clonar un gen, un tramo de ADN, una vez aislado, disponemos de métodos abióticos y bióticos. Un cierto tipo de enzima permite producir miles de copias de una pieza de ADN mediante un ingenioso dispositivo de multiplicación en cadena; una especie de «clonación química» en el tubo de ensayo. Alternativamente, podemos introducir el gen en una célula –sea de la bacteria Echerichia coli, de la levadura de panadería o de cualquier otro organismo– para obtener copias de él cuando se multiplique la célula en cuestión. En el centro de todas estas tecnologías está el gen como entidad física y es imprescindible hacer una breve digresión sobre dicha entidad si queremos entenderlas.

DOS GRACIAS DEL GEN

El orden de las bases que, como eslabones, se engarzan para formar un gen confiere a éste su singularidad. En los cientos de bases que constituyen un gen está escrita –con sólo cuatro letras, las mencionadas A, T, G, C– una pieza de información compleja. De izquierda a derecha, el gen comprende primero un tramo, llamado promotor, en el que está codificada la información relativa a su programa de expresión. Combinaciones de secuencias cortas dentro del promotor determinan en qué momento del desarrollo o de la vida del organismo y en qué tipo de células ha de expresarse el gen, así como a la intensidad de dicha expresión. Al promotor le sigue la llamada región codificante, que contiene la información constructiva, los «planos» del producto génico, de la proteína. Cuando hablamos de la intensidad de la expresión génica, nos referimos al número de copias de la proteína codificada que ha de fabricarse por cada célula.

Las proteínas son también macromoléculas formadas por el encadenamiento de elementos estructurales: los veinte aminoácidos distintos que las componen. A cada gen, a cada secuencia de bases en su parte codificante, le corresponde una proteína, una secuencia de aminoácidos. El conocimiento de la clave genética nos permite traducir el lenguaje en cuatro signos del ácido nucleico al de veinte signos de las proteínas: cada secuencia de tres bases (tripleta) en el ADN determina un aminoácido en la proteína. Como el número de tripletas posibles a partir de cuatro signos es de 64, más de una tripleta distinta determina un aminoácido dado. El lenguaje del ADN es redundante.

Dos gracias, pues, tiene el gen: la informática, que reside en el promotor, y la arquitectónica, representada por la región codificante. La ingeniería genética puede operar en el tubo de ensayo sobre ambas regiones. Un gen aislado no tiene atributo alguno que de forma obvia lo identifique como procedente del elefante o del geranio; representa tan sólo la información correspondiente a una pieza entre las decenas de miles que componen un organismo.

La capacidad de extraer, estudiar y modificar cada una de las piezas que componen un ser vivo ha sido la llave de un avance revolucionario del conocimiento biológico, una poderosa herramienta para averiguar los secretos de la maquinaria vital. Las aplicaciones derivadas de este avance, que han seguido a los descubrimientos básicos sin solución de continuidad, se conocen con el nombre genérico de biotecnología molecular. Esta es la materia que cubren los dos primeros libros objeto de esta reseña: de una forma más extensa y completa el de Glick y Pasternak y de un modo más sucinto, aunque suficientemente eficaz, el de Izquierdo Rojo. Ambos libros, en inglés uno y en español el otro, ofrecen al lector, según su ambición y capacidad de trabajo, la oportunidad de informarse debidamente sobre estas cuestiones. Tratemos de animarle mediante una breve síntesis a modo de introducción.

LAS OPERACIONES BÁSICAS

Las operaciones básicas de la ingeniería genética consisten en cortar de forma reproducible la doble cadena de ADN y en soldar o unir tramos de ADN en el orden requerido. Las herramientas que permiten hacer estas operaciones son enzimas (proteínas) con las propiedades catalíticas (facilitadoras) apropiadas que se aíslan de los organismos más diversos. Son centenares las herramientas enzimáticas distintas que se pueden encontrar en los catálogos comerciales para realizar todo el variado repertorio de alteraciones a que podemos someter al ADN in vitro.

La caracterización de un gen aislado incluye la determinación de su secuencia de bases, la lectura de la información genética que contiene plasmada en una sucesión determinada de las letras (las bases) A, T, G, C. Y una de las alteraciones funcionales más simples que pueden introducirse consiste en cambiar el promotor original de dicho gen por el de otro, creando así un gen quimérico, lo que supone una programación distinta para la síntesis de la proteína codificada y determina que ésta se acumule en tejidos distintos de los originales cuando el gen es devuelto a un ser vivo.

La introducción de un gen aislado en una célula viva –proceso al que hemos denominado «transformación»– plantea al menos tres problemas: el de su acceso al interior de la célula, el de su replicación (copiado) para transferirse a las células descendientes de la transformada y el de su expresión (funcionamiento) en la propia célula transformada y en sus descendientes. Cuando sólo se quiere multiplicar el ADN, no es necesario que el gen se exprese. Para cumplir estos requisitos, se recurre a un vector o vehículo de transformación, que no es más que una pieza adicional de ADN, con las características apropiadas, a la que se une el gen de interés.

