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Acerca de lo intolerable de la intolerancia

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Tomo la escena de mi best-seller favorito, en el que ya se dijo todo. Jefté, el bandido que ha llegado a ser rey de los gaaladitas, acaba de infligir una tremenda derrota a sus vecinos efrainitas, arrojándolos a la orilla opuesta del Jordán. Numerosos fugitivos efrateos acuden en desbandada a buscar refugio en el lado victorioso fingiendo pertenecer al pueblo que les ha sometido. Se impone distinguir a unos y otros, cerrar el paso al enemigo. A Jefté –que también es sabio: llegará a juez de Israel-se le ocurre una ingeniosa prueba lingüística para separar a unos de otros. Llegados a este punto, cedo la palabra a Casiodoro de la Reina, que lo va a explicar en mejor castellano. Entonces decíanle: Ahora pues, di Schibolet («espiga» o, quizás, «río»); y él decía Sibolet, porque no podía pronunciar así; entoncesechábanle mano y degollábanlo junto a los vados del Jordán. Y murieron entonces de los de Efraim cuarenta y dosmil (Jueces, XII: 6).

Una fricativa alveolar sorda desenmascara al Otro y desencadena la violencia. En un ámbito más cercano, un cuento acerca de una invasión de ratas que mancillan una Arcadia aria e idílica, por ejemplo, podría también hacerlo, agitando odios, instituyendo diferencias. Ningún lenguaje es del todo inocente cuando se piensa en la intolerancia. Hubo quien creyó que, a estas alturas del milenio, el Progreso y la Democracia habrían acabado con el odio; estupideces. Wolfgang Sofsky plantea en un desalentador tratado, que ahora puede leerse en francés, la condición central, constante y eterna de la violencia humana, su capacidad de transformarse y de reaparecer, de causar placer en quien la ejerce y también en quien la tolera y en quien la observa. Para Sofsky, la reiteración monótona de la violencia a lo largo de la historia se encardina en nuestra condición: un día u otro, dice, cualquiera es capaz de disfrutar de la agonía o del sufrimiento de un semejante, de un «enemigo». Podemos entender la violencia: explicárnosla. Hijos de una tradición europea nos repugna la que se ejerce (ejercemos) sobre el débil: mujeres, niños, ancianos. Pero comprendemos, podríamos hasta justificar otras violencias: ¿acaso no se ejerció antes contra nosotros? ¿Cómo no alegrarse de la muerte –incluso de la tortura– del Tirano sin incurrir en filisteísmo? ¿No es necesario ejemplarizar? ¿No hablaba, por ejemplo, Franco de la necesidad de ejercer un terror saludable? ¿No se trataba, durante la construcción de la fortaleza mundial del socialismo, de acabar, mediante la justa violencia revolucionaria, con los antiguos explotadores, de quebrar mediante el terror su resistencia? ¿No ha sido la violencia la más privilegiada fórmula para hacer surgir al hombre nuevo? Pensémoslo bien, porque vivimos con ello. En Occidente suponemos que tenemos nuestras manos menos manchadas (pero ahora también Kósovo), pero no así nuestras pantallas: lo vemos cada día, hacemos incluso arte de ello. La crueldad se alimenta de la agonía del otro: el espectáculo de la muerte en un estadio repleto de talibanes electrizados no está lejos de nuestra propia cultura. No hemos olvidado la vieja ley (fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente, Levítico, XXIV: 20). La partera de la Historia, se dice: lo creemos. Lo creen los iluminados que interpretan un Libro –siempre hay un Libro– y le dan un único sentido. Se tortura y mata en nombre de algo o alguien; se espera que habrá una violencia que acabará con todas las violencias, una guerra que acabará con todas las guerras: Pol Pot. En los años sesenta y setenta algunos creían en el «ajuste final de cuentas»: una guerra nuclear tras la que se podría construir un nuevo orden más justo. Limpieza étnica, shoah, represión de la disidencia, gulag, castigo al que pone en cuestión el Orden que le margina o le condena o le señala. Así están las cosas, viene a decir Sofsky en un libro que no tranquiliza ni consuela.