El diseño de vectores es muy variado, según las células a transformar y los fines de la transformación. Sin embargo, todos los vectores tienden a imitar los modos como se resuelven esos mismos problemas en la naturaleza. El ADN desnudo es susceptible de ser incorporado (engullido) desde el exterior por distintos tipos de células, aunque con baja eficiencia. Cuando se requiere una mayor eficiencia, puede recurrirse a incluir el ADN en el interior de una partícula de virus o, como en el caso de la transformación de plantas, en un tipo de bacteria que es capaz de transferir una parte de su ADN a una célula vegetal. Los métodos más exóticos de transformación incluyen la microinyección de células embrionarias, en el caso de los animales, y el microbombardeo con la llamada «pistola génica», que se aplica en plantas. En este último caso, se revisten unos proyectiles microscópicos, de oro o de wolframio, con el ADN que se desea introducir y se disparan mediante un ingenioso mecanismo, lo que les permite atravesar la pared de la célula sin causar la muerte.

Una vez dentro de la célula blanco, el gen foráneo puede integrarse o no en un cromosoma de ésta. Si lo hace, se replicará al tiempo que el genoma del que ha entrado a formar parte. Si no lo hace, se replicará de forma independiente, provisto que el ADN que le sirve de vehículo contenga las señales apropiadas para ser reconocido por la maquinaria de replicación de la célula hospedadora. El gen introducido dará lugar a la síntesis de la proteína correspondiente si su promotor es apropiado para dicha célula.

FACTORÍAS UNICELULARES

Una vez descritos con brevedad los fundamentos de la biotecnología molecular conviene ilustrar su potencial con ejemplos concretos de aplicación. Las plantas y animales transgénicos han capturado desde el principio la imaginación pública. Sin embargo, los primeros productos de la ingeniería genética que han aparecido en nuestra vida cotidiana han sido generados por células en cultivo: células sin membrana nuclear (procarióticas), como es el caso de la bacteria Escherichia coli, y células con núcleo de organismos unicelulares, como la levadura de panadería, o aisladas de organismos superiores.

Como se ha indicado, los genes codifican proteínas, que son macromoléculas capaces de desempeñar muy variadas funciones biológicas, al actuar como enzimas (catalizadores biológicos), hormonas, anticuerpos, etc. El objetivo biotecnológico más sencillo consiste en producir grandes cantidades de una proteína mediante el cultivo de las células apropiadas. Este es el caso de muchas proteínas de interés farmacológico, tales como la insulina, la hormona del crecimiento o el interferón, o de interés industrial, tales como las enzimas llamadas proteasas, que se usan en los detergentes, o las llamadas amilasas empleadas en panificación.

Los microorganismos se han usado empíricamente en procesos biotecnológicos tradicionales entre los que son bien conocidos la obtención de yogourt (producción de ácido láctico) o la de vino y cerveza (producción de alcohol). Por ingeniería genética se pueden modificar los microorganismos para que actúen como agentes en la producción de muy diversas moléculas de interés práctico. Citemos en este contexto la posible fabricación de vitaminas (p. ej., vitamina C), de nuevos antibióticos y de tintes tradicionales, como el índigo, cuya obtención a partir de la planta del índigo es prohibitiva por lo costosa.

Otra vertiente importante del uso de los microorganismos alterados por ingeniería genética como agentes biológicos tiene que ver con los procesos de biodegradación. En unos casos, se trata de sustratos de difícil transformación que en potencia podrían rendir compuestos útiles. Así, a partir de polisacáridos como la lignocelulosa se pueden producir azúcares e incluso alcohol. En otros casos, el problema que se resuelve es el de la contaminación del medio ambiente por sustancias que hasta ahora no eran biodegradables.

ANIMALES Y PLANTAS TRANSGÉNICAS

Ya he tratado en esta revista los avances más relevantes de la biología molecular en relación al Homo sapiens (Revista de Libros, n. o 18, 23-27, 1998; n. o 23, 3-7, 1998), por lo que excluyo a esta especie de la presente reseña. En lo que se refiere a los animales transgénicos, la mayor parte de la investigación se ha centrado en el ratón y, una vez resueltos los aspectos metodológicos, se han desarrollado estrategias similares para la transformación de vacas, ovejas, cabras, cerdos, pájaros y peces. Aunque se espera poder mejorar las propiedades productivas tradicionales de los animales domésticos en un futuro próximo, como por ejemplo, hacerles resistentes a ciertas enfermedades, las primeras aplicaciones prácticas que se han intentado introducir han encontrado dificultades técnicas y de aceptación. Sin embargo, progresa rápidamente la explotación del enorme potencial de la ingeniería genética para alterar la capacidad sintética de la glándula mamaria de especies tales como la vaca, la oveja o la cabra. Dicha glándula es una auténtica fábrica de proteínas. En el caso de la vaca, es capaz de producir unos 350 kilos de proteína al año, por lo que basta que una mínima parte de esa proteína sea producto del trans-gen apropiado para que media docena de vacas transgénicas sean capaces de abastecer el mercado mundial de una proteína de interés farmacológico y alto valor añadido.

En las aplicaciones de la ingeniería genética a las plantas cultivadas se han realizado mayores progresos que en las relativas a los animales, a pesar de que el problema de la transformación se resolvió antes en los animales que en las plantas. En la actualidad, se cultivan plantas transgénicas en más de 40 millones de hectáreas, distribuidas por una docena de países. Este avance se ha dado en las plantas porque se prestan más fácilmente que los animales a las alteraciones transgénicas, al ser organismos menos integrados funcionalmente y más plásticos desde el punto de vista genético.

La primera generación de variedades vegetales transgénicas responde a los dos retos que viene enfrentando la agricultura en las últimas décadas: producir más por hectárea y hacerlo con un menor impacto ambiental por tonelada de alimento producida. Entre las características alteradas, destacan las que afectan a la reproducción –por ejemplo, las manipulaciones que facilitan la obtención de híbridos– y las que tienen que ver con la protección de los cultivos frente a factores bióticos adversos, tales como plagas y enfermedades.

El mayor rendimiento de los híbridos (vigor híbrido o heterosis) se viene explotando durante las últimas décadas en todas aquellas especies en que, como en el maíz, la obtención de semilla híbrida era comercialmente viable. Ahora, la ingeniería genética ha venido a hacer viable económicamente la obtención de semilla híbrida en otras especies importantes, tales como la colza. La obtención de variedades resistentes a plagas o a enfermedades contribuye al doble objetivo de aumentar el rendimiento, al disminuir las pérdidas, y de permitir una agricultura más limpia, al ahorrar cantidades significativas de productos agroquímicos, que así dejan de incorporarse al medio.

Las alteraciones genéticas que acabamos de describir no afectan en absoluto a las propiedades organolépticas de los alimentos derivados de las variedades en cuestión: si la variedad original da frutos óptimos en lo que se refiere a textura, sabor y aroma, también lo hará la transgénica derivada de ella. No hay gran incentivo para alterar los caracteres propios del alimento y, en esencia, seguiremos comiendo lo mismo que ahora, si así lo deseamos. Sin embargo, sí existen intereses sectoriales para que se alteren características de ciertos alimentos que tienen que ver con su procesamiento industrial y su transporte. A esta segunda categoría de objetivos pertenece la obtención de tomates con menor contenido en agua para que la pasta que se obtenga sea más espesa o la de patatas con mayor contenido en materia seca para facilitar la fritura industrial.

Una tercera generación de variedades transgénicas está representada por aquellas que incorporan características que previamente no eran propias de los vegetales, objetivo que supone una ruptura radical con respecto a los que eran abordables por los métodos de la mejora genética clásica. Entre estos objetivos cabe mencionar ejemplos muy variados: la producción de plásticos biodegradables, aceites de interés industrial, vacunas, hormonas y otros productos de interés farmacéutico, así como plantas útiles en la descontaminación de suelos. Algunas de estas aplicaciones, como la producción de plásticos, requieren grandes extensiones de suelo laborable y, en ciertas circunstancias, podrían competir con la producción de alimentos por bienes escasos, como son el suelo laborable y el agua para el riego.

PERCEPCIÓN SOCIAL

La percepción social de los productos transgénicos está siendo muy dispar para los distintos campos de aplicación. Se puede decir que en el área biomédica se aceptan sin grandes reparos, lo que no es de extrañar porque en medicina están mejor asumidos los conceptos de necesidad, beneficio y riesgo, y el enfermo está acostumbrado a leer en los prospectos sobre contraindicaciones y efectos secundarios. Sobre el gran potencial de la ingeniería genética como arma de defensa frente a la degradación ambiental apenas existe consciencia pública y, en cambio, con respecto a la vertiente agroalimentaria de esta tecnología existe un rechazo manifiesto y una considerable confusión. El libro de Alan McHughen contesta a todas las objeciones con gran rigor científico y fiabilidad.

Es tan inapropiado generalizar sobre los riesgos de la tecnología transgénica como hacerlo sobre la del acero. Es obvio que se pueden fabricar armas biológicas y alimentos peligrosos, tanto con esta tecnología como por los métodos tradicionales. Sin embargo, la aprobación de las aplicaciones biotecnológicas se hace caso por caso, según procedimientos cuyos rigor no tiene precedentes en la historia de la innovación científica y técnica. Estos procedimientos tienen en cuenta todas las causas imaginables de riesgo, lo que no quiere decir que garanticen el riesgo nulo. Si se aplicaran los mismos criterios que a los transgénicos al resto de los productos presentes en el supermercado o en la farmacia, habría que vaciar sus estanterías.

En América y en Asia no se ha producido el rechazo irracional que esta nueva tecnología está sufriendo en Europa. En esta parte del planeta se descubrieron la penicilina y los anticuerpos monoclonales, se desarrollaron métodos de obtención de imágenes de interés médico y se solicitó la primera patente para transformar plantas. Sin embargo, todas esas tecnologías fueron explotadas al otro lado del mar. En estas tierras padecemos una creciente incapacidad patológica para aprovechar nuestros conocimientos.

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