Más sobre lo mismo. El último número del Magazine Littéraire es un monográfico dedicado a las apuestas dela tolerancia con motivo del cuarto centenario del Edicto de Nantes, que puso fin a las guerras de religión que asolaron Europa en el umbral de la edad moderna. Entre otras muchas colaboraciones, se recoge un interesante texto que Umberto Eco pronunció en la Academia Universal de las Culturas, fundada en 1992 por iniciativa de Elie Wiesel, y cuyas actas acaban de aparecer en Francia, publicadas por Grasset. Entre otras raíces de la intolerancia, Eco distingue entre fundamentalismo e integrismo, el primero considerado como principio hermenéutico vinculado a la manera de interpretar un Libro sagrado, y el segundo como posición religiosa y política que tiende a considerar los principios religiosos como único modelo de la vida política. Ambas doctrinas sólo son intolerantes en la medida en que busquen imponerse a las demás. Pero para Eco, que en esto coincide con el mucho más desesperanzado Sofsky, la intolerancia severifica más allá de toda doctrina. En este sentido –agrega– la intolerancia tiene solamente raíces que son biológicas yque se manifiestan entre los animales como la territorialidad, fundamentándoseen reacciones emocionales a menudo superficiales. Por eso mismo, porque la intolerancia se enraíza en nuestra naturaleza, a los niños se los educa en la tolerancia poco a poco, como se les educa en elcontrol del propio esfínter. La intolerancia salvaje –la que todavía no ha encontrado expresión teórica en un Libro: en una doctrina– funciona, según Eco, gracias a lo que llama «un cortocircuito categorial» que contiene en germen todas las teorías racistas del futuro. Por eso, y en un quiebro que remite a la situación política italiana, Eco encuentra más peligrosa la intolerancia de la Liga que la del Frente Nacional de Le Pen; éste estaría respaldado por doctrinas suministradas por intelectuales que han traicionado, mientras que Bossi no tendría detrás más que pulsiones salvajes, mucho más difíciles de refutar por medio de argumentos racionales. La Political Correctness americana, por otra parte, nacida precisamente de un deseo de tolerancia hacia todas las formas diferenciales –sexuales, religiosas, raciales o culturales– constituiría un buen ejemplo acerca de cómo las buenas intenciones adoquinan el Infierno: poco a poco estaría convirtiéndose en una forma de fundamentalismo que inviste de manera ritual y casi litúrgica el lenguaje cotidiano que trabaja sobre la letra sin preocuparse del espíritu.

Precisamente al lenguaje del odio –hate speech– está dedicada una reciente entrega del bismestral Index of Censorship, en la que se examinan, entre otros motivos, la expresión del odio en emisoras de radio en Ruanda o Nueva York, y las nuevas formas de racismo –en especial hacia los gitanos– que se extienden con rapidez en los antiguos países socialistas, planteando un ineludible debate acerca de la conveniencia o no del establecimiento de formas de censura para proteger a la población más vulnerable.

Y L'Infini, la revista que fundó Philippe Sollers tras la desaparición de Tel Quel, también ha dedicado una de sus entregas trimestrales a una encuesta acerca del «problema pedófilo» suscitada por las reacciones populares al «caso Dutroux» en Bélgica y a otros crímenes execrables cometidos contra niños. Las respuestas de una cincuentena de intelectuales y personajes del mundo de la cultura francesa abren tremendos interrogantes acerca del comportamiento de los medios como vehículo de nuevas formas de intolerancia y criminalización.

REFERENCIAS


WOLFGANG SOFSKY, Traité de la violence (Trad. del alemán por B. Lortholary) Gallimard, París. 228 págs. 110 fr. 
MAGAZINE LITTÉRAIRE, Les enjeux de latolérance. Nº 363. Mars 1998. París. 32 fr. 
INDEX OF CENSORSHIP, Hate Speech. Vol. 27 1/1998. Londres. 8,99 libras
L'INFINI, La question pédophile. Nº 59. París. 86 fr.

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Ficha técnica

